Desde que EEUU se lanzó a acometer sendas agresiones militares en Afganistán e Irak, el argumento se ha esgrimido un sinfín de veces: las operaciones en cuestión, lejos de reducir el caldo de cultivo de eso que ha dado en llamarse terrorismo internacional, antes bien han venido a engrosarlo. Bastará con rescatar un dato llamativo […]
Desde que EEUU se lanzó a acometer sendas agresiones militares en Afganistán e Irak, el argumento se ha esgrimido un sinfín de veces: las operaciones en cuestión, lejos de reducir el caldo de cultivo de eso que ha dado en llamarse terrorismo internacional, antes bien han venido a engrosarlo. Bastará con rescatar un dato llamativo que incluía el pasado año el informe del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres: si hace un lustro Al Qaeda era una red instalada en media docena de países, hoy en día sus militantes se hallan presentes en 60 estados, en lo que se antoja ilustración fidedigna del calamitoso resultado de la política abrazada por los gobernantes estadounidenses del momento.
Aunque la tesis que tenemos entre manos es tan fácil de entender como irrefutable, conviene que guardemos las distancias respecto de dos presunciones que la anteceden. Una adelanta que en los movimientos norteamericanos de estos últimos años en Afganistán e Irak se aprecia con sencillez el vigor de dos grandes objetivos que darían cuenta de lo principal: reconfigurar, por un lado, el panorama estratégico del Oriente Próximo, convirtiendo la región en una atalaya desde la cual mantener a raya a eventuales competidores, y hacerse con el control de yacimientos de materias primas energéticas –y de conductos de transporte– muy golosos. La segunda presunción acata que la lucha sin cuartel contra el terrorismo internacional es explicación primera de las acciones militares que nos ocupan.
YA HEMOS sugerido que es menester guardar las distancias en lo que hace a esas dos percepciones. Por lo que a la primera respecta, la razón parece sencilla: hay que preguntarse si, más allá de sesudas opciones geoestratégicas y geoeconómicas, lo que despuntan no son sino los prosaicos y personalizados intereses del grupo dirigente en EEUU. Lo diré con mayor claridad: cuando se afirma, de nuevo con argumentos solventes, que la estrategia de la Casa Blanca está naufragando palmariamente en Irak, se olvida que por detrás son muchas las empresas norteamericanas que, en los ámbitos del complejo industrial-militar, de la construcción civil y, con certeza, de la energía, están obteniendo pingües beneficios en ese atribulado país. Acaso esto es, con mucho, lo principal para Bush y los suyos, que sonríen socarronamente cuando escuchan a tantos expertos.
Harina de otro costal es la que corresponde a la segunda presunción. En este caso debemos recelar muy mucho de que, hablando en plata, la represión del terrorismo internacional sea el fundamento primero de la conducta planetaria de Estados Unidos. Semejante intuición distorsiona, y dramáticamente, los hechos. Qué llamativo es que la Estrategia de Seguridad Nacional aprobada en Washington en septiembre del 2002 identificase dos grandes objetivos de la política exterior –apuntalar, por un lado, la hegemonía propia y expandir, por el otro, el modelo de capitalismo estadounidense para que alcance el último rincón del globo– y ninguna mención hiciese, entre tanto, del terrorismo internacional. La invocación ritual de éste no es sino una añagaza que permite sacar adelante operaciones militares que en otras circunstancias serían inabordables. EEUU no se halla inmerso en una lucha sin cuartel contra Al Qaeda y redes similares: sus políticas apuntan sin más, antes bien, a deshacerse de competidores y rivales, sea cual sea la condición, marcada por el terrorismo o no, de éstos.
En la trastienda de la tesis general que estamos glosando lo que se barrunta es algo cuyo relieve a duras penas puede rebajarse: quienes dirigen hoy la principal potencia planetaria actúan en provecho de intereses singularísimos que arrinconan el vigor de los que corresponden a sus propios conciudadanos.
PIÉNSESE, sin ir más lejos, en la naturaleza de la respuesta mayor que la Casa Blanca ha decidido ofrecer a los ingentes problemas de vulnerabilidad energética de EEUU. Lejos de asumir la necesidad imperiosa de reducir el consumo interno de petróleo y de gas natural, y lejos también del designio de propiciar un rápido y liberador desarrollo de fuentes alternativas de energía, los gobernantes norteamericanos, atentos a los intereses de gigantescas empresas, se han inclinado por acometer costosísimas y sangrientas operaciones militares que muchos sugieren que exhiben, además, inciertos resultados.
A tono con la percepción de los hechos que estamos acariciando es obligado recalcar una vez más que si tales resultados son innegablemente inciertos para el norteamericano de a pie –que habrá de pagar con sus impuestos la osadía bélica de Bush–, no falta quien se regocija al comprobar cómo la cuenta de resultados de un puñado de macabras empresas engorda espectacularmente, en aplicación estricta de una máxima bien conocida: los beneficios se privatizan, las pérdidas se socializan.