McCarthy es uno de las pocas leyendas que nos quedan en un mundo literario que ha arruinado su propia mitología a través de las campañas de promoción. A la espera de su nuevo libro, previsto para este año, se acaba de publicar en castellano Sutree, una de sus novelas más ambiciosas. Si has visto ese […]
McCarthy es uno de las pocas leyendas que nos quedan en un mundo literario que ha arruinado su propia mitología a través de las campañas de promoción. A la espera de su nuevo libro, previsto para este año, se acaba de publicar en castellano Sutree, una de sus novelas más ambiciosas.
Si has visto ese engendro cinematográfico titulado Todos los hermosos caballos protagonizado por Penélope Cruz y presuntamente basado en una novela de Cormac McCarthy te será fácil hacerte una idea de cómo son los libros del que Harold Bloom considera el mejor escritor norteamericano vivo: todo lo contrario que la película. La narrativa de McCarthy cabalga por los paisajes desolados del western crepuscular sólo para ir destruyendo sus tópicos a golpe de barbarie. Al lado de los libros de McCarthy, Sin perdón parece una película casi risueña, una especie de Star Treck de las praderas.
Todas las novelas de McCarthy hablan de la Norteamérica rural y todas se caracterizan por un primitivismo extemporáneo: resulta difícil relacionar el 1949 de Todos los hermosos caballos con el París de Sartre o, peor todavía, el fin de siècle de La oscuridad exterior con la Viena de Loos o el Boston de Henry James. McCarthy nos habla del salvajismo de vaqueros y granjeros, predicadores y mercenarios, borrachos y vagabundos en el sur racista de EE UU. Un barbarismo y una miseria material que, procedentes del siglo XVIII, colonizan la experiencia del siglo XX en el país más rico y fanático del mundo.
De Tennessee a Ibiza pasando por Alaska
McCarthy creció en Knoxville (Tennessee) en una respetable familia de abogados. Según él mismo cuenta en la única entrevista que ha concedido en toda su vida, no leyó un solo libro hasta los veintiún años, cuando se alistó en el ejército, lo destinaron a Alaska y sus alternativas de ocio se vieron drásticamente reducidas. Posteriormente pasó por la universidad, donde consiguió una beca que le permitió viajar por Europa y establecerse durante un año en Ibiza, en 1967. A continuación publicó su primera novela y se instaló en El Paso (Texas) donde, según se dice, vivió en moteles durante años hasta que se compró una diminuta casa en la parte trasera de un centro comercial.
De las pocas cosas que se saben con certeza acerca de McCarthy es que siente un rechazo casi patológico a hablar de su vida, su obra o, en general, de literatura, no importa cuánto dinero le ofrezcan o lo mucho que lo necesite. Una de sus ex mujeres recuerda que durante una temporada de particular indigencia, cuando vivían en un granero a las afueras de Knoxville, «le llamaron de un universidad y le ofrecieron 2.000 dólares por hablar de sus libros. Él contestó que todo lo que tenía que decir al respecto era lo que había escrito. Así que seguimos comiendo alubias otra semana más».
En el imaginario literario de medio mundo, McCarthy es una especie de Unabomber de la novela. A sus lectores les gusta imaginárselo como un ranchero que sobrevive a base de filetes de oso y tazas de café solo al que de cuando en cuando le dan ataques literarios. Entonces empuña un lápiz -posiblemente tras fabricárselo el mismo desbastando unos cuantos árboles y abriendo una mina de grafito- y regurgita novelas como quien marca reses: sin demasiados miramientos y con abundantes dosis de testosterona. Es cierto que no hay muchos autores contemporáneos tan interesados como McCarthy en explorar las complejidades -o tal vez simplicidades- de una virilidad atávica y no siempre sexista. Sin embargo, McCarthy es también un escritor profunda y sorprendentemente interesado en toda clase de cuestiones científicas y con una amplia cultura (se dice que tiene unos siete mil libros repartidos por distintos guardamuebles). Lo que ocurre es que resulta extraño que una obra tan excesiva como la de McCarthy pueda surgir de la mezcla habitual de inspiración y documentación. Es más fácil pensar en un titán que escribe con la zurda porque tiene la mano derecha siempre ocupada en el lazo o el revólver.
La vida y, mayormente, la muerte en la frontera
Las dos primeras novelas de McCarthy -El guardián del Vergel (1965) y La oscuridad exterior (1968)- están marcadas por un tono muy faulkneriano (no en vano su primer editor lo fue también de Faulkner). Son textos complejos, con abundancia de párrafos desgajados de la trama central y una escritura muy abigarrada. La primera de ellas hace una presentación del tipo de personajes patibularios típicamente McCarthianos, mientras que la segunda se adentra en temas clásicos -narra las postrimerías de un incesto en la Norteamérica profunda de finales del siglo XIX- que obsesionan a un autor empeñado en describir la trágica pugna que acompaña la mala vida y la peor muerte.
Hijo de Dios (1973) es una obra mucho más significativa. Se trata de una novela rural, en un sentido cercano a Steinbeck, que se desarrolla en el Tennessee de la década de los sesenta. McCarthy aborda los crímenes de un asesino en serie necrófilo, con abundancia de pasajes no aptos para estómagos delicados. Sin embargo, Hijo de Dios también tiene un interesantísimo trasfondo histórico. En los márgenes de la novela colea el gigantesco proceso de expropiación y concentración de la tierra que tuvo lugar en los años treinta, así como la pervivencia de bandas de linchadores racistas. Pese a que su siguiente novela -Sutree (1979)-, tiene rasgos autobiográficos y un estilo más arriesgado, supone una continuación de los temas planteados en Hijo de Dios.
Meridiano de sangre (1985) es una narración absolutamente desmedida, premeditadamente cercana a Dovstoyeski y, sobre todo, a Melville, que está basada en hechos históricos. Un grupo de mercenarios norteamericanos se adentra en México con el objetivo de acabar con el mayor número de indios posible. El grupo, que arrasa con todo a su paso -un poco en plan la Anábasis-, está liderado por un personaje demoníaco: el juez Holden. Meridiano de sangre tiene un claro parentesco con Moby Dick (la novela favorita de McCarthy). El propio Holden es una especie de trasfiguración de la ballena blanca. El juez -albino (recuérdese el capítulo de Moby Dick dedicado a glosar la relación entre el color blanco y el mal) y de talla gigantesca- condena a un fin desgraciado a todo aquel que se cruza en su camino.
Con Todos los hermosos caballos (1992), primer volumen de la Trilogía de la Frontera, llega la madurez literaria de McCarthy. Atrás queda una escritura fascinante pero desmesurada y comienza una contención expresiva extrema. Todos los hermosos caballos es la historia de John Grady Cole, un chaval de dieciséis años que vive en la Texas fronteriza y que en 1949 decide huir junto con su mejor amigo a México, donde se enfrenta a una auténtica marejada de violencia. Como en alguna ocasión se ha señalado, esta novela está un tanto lastrada por la historia de amor del protagonista. En cambio, con En la frontera (1994), tal vez la mejor novela de McCarthy, desaparece cualquier rasgo convencional. Se trata de una extraña narración épica acerca de dos adolescentes Billy y Boyd cuyo destino heroico se ve unido al de una loba. En la última pieza de la trilogía, Ciudades de la llanura (1998), se encuentran los protagonistas de las dos novelas anteriores. Aunque es el título más flojo, proporciona la clave para entender la saga. El mundo preindustrial de los cowboys se mezcla con los coches y las carreteras, la violencia medieval de los burdeles mexicanos con ranchos modernizados. Destaca, sobre todo, su tristísima escena final en un nudo de autopistas donde, en unos pocos párrafos, McCarthy esboza con gran precisión el dramático horizonte histórico de tres novelas intencionadamente extemporales. Aquí, al igual que ocurre en las últimas páginas de Sutree, las grandes autopistas hacen las veces de emblema de la destrucción del mundo tradicional. No obstante, tal vez McCarthy no sea un autor tan nostálgico como habitualmente se dice. Su atavismo procede de una perplejidad radical: ¿cómo es posible que incluso aquel mundo de violencia, racismo, hambre, necesidades físicas e incomunicación fuera mejor que esto?
Cormac McCarthy, Sutree (Mondadori, 2004)
Los forofos de McCarthy se dividen entre los fanáticos de la casquería de Meridiano de sangre y los entusiastas de los malabarismo verbales de Sutree, su novela más experimental (por supuesto, todos ellos miran por encima del hombro a los «populistas» que preferimos la Trilogía de la frontera).
Sutree es el nombre de un hombre que vive de la pesca en una cabaña flotante en Knoxville. Se trata de una persona culta y compasiva pero incapaz de soportar las convenciones de la vida civilizada, algo que le mantiene siempre al borde de la locura. Sutree es, en definitiva, un espíritu libre, con todo lo que de fascinante y cursi entraña esta idea. Su forma de vida despreocupada saca a la luz algunas de las peores perversiones del mundo al que voluntariamente da la espalda: la crueldad de la policía, el racismo, la cárcel… Sin embargo, Sutree no deja de resultar un tanto ridículo, como ocurre con todos los buenos salvajes. Recuerda un poco a aquel Stendhal decidido a comportarse de un modo «perfectamente natural» (evidentemente, es difícil pensar en algo más artificial). Sutree es una historia parcialmente autobiográfica en la que McCarthy rinde tributo a todos los borrachines y vagabundos que conoció en su juventud. También es una novela sobre el final de las novelas rurales, sobre las consecuencias no tanto del paso del campo a la ciudad como de la irrupción de la ciudad en el campo.