Se han cumplido sobradamente dos años de la ocupación estadounidense de Irak y otros tantos de la resistencia iraquí contra la ocupación. A la vista del aumento y efectividad de las acciones de ésta y del mal aspecto que ofrece la ocupación estadounidense, una nueva arma ha aparecido recientemente para sustituir a las de «destrucción […]
Se han cumplido sobradamente dos años de la ocupación estadounidense de Irak y otros tantos de la resistencia iraquí contra la ocupación. A la vista del aumento y efectividad de las acciones de ésta y del mal aspecto que ofrece la ocupación estadounidense, una nueva arma ha aparecido recientemente para sustituir a las de «destrucción masiva»: la crítica contra la resistencia legítima de los pueblos a la ocupación ilegal de su territorio.
No solamente los que apoyan a los ocupantes de Irak, los anti-árabes y los sionistas critican a la resistencia iraquí, algo que también alcanza en no pocas ocasiones a la resistencia palestina y de otros lugares. Últimamente surgen críticas también por parte de algunos «progresistas» que se opusieron a la guerra de agresión y la posterior ocupación por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña.
Esta gente condena la violencia de algunos grupos iraquíes porque, dicen, no todas las acciones armadas son actos de resistencia y no todos los ataques son aceptables. Otros añaden que ataques guerrilleros sin coordinación y sin objetivos políticos claros no constituyen una buen política de liberación nacional.
Ninguna de estas posturas es de gran valor para conseguir la liberación de Irak o el fin del imperialismo. Son sencillamente la expresión de un deseo. Es más, producen fisuras en el movimiento contra la ocupación, debilitan la solidaridad internacional con las víctimas y además respaldan, aunque sea de forma involuntaria, los argumentos de los agresores.
No hay que perder de vista lo fundamental: el enemigo es el agresor, el único responsable del desastre que prevalece en Irak y del nivel de violencia que era desconocido en el país hasta que empezó la agresión. Si se piensa que la ocupación debe acabar cuanto antes, no hay necesidad de discutir sobre la bondad de los métodos de la resistencia en un momento en que las víctimas de la ocupación se protegen y sobreviven como pueden. O bien se empuña las armas junto a los resistentes, o bien, como observadores a través de la televisión del sufrimiento iraquí, lejos del frente de batalla, se muestra comprensión por la situación.
Algunos en Occidente se entretienen estableciendo diferencias entre los que realizan una «resistencia pura» y los «fanáticos islamistas» y dejan de lado el hecho de que mientras tanto unos y otros arriesgan sus vidas o la ofrecen en martirio en su esfuerzo por expulsar al ocupante.
¡Por supuesto que nadie deseaba la muerte de Margaret Hassan! Es evidente que no se quiere que tiroteen a unos fieles que rezan en la mezquita o que bombardeen a unos peatones en el mercado. Todo el mundo sabe que no todos los métodos son actos de resistencia legítimos. Al mismo tiempo es de sentido común que ataques guerrilleros aislados no son la mejor política de liberación nacional. A pesar de esas desgracias y esta constatación, el papel de los que se oponen al horror no es juzgar sino combatir la ocupación. Cuanto antes acabe ésta, antes cesará la violencia.
La situación actual no deja muchas alternativas excepto el fin inmediato de la ocupación. Es absurdo decir que el caos se adueñará de Irak. El caos lo originó el agresor y el ocupante hace más de dos años. Hay que admitir que el desastre que tiene lugar es el fruto de la ocupación y que las víctimas apenas tienen margen de maniobra.
Es preciso tener presente en todo momento la historia: trece años de sanciones de Naciones Unidas, ataques armados continuos, guerra de agresión y finalmente ocupación, la cual incluye asesinatos, torturas, encarcelamientos, destrucción masiva, corrupción y abuso generalizados. ¿Qué sentido tiene hablar ahora de atrocidades, salvajismo y fanatismo religioso cuando se ha deshumanizado a conciencia a un país entero durante quince años seguidos?
No resulta razonable que los observadores occidentales -que no experimentan ni remotamente el sufrimiento de los iraquíes- critiquen a los que viven en el centro del horror. ¿Por qué aplican su ética occidental para juzgar la bondad de los iraquíes? ¿Es que no se dan cuenta de que esta ética ha sido del todo inútil para defenderles de los agresores, quienes comparten con los observadores esa ética, nivel de vida y algunas otras características?
Los propios iraquíes están mejor capacitados para enjuiciar moralmente sus propias acciones, ellos son los que viven en circunstancias extremas, más bien, inhumanas. Los observadores que deseen emitir un juicio moral, han de vivir en Irak o han de dar la seguridad que ellos disfrutan a los iraquíes.
En el terreno político es comúnmente admitido que el ocupante se retira cuando el precio que paga por la ocupación -en términos humanos y materiales- es superior al beneficio que obtiene con ella. El fin principal de la resistencia, consecuentemente, es la eliminación del mayor número de ocupantes: soldados, administradores, colaboracionistas -recientemente contratistas también- y al tiempo el desgaste económico de la maquinaria de ocupación mediante sabotajes, huelgas y no cooperación. Los que dicen apoyar la resistencia y oponerse a la ocupación no pueden sino compartir ese fin y apoyar a la resistencia.
A la vista de la historia y de lo que ocurre ahora, no es razonable esperar que alguien sea capaz de solucionar el caos originado en Irak mediante discusiones sobre la bondad y las políticas de los grupos de resistencia iraquíes. Cabe esperar que la prensa empotrada, los analistas, los centros de estudio, los formadores de opinión y las ongs humanitarias se dediquen a discutir sobre lo que malintencionadamente se llama «ataques suicidas», las acciones armadas y asuntos relacionados. Esta actividad favorece al ocupante. El papel de los opuestos a la ocupación y la violencia muy superior que ésta genera no es participar en la discusión, sino en la resistencia.