Para los cinco luchadores antifascistas asesinados el 27 de septiembre de 1975. In memoriam Barcelona, DeBolsillo, traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González La idea central de Los muchachos del zinc: las guerras, todas ellas, sobre todo las más insensatas, sacan nuestro peor nosotros. No sólo durante ellas, sino después, meses y años […]
Para los cinco luchadores antifascistas asesinados el 27 de septiembre de 1975. In memoriam
Barcelona, DeBolsillo, traducción de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
La idea central de Los muchachos del zinc: las guerras, todas ellas, sobre todo las más insensatas, sacan nuestro peor nosotros. No sólo durante ellas, sino después, meses y años después. Acaso hasta siempre. Y con bajas en la retaguardia. Por suicidio por ejemplo.
Mi consejo, a bocajarro: lean este magnífico libro (ensayo, crónica, en la línea de otros de la autora aquí comentados) si están dispuestos a aproximarse al dolor (no les será fácil la lectura en muchos momentos) que aquella errónea e incluso absurda intervención militar causó (no se me olvidan, desde luego, las tretas y estrategias imperiales ni los monstruos que por ellos fueron creados y abonados, incluso, si se quiere, las buenas intenciones de algunos participantes).
No hace falta presentar a la autora (de la que conviene recomendar sus Voces de Chernóbil). Conviene señalar algunas razones que justifican la recomendación apuntada.
Antes de ello, la estructura del ensayo y un resumen de lo sucedido (tomado de una nota de 19 de noviembre de 2000).
La estructura: 0. Prólogo. 1. De las libretas de notas (en la guerra). 2. Día uno. «Porque vendrán muchos en mi nombre». 3. Día dos. «Otro muere con el alma amargada». 4. Día tres. «No acudiréis a los nigromantes ni consultaréis a los espiritistas». 5. Post mortem. 6. Juicio sobre Los muchachos de zinc (la historia a través de los documentos).
Lo sucedido:
En diciembre de 1979 el gobierno soviético tomó la decisión, la muy errónea decisión, de enviar sus tropas a Afganistán. La guerra comenzó ese mismo año y finalizó diez años después, en 1989. Duró exactamente nueve años, un mes y quince días. Por Afganistán pasó un efectivo de contingente limitado soviético de más de medio millón de hombres y mujeres. El total de pérdidas humanas de las fuerzas armadas de la URSS ascendió a más de 15 mil personas. Desaparecieron en combate o cayeron prisioneros 417 militares. En el 2000, todavía faltaban por regresar 287 personas, que seguían prisioneras o en paradero desconocido.
Las razones de la recomendación:
Una, constante en los textos de SA: es difícil no conmoverse por muchas de las historias que aparecen. Por ejemplo, la que abre el prólogo. «Estoy sola… Me esperan muchos años de soledad. Mi hijo… ¡mató a un hombre! Con un cuchillo de cocina, el que usaba yo para cortar la carne. Acababa de volver de la guerra y de repente asesinó a alguien…»
Es posible que este sea uno de los ensayos-relatos en los que SA muestra más claramente no sólo su antisovietismo sino su fuerte anticomunismo (no solo antiestalinismo). No importa mucho, no importa sustantivamente. Los ejemplos, las historias que se nos van mostrando, sin idealizar nada que no deba ser idealizado y seguramente sin intención de la autora (o con intención en algún caso) muestran muchas aristas de grandeza moral y existencial en aquella cosmovisión soviética y socialista de la que millones y millones de personas fueron portadores. Muchos años después, podemos comprobarlo en la lectura, no se ha anulado del todo.
Empiecen por el prólogo. Les he hablado antes de él. Lo firma una madre. Una historia que finaliza con estas preguntas: «Mi hijo era un asesino… Porque él hizo aquí (en Rusia) lo mismo que ellos hacían allí. Allí por hacer eso les daban medallas y órdenes… ¿Por qué entonces solo le juzgaron a él? ¿Verdad que no juzgaron a los que le habían enviado allí? ¡A los que le habían enseñado a matar! Yo eso no se lo enseñé» (p. 17).
La madre pierde el control y grita.
Sigan con las libretas de notas de la guerra de la autora. Desde junio de 1986 hasta el 25 de septiembre de 1988. Es su pensamiento, sus sentimientos, sus reflexiones. Hay mucho desdén por supuesto. Un ejemplo: «En el avión me toca sentarme al lado de un vehículo blindado que va atado con unas cadenas. Por suerte, el mayor que va en el asiento vecino está sobrio, los demás van borrachos. Cerca de mí alguien duerme abrazado a un busto de Marx (los retratos y los bustos de los caudillos socialistas se transportaban sin envoltorios); no solo transportan el armamento, sino todo lo necesario para los ritos soviéticos. Hay una pila de banderas rojas, rulos de citas rojas» (p. 23).
El 17 de septiembre de 1988 escribe: «Día tras día observo cómo el ser humano se hace más pequeño. Solo en contadas ocasiones se crece» (p. 26). Tres días después: «He visto un combate… Han matado a tres soldados… Por la noche hemos cenado todos juntos y nadie se ha acordado de los muertos, aunque los tenemos aquí al lado. El derecho del hombre a no matar. A no aprender a matar. No está escrito en ninguna de las constituciones existentes» (p. 28).
Los tres siguientes capítulos impresionan, impresiona casi todo lo que nos cuentan en ellos. Con quejas y amenazas de algunos afectados (pp. 35-36). El libro no tuvo fácil aceptación. Una constante en muchos relatos: el espíritu internacionalista que movió a muchos soldados en la intervención. No se sentían miembros del ejército de un país colonial o imperial. Nada de eso. «Habíamos venido para… salvar, ayudar, amar. Ese esa nuestro objetivo» comenta una enfermera (p. 47). No eran, no se sentían máquinas de muerte. La queja de una empleada; «¿Cree que nosotros somos crueles? ¿Se da cuenta de lo crueles que son ustedes? No nos preguntan nada, no nos escuchan. Pero escriben de nosotros. No mencione mi nombre. Considere que ya no existo» (p. 247).
El apartado post mortem., pp. 261-262, en mi opinión, es absolutamente innecesario.
El último apartado -Juicio sobre Los muchachos del zinc– es una descripción detallada, unas 60 páginas, del pleito que un grupo de madres de soldados soviéticos caídos en Afganistán iniciaron contra la autora del libro. Algunas voces en la sala: «Nosotras somos las madres. Queremos hablar… Destruyeron a nuestros hijos y después ganan dinero con ellos. Hemos venido a defenderlos para que puedan descansar en paz» (p. 279)
La autora, en mi opinión, se muestra en algunos momentos incapaz de entender los valores que enmarcan y dan sentido a muchos de los comportamientos que nos presenta. Se lo impide su propia cosmovisión muy alejada de la de aquellas.
Lean y juzguen. Se enfrentarán a una de las grandes tragedias comunistas del siglo XX.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.