Hay un hecho con categoría de trascendencia en cualquier sitio del globo, que por recurrente en la realidad cubana se aprecia en esta tierra como lo más natural del mundo: que los médicos y otros profesionales del medio, dejando atrás familia y comodidades, lleguen hasta distantes geografías para demostrarles a hombres, mujeres y niños que […]
Hay un hecho con categoría de trascendencia en cualquier sitio del globo, que por recurrente en la realidad cubana se aprecia en esta tierra como lo más natural del mundo: que los médicos y otros profesionales del medio, dejando atrás familia y comodidades, lleguen hasta distantes geografías para demostrarles a hombres, mujeres y niños que la vida puede dejar de ser para ellos una condena. Transitando las selvas africanas, entre arenales del desierto, o en medio de la también inmensa pobreza de la tierra latinoamericana, emergen a diario, relacionadas con la salud pública, historias de vida y muerte, de risas y desconsuelos, capaces de estremecer las sensibilidades más impávidas.
Tres equipos de filmación del ICAIC llegaron a siete de esos numerosos países donde la presencia médica cubana se ha integrado a la cotidianidad del paisaje: Honduras, Haití, Guatemala, Malí, Namibia, Burkina Faso y Botswana. Durante un tiempo, los cineastas no solo convivieron con la población y siguieron con sus cámaras y micrófonos las peripecias de consultas, partos y operaciones quirúrgicas, sino también trataron de aprehender esencias culturales e históricas vitales para traducir mundos incapturables por cualquier olfato turístico. Unas 150 horas fueron rodadas en video de alta definición y con ellas se realizó un documental de 55 minutos, de los realizadores Guillermo Centeno (dirección general), Alejandro Gil, Alejandro Ramírez y Rafael Solís que lleva por título Montaña de Luz. Centeno, con una larga hoja de servicio como camarógrafo, se convirtió en director de documentales a partir de la década de los ochenta y desde sus primeros títulos dio pruebas de poseer ese equilibrio (enemigos de desbordes) entre información y factores sensitivos, que tanto se aprecian en obras de este género.
Dentro de una filmografía punteada de premios nacionales e internacionales, es muy posible que Montaña de Luz constituya para el realizador esa altura máxima a la que a veces se llega sin que se salga a buscar, y a la que de manera decisiva contribuyó el excelente material aportado por los equipos que con él trabajaron.
Vital fue la mano regidora del director a la hora de dotar de coherencias las historias provenientes de siete países, de manera de convertir las múltiples referencias humanas en un aliento creativo único. Pero no hay duda de que este es un trabajo de equipos imbuido por un común denominador: lo decisivo en Montaña de Luz no sería la rica información con la que se encontrarían los realizadores, sino la clave artística con la que posteriormente estarían enlazadas y resueltas sus historias.
curso expositor de ejemplaridades. Hablar de sus historias sería restarle impacto a los factores de sorpresa y deslumbre que en ellas no faltan. Una de esas historias, sin embargo, la llevo prendida más de lo debido en la memoria desde que vi el documental. Está relacionada con una institución religiosa dirigida por una joven norteamericana, entregada en cuerpo y alma a velar porque niños enfermos del mal del siglo, hijos de padres también con SIDA, transiten lo mejor posible el poquísimo tiempo que vivirán. La muchacha muestra las paredes de una estancia llena de dibujos y cuenta que todos pertenecen a pequeñines que ya no están y que de esa manera se recuerda el breve paso de ellos por la existencia. Sus ojos translúcidos han estado reflejando el dolor de quien durante mucho tiempo ha sostenido en sus brazos la hoy vida infantil, mañana, tan solo con un soplo, convertida en muerte. ¡Pero, oh, milagro de los humanos! Desde hace dos años, a partir de que los médicos cubanos comenzaron a trabajar con ella -la sonrisa se le ilumina entonces-, no hay muertes. Los niños ya no se preparan a perecer en medio de una espiritualidad piadosa, pero impotente. Los niños se preparan para vivir. No puede hablarse de Montaña de luz sin mencionarse su música, proveniente de los archivos del ICAIC a partir de composiciones de Leo Brouwer y de Sergio Vitier y que la mano sabia de Jose Galiño, junto con Ricardo Miranda, convirtieron en una banda sonora equilibrada y a tono con los balances dramáticos del filme. Una música, y los espectadores se percatarán de ello, que juntos con las imágenes, se siente correr por las venas. Se necesitan películas como Montaña de luz, capaces de estrujar el corazón, cierto, pero también de plantarnos en él, el dulce sabor de la esperanza.