Traducción para Rebelión de Gorka Larrabeiti
Ninguna responsabilidad, ningún culpable, un accidente fatal, al cual quizá contribuyó cierta ligereza de quien salió malparado. Así les gustaría a los americanos cerrar el «caso Calipari», y si no lo han hecho ya es por la oposición de los dos «huéspedes» italianos en su comisión de investigación, procupados -los italianos- de no avalar una versión que constituiría una humillación para quien liberó a Giuliana Sgrena. Y, también, para el entero gobierno italiano. Si las cosas van como parece que están yendo, si el compromiso que se alcanzará dentro de esa comisión militar determinará la inexistencia -y, por tanto, la impunibilidad- de los responsables del homicidio de Nicola Calipari y de las heridas inferidas a Giuliana Sgrena, no tendremos ni siquiera un chivo expiatorio, sino sólo un héroe muerto por imprudencia. Al final, resulta que sera él el culpable.
Quizá estemos un poco obsesionados, quizá insistamos demasiado en pedir la verdad sobre lo que sucedión en Bagdad la noche del 4 de marzo, mientras los estadios de fútbol corren el peligro de ser cerrados, el gobierno se tambalea, el centroizquierda espera que caiga, y 6000 periodistas asedian el Vaticano para descubrir cómo terminará el Cónclave. Quizá estas sean cosas mucho más importantes. Pero no podemos olvidar aquella breve alegría por la liberación de Giuliana que se transforma en dolor por el homicidio de Nicola, no se nos va de la cabeza aquella escena de poderosos que se encogían de hombros frente a un poder que los supera y que mata. Y no sólo por el respeto que nos debemos a nosotros mismos y a una persona de bien asesinada por «fuego amigo» -por su memoria y por el presente de sus familiares- sino también porque aquella noche vimos concretizarse el modo como la guerra domina las relaciones humanas y se sobrepone a la política. Lo vemos confirmado hoy, en lo que se filtra de un informe que pretende confirmar dicha supremacía y ratificarla mediante conclusiones «jurídicas». No es la fijación personal de quien se ha visto afectado por un luto, es un problema político que debería afectarnos a todos, porque a todos nos habla.
Tenemos una Constitución que repudia la guerra y en su nombre nos manifestaremos el próximo 25 de abril. Pero una manifestación no basta para defender sus principios: si no se practican, son papel mojado, y es así como la Constitución muere. La verdad sobre la muerte de Nocola Calipari, la individuación de los responsables, el no contentarse con algún soldadito metido entre rejas -aunque los americanos no quieran ni siquiera esto- son parte de esa práctica, exactamente igual que lo sería retirar las tropas de Irak; de otro modo, la política no tiene ningún sentido, se corre el peligro de que todo se vuelva igual e indistinto: las esvásticas y las hoces y el martillo en las tribunas de los estadios, las palabras «derechas» e «izquierdas», hasta la identidad del nuevo papa. Por esto insistimos en cosas que a muchos les parecen «menores», por esto pedimos al gobierno italiano que no acepte la versión del aliado americano, un «pequeño» acto de coraje en defensa de un funcionario suyo.
Hoy los principios no valen ya mucho, cuenta el beneficio y la utilidad que se pueden derivar de los gestos. Si esto vale para los individuos, es aún más cierto para los estados. Pero los principios han de ser recordados, al menos para revelar la distancia entre lo que se declara y los comportamientos concretos. Los Estados Unidos de América son el único país del mundo que establece en su propia constitución el derecho a la felicidad. Ya, la felicidad: ¿la de quién?
N.de T.: Gabriele Polo es director de Il Manifesto.