Marlon Brando murió el 1 de julio del 2004 como un héroe trágico y en una patética soledad. Muerte digna de un rebelde que impuso el método actoral de la Escuela de Moscú en la meca del cine imperialista y usó su fama y riqueza para volcarlas al servicio de causas libertarias que todavía laten en el seno mismo de la sociedad norteamericana
«Según me han dicho, nací una hora antes de la medianoche, el 3 de abril de 1924, en la maternidad de Omaha, Nebraska». Certificaba así su condición de impenitente ariano aquel hijo de irlandeses que vivió 80 años de una vida inmortalizada en las pantallas, sin habérselo propuesto. En su infancia anhelaba ser baterista de jazz inspirado por los ritmos de un antiguo tren que atravesaba su barrio rural. Y el sonido de los timbales se quedó impregnado en la personalidad del genial actor.
Tras su muerte el 1 de julio del 2004 fueron especialmente escritores cubanos quienes elevaron su homenaje póstumo recordando el amor de Brando por las congas… y en la memoria afloró aquella mañana de marzo de 1956 cuando el artista norteamericano, según rememoró Josefina Ortega, tomó el avión rumbo a La Habana para comprar «una buena tumbadora, unos bongoes y aprender a bailar rumba».
Brando permaneció tres días en la capital cubana hospedado de incógnito
en un modesto hotel frente al Castillo de El Morro y en su búsqueda de una tumbadora cubana terminó visitando los cabaréts más arrabaleros de La Habana; y así conoció a rumberos que son leyenda como Armando Romeu en el Tropicana o el Chori en el Choricera Club.
Luego de aquellas horas de desenfreno, entrevistado por la revista Carteles en el lobby del hotel Packard, las respuestas del actor son espontáneas, recuerda Ortega: «A mí me gusta extraordinariamente La Habana de noche…El mar es muy curioso. Es como el cielo. Uno puede ver las cosas que quiera imaginar…».
Pero no fue sólo el amor de Marlon Brando por las tumbadoras, por la rumba y el cha-cha-chá, ese amor antillano que le llevará a codearse con maestros como Tito Puente, Willie Bobo, Tito Rodríguez y con las mejores orquestas afrocubanas afincadas en el Palladium Dance Hall de Nueva York, sino fue su actitud ante la vida y su solidaridad manifiesta con la revolución cubana, lo que hace de Marlon Brando uno de los norteamericanos más queridos en Cuba.
Un anticuerpo en Hollywood
Brando tuvo su gesto más notable para con la libertad y la revolución cuando decidió rechazar el premio Oscar al Mejor Actor por su actuación en El Padrino, el año 1972. En dicha ocasión, delegó a una representante indígena para leer, ante los académicos de Hollywood, una carta de protesta por la política etnicida desatada por el Departamento de Estado contra las reservaciones indias de su país, en cuyo repudio se negó a recibir el Oscar.
Y es que a partir de Marlon Brando el cine norteamericano se desata de los estereotipos frívolos y conformistas; Hollywood -la meca infranqueable- cede a la estética libertaria para revolucionarse como industria cultural; y el mundo reconoce en Stanley Kowalski, el personaje de «Un tranvía llamado deseo», la importancia de ser actor a lo Brando. El filme dirigido por Elia Kazán marcó, para Brando, su divorcio con la escena teatral de Broadway y su matrimonio con los estudios cinematográficos que a pesar de haber censurado escenas vitales de la obra de Tenesse Williams, no pudieron proscribir al genial intérprete.
«He oído decir que me vendí a Hollywood» -escribió Marlon Brando en su libro «Canciones que me enseñó mi madre» (Grigalbo, 1994) con ese tono de sincero cinismo que era parte de su transparente personalidad-. «En un sentido es verdad, pero sabía exactamente lo que hacía. Nunca tuve ningún respeto por Hollywood. Representa la avaricia, la falsedad, la codicia, la grosería y el mal gusto, pero cuando uno actúa en una película, sólo tiene que trabajar tres meses anualmente y puede hacer lo que se le da la gana el resto del año».
El modelo ruso para actuar
La actuación, decía, no es el mero acto de fingir o de ponerse un disfraz. «Un montón de actores creían que dejándose crecer la barba, sacando ropas del departamento de vestuario y llevando un báculo podían convertirse en Moisés. Para indicar tormento o confusión se ponían las manos en la frente y suspiraban con fuerza. Actuaban de forma exterior en lugar de hacerlo desde adentro».
Y Marlon Brando actuaba desde lo más profundo de su alma, llevando a extremos de locura esquizofrénica y de apasionamiento sin límites las enseñanzas de su maestra Stella Adler (quien a su vez fue discípula de Konstantin Stanislavski en la Escuela de Artes Escénicas de Moscú).
Ya en su primera película, «Los hombres», donde Brando interpreta a un inválido de la Segunda Guerra confinado en silla de ruedas, el actor, más allá de «ensayar» al personaje, pidió internarse en el Hospital de Veteranos de Birmingham para convivir con «otros» excombatientes cuadraplégicos. En «El último tango en París», donde los márgenes de improvisación le permitieron declamar sus propios textos autobiográficos, confesó haber tenido problemas de erección que evitaron más escenas eróticas con María Schneider debido a bajas temperaturas en el set. Su transfiguración en «Apocalipsis Now» es memorable. En «El Padrino» deberá adquirir el acento siciliano de don Corleone frecuentando los bares de Little Italy.
La generación de Marlon Brando, a partir de Brando, representa una ruptura con los recatados Gary Cooper y los acartonados Clark Gable, «productos de venta masiva que uno esperaba que siempre fueran iguales, actores y actrices con personalidades atractivas y seductoras que hacían todas las veces de sí mismos, más o menos en el mismo papel».
Gracias a Marlon Brando, Hollywood gozará de una era dorada actoral con la irrupción de figuras tan intensas y versátiles como Jack Nicholson, Jon Voight, Robert de Niro, Robert Duvall y Al Pacino, entre otros carnales de esta misma estirpe.
Libre en sí mismo
El poder le causaba irritación y la fama le dolía. «Me molesta darme cuenta que estoy cubierto por el mismo lodo que algunas de las personas que he criticado, porque la fama arrastra al estiércol del éxito del cual yo me permití ser parte» -confesó ante el periodista Robert Lindsey, su biógrafo oficial-. «Si bien no soy directamente responsable, podría haber elegido una senda menos podrida en la cual caminar, pero, sin educación secundaria y sin noción alguna de que volverme famoso me pondría tan cerca de una cloaca, estaba obligado a sentir indiferencia por las consecuencias. Para mí, actuar siempre ha sido sólo un medio para un fin, una fuente de dinero por el cual no tenía que trabajar muy duramente. Las horas son pocas, la paga es buena, y cuando uno termina queda libre como un pájaro. Actuar es pura joda. No lo desprecio, pero siempre he estado mucho más interesado en otros aspectos de la vida. A veces, los temas de las piezas y las películas en las que he participado han sido interesantes; sin embargo, actuar no me absorbe verdaderamente. Tiene ventajas sobre algunos trabajos. No habría querido pasar mi vida como vendedor de bienes raíces o abogado. No creo que pudiera haber soportado ningún trabajo de 9 a 17. No funciono bien en circunstancias que me exigen ser sumamente disciplinado y responsable ante otra gente. Pero si un estudio me hubiera ofrecido pagarme tanto por barrer el piso como por actuar, habría barrido…».
A pesar de aquellos gestos de franca provocación contra el sistema, Marlon Brando logró un éxito demoledor en su carrera artística no sólo en virtud a su talento sino, como solía repetir, por su lealtad consigo mismo. Fue irreverente ante todo lo que denotaba a autoridad hasta el fin de su azarosa vida. Por eso se le quiere tanto en Cuba, lo mismo que en Bolivia.
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