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El viaje interminable de Granado

Fuentes: Juventud Rebelde Digital

Inició su «aventurero» recorrido con el Che en 1951 y ya nunca más pudo dejar de acompañarle. A los 82 años, Alberto Granado aún vive la emoción de aquellos nueve meses al verse reflejado en el más reciente largometraje de Walter Salles. Diarios de motocicleta Siempre me intrigó saber por qué a Alberto Granado le […]

Inició su «aventurero» recorrido con el Che en 1951 y ya nunca más pudo dejar de acompañarle. A los 82 años, Alberto Granado aún vive la emoción de aquellos nueve meses al verse reflejado en el más reciente largometraje de Walter Salles. Diarios de motocicleta

Siempre me intrigó saber por qué a Alberto Granado le llamaban Petiso. Ahora, que acaba de explicármelo, descubro que ese sobrenombre plantado en Argentina a los pequeños de estatura, no se aviene con este gaucho devenido cubano. Porque Petiso Granado se le antoja a uno inmenso desde que comienzas a conocerlo.

A sus 82 años, Alberto continúa tan locuaz y vital como cuando emprendió aquel azaroso viaje por América del Sur, junto a su hermano del alma Ernesto Guevara. Todavía sigue siendo modesto, extremadamente modesto. Se le nota ese rasgo hasta cuando regresa a aquel 29 de diciembre de 1951, en que decidió acompañar al Che para atravesar el Amazonas; auténtica historia que el realizador brasileño Walter Salles decidió llevar a la gran pantalla bajo el título de Diarios de motocicleta, y que presentada esta semana en Cuba, estimuló este diálogo con uno de los protagonistas reales de esa «aventura».

-Granado, ¿con anterioridad había sido asesor de otras películas?

-No. Esta es la primera vez. Tanto Walter como Gael García Bernal y Rodrigo de la Serna, los actores, estaban interesados en profundizar en los hechos. Los asesoré en el aspecto físico del viaje y en lo concerniente al carácter de Ernesto y al mío. Fue una experiencia maravillosa. Lo que más me gustó fue el respeto y la profesionalidad del equipo de realización. Llegó un momento en que me sentía muy compenetrado con ellos. Estuvieron conmigo aquí en La Habana, conocieron a la familia…

«Recuerdo el día cuando se filmaba la escena donde Ernesto y yo estamos acostados en un catre en Temuco, Chile. Habían pasado 50 años, pero yo sentía que estaba incompleta. Y de repente, me percaté y le dije: ‘Mira, Walter, ya sé lo que falta. Es la moto. Está muy alejada. Ella permanecía siempre pegadita a nosotros’. Inmediatamente lo arregló. No tuvo ningún inconveniente en correr a la Poderosa. Y así fue con muchas cosas.

«Cuando se grabó mi despedida de la moto, se repitió la escena como 20 veces. Y yo veía aquello sin sentido, porque no encontraba ningún detalle significativo, pero hasta que no salió como a Walter le parecía, no estuvo tranquilo. Fue una labor muy emocionante».

-¿Existe algún episodio del viaje que no aparece en la cinta y que a usted le hubiese gustado incluir?

-Unos cuantos. Le comentaba a Delia, mi esposa, que me hubiese gustado que se mostrara la experiencia como polizontes cuando viajamos desde el puerto de Valparaíso hasta el de Antofagosta. Nos metimos en un baño que estaba en pésimas condiciones. Estaba apestoso y lleno de caca. Pero nos descubrieron. A Ernesto lo pusieron a limpiar los baños y a mí a pelar papas y cebollas. El pobre tuvo que restregar no solo la suciedad existente, sino también mi vómito, pues yo no estaba muy bien.

«Por la noche, el capitán nos invitó a jugar canasta. Pelao era un entendido, y yo me defendía. El contramaestre fue a reclamar, pero las cartas fueron más fuertes. A las 12 de la noche, ya estábamos comiendo huevo y jamón fritos, y el contramaestre reventando de ira y odio…

«Tampoco está la noche en que Ernesto, con el revólver cargado en la cabecera, se preparaba para defenderse de un bravo tigre chileno, el cual se rumoraba estaba merodeando el lugar y atacaba a la gente sin ningún miedo. Para él fue suficiente sentir las garras que arañaban la puerta y ver unos ojos fosforescentes mirando desde la sombra, para apretar el gatillo y… acabar con un perro. Son muchos episodios. No olvides que fueron nueve meses de peripecias».

-Y de los que recoge Diarios…, ¿cuál lo emocionó más?

-Aquel donde Gael, es decir, el Che, se encuentra con una anciana, quien tenía problemas tumorales, y le da los pocos medicamentos que le quedaban. En la vida real, el ambiente lleno de polvo que rodeaba a la señora y el haberle cedido los fármacos, le provocó un tremendo ataque de asma, el cual solo pudo ser calmado con adrenalina.

-¿Se ve usted en Rodrigo, quien lo interpreta en el filme?

-Me parece hasta mentira que haya logrado calarme. Él, por ejemplo, nunca me vio bailar mambo -yo bailo como los latinoamericanos, carente de ritmo-, y él lo hace idéntico a mí. Por desgracia, también se le caen las cosas. Y si no me crees, pregúntale a mi mujer que cada vez que se rompía algo preguntaba desde la cocina cuál de los dos Albertos era el responsable. Lo mismo sucede con Gael, quien tenía una responsabilidad mayor. Mirándolo me hacía recordar lo que tanto me susurraba para mis adentros: Este Ernesto es mucho Ernesto.

-Usted estuvo en la presentación de la cinta en el Festival de Cannes, pero no pudo asistir al de Cine Independiente de Sundance…

-Es que no me dieron la visa para viajar hasta Estados Unidos. No me la negaron, pero tampoco me la dieron. Sin embargo, lo de Cannes fue impresionante, por la cantidad de jóvenes que acudieron a las proyecciones, y por la acogida que tuvo Diarios de motocicleta. Todo estaba repleto. En la sala, cuya capacidad es de 3 400 lunetas, había personas sentadas en el suelo. Y en Roma fue igual. Y en Brasil. Y en Villa Clara. Todo eso se recoge en el video que realizó Gianni Mina sobre la película, titulado Tras las huellas del Che.

-Si usted conocía al Che antes de su primer viaje, ¿por qué no se enroló con él desde entonces?

-En realidad a nosotros nos unió el deporte y la literatura. Ernesto era compañero de estudio de mi hermano menor, quien, como yo, jugaba rugby. Y el Pelao quería jugar también, mas por asmático nadie lo admitía en su equipo. Sin embargo, como siempre he creído que el deporte es una excelente medicina, lo incluimos. Cuando intimamos, encontramos que teníamos muchos proyectos similares, y el viaje siempre estaba metido en el medio. Ernesto en el 50 salió a dar un viaje por Argentina. Después de eso pensamos en la posibilidad de hacer un periplo más grande juntos y empezamos a hablar del tema como un asunto de ambos.

«Hubo un momento en que yo tuve que salir de mi puesto de trabajo en el sanatorio que estaba en San Francisco del Chañar, por algunos problemas con el partido Peronista. Caí en la ciudad de Córdoba, donde la lucha por la vida es diferente y los médicos se ocupaban más por hacer plata que ciencia. Me sentía muy mal. Estaba aburrido. En septiembre del 51, Ernesto fue a la casa, pues tenía una semana de vacaciones. Conversamos, cantamos, en fin, nos divertimos. Y mi hermano más pequeño me comentó: ‘¿¡Por qué no montas al Pelao en la grupa y se van pa’l carajo!?’. Nos miramos y nos dijimos: vamos a hacerlo. Él se comprometió a aprobar todas las asignaturas posibles, mientras yo me puse a arreglar todo los documentos necesarios. El 29 de diciembre salimos de Córdoba».

-¿Por qué Pelao y Fuser?

-Pelao, porque se cortó el pelo a rape. Cuando yo lo conocí ya lo nombraban así, al igual que a mí Petiso. Petiso Granado. Fuser surgió de los partidos de fútbol. También le decíamos Furibundo Serna, pues, a pesar de que era flaquito y tenía unos bracitos finitos, le daban unos ataques furibundos. Tenía taco. En fin, teníamos una serie de tácticas, y en cuanto Pelao tomaba la pelota, amagaba hacia un lado, pero al escuchar que le gritábamos «Fuser», la lanzaba para el lugar convenido. Al iniciar el viaje él anotó en su libretica: jefe, Mial -de Mi Alberto-; y subjefe, Fuser.

-¿Cómo se las arreglaron para poder sobrevivir?

-Trabajábamos en lo que fuera. Dábamos una conferencia sobre lepra o sobre asma en un hospital -y comíamos ahí-, cargábamos cosas. También teníamos nuestras técnicas. Nos poníamos a conversar, y uno le dejaba caer al otro: «¿Te acordás? Hoy, casualmente, hace un año que salimos de Argentina, y qué lástima que no tengamos con qué brindar». Y la gente enseguida: «Ah, si son argentinos». Y nos invitaban a unos tragos. Entonces, Ernesto decía: «Pero con el estómago vacío…», e inmediatamente nos servían algo.

-¿Tanto tiempo juntos no trajo algún disgusto?

-Los dos éramos muy tozudos. Cada cual era a su manera, aunque yo era más suavecito. En una ocasión nos perdimos estando en Perú. Y ahí empezó la discusión, porque yo quería regresar por donde habíamos venido; y él, tomar otro rumbo. Fue tirante. No obstante, coincidíamos mucho. Yo era un poco más alegre, aunque, en realidad, el Che no era el hombre de la foto de Korda: siempre duro. Ese no es el Che. Él tenía mano izquierda, como se le dice a los toreros. Claro, tenía virtudes que, entonces, me parecían defectos, como lo recto que era con los mentirosos.

-¿Por qué se separaron en Venezuela?

-Ernesto regresa a Buenos Aires para graduarse de médico, que era el compromiso que habíamos hecho con su madre. Después vendría para el leprosorio, donde yo lo esperaría. Sin embargo, se unió a unas personas que iban para Guatemala. Pensó que eso era más importante. De ahí fue para México, donde conoció a Fidel. Yo ya tenía 30 años y había realizado mis sueños: ser científico, viajero y tener una familia. En Venezuela me gané una beca para Italia y me casé con Delia. Él me convidaba a seguirlo hasta México, porque allí había «cosas muy interesantes», me decía. Mas yo no podía creer que estuviera de fotógrafo, cuando los enfermos lo esperaban. Luego entendí que no me podía decir en qué estaba.

«Tras el triunfo de la Revolución nos volvimos a encontrar. Fue cuando escuché el fantástico discurso de Fidel en la Sierra Maestra, en el año 60. Sus palabras reflejaban lo que yo había soñado, así que me quedé en Cuba. Después de unos años en Santiago, regresé a la capital, donde dirigí un departamento de Genética, hasta que me jubilé en el 94. Más por cuestiones ideológicas que por necesidad, pues me parecía que me interponía a una de las grandes aspiraciones de los trabajadores, y que fuera motivo de lucha: la jubilación. Sin querer, me estaba convirtiendo en un freno para la gente que venía detrás.

«No obstante, no me quedé tranquilo, sino que me propuse contribuir a la desmitificación del Che. Fundé cátedras en la Ñico López, en la Universidad de La Habana, en Villa Clara, en Argentina… Fui creando un andamiaje que no me da descanso».

-¿Cuán diferentes los tornó el viaje por esos países de América de Sur?

-Nos permitió ver que la injusticia, la desigualdad, el robo de las riquezas por las transnacionales, las diferencias notables entre ricos y pobres, eran muy superiores a lo que habíamos leído. Nos hizo comprender que sabíamos muy poco y había mucho por descubrir. En cuanto al Che, creo que se percató de que la profesión le quedaba chica. Para él era más importante ser un médico de pueblos que un médico de personas.

-¿Algún otro comentario a los jóvenes en relación con el Che?

-No piensen que el Che es inalcanzable. Él era un hombre de carne y hueso. Para ser como el Che solo hay que cumplir con tres premisas fundamentales: ni decir ni aceptar mentiras, vengan de donde vengan; dar siempre el ejemplo, y no aceptar nada que no te corresponda. Si somos capaces de mantener esas cositas, estaremos acercándonos más a Ernesto.

-¿Emprendería ahora un viaje como aquel?

-Por supuesto, solo que con la experiencia que tengo evitaría muchas cosas. Pero con una Poderosa me lanzaría al ruedo.