Hace aproximadamente un año, algunos expertos militares del Pentágono de cuyo ingenio dan fe sus hábiles deducciones, anunciaban al mundo su último gran descubrimiento: «los iraquíes matan con odio». Semejante inferencia llegó precipitada por la aparición de algunos cuerpos de mercenarios contratados por el ejército estadounidense, colgando de los puentes de Faluya. A raíz de […]
Hace aproximadamente un año, algunos expertos militares del Pentágono de cuyo ingenio dan fe sus hábiles deducciones, anunciaban al mundo su último gran descubrimiento: «los iraquíes matan con odio».
Semejante inferencia llegó precipitada por la aparición de algunos cuerpos de mercenarios contratados por el ejército estadounidense, colgando de los puentes de Faluya. A raíz de ello fue que el Séptimo de Caballería arrasó esa ciudad con fósforo blanco para que hoy, todavía, no se sepan los muertos.
Días atrás, por si no bastara con el fino intelecto demostrado por los expertos, también G.Walker.B se refería durante un discurso frente a indecisos reservistas, a ese odio visceral, orgánico, que exhiben los insurgentes en Iraq. Odio que, naturalmente, se expresa no sólo hacia la propia soldadesca invasora, también hacia un modelo de vida, hacia ciertas concepciones de la libertad y la democracia que a los bárbaros les están negadas, precisamente, por bárbaros.
Y yo casi estoy por confirmar sus deducciones. Y es que sólo el odio puede motivar el salvaje procedimiento con que matan y mueren los suicidas transformados en bombas.
En dos años de guerra, los iraquíes se han mostrado incapaces de matar con frialdad, con esa higiénica profesionalidad aprendida en los cuarteles y en las academias militares. Esas técnicas que, si los iraquíes hubieran pasado por la Escuela de las Américas, por ejemplo, hoy los convertirían en avezados e intrépidos comandos en lugar de groseros matarifes. Los iraquíes ni siquiera establecen las debidas y oportunas distancias en el cuerpo a cuerpo que impida que la sangre salpique los uniformes que tampoco visten, las botas que tampoco calzan, el casco que tampoco tienen, matando a lo bestia, como si estuvieran en la prehistoria y no conocieran las ventajas del fósforo blanco, del uranio empobrecido, de las bombas de fragmentación con las que ni siquiera tiene que morir el improvisado bombardero dado que se lanzan desde los aviones.
Muy al contrario, las imágenes nos los muestran enturbantados, sucios, provistos de chancletas, en patética demostración de no saber estar a la altura de una guerra que se respete, de una contienda del siglo XXI.
Además, son frecuentes los casos en que aparecen insurgentes degollando enemigos y apelando a armas tan primitivas como cuchillos de cocina o piedras…¡Por Dios, que ordinariez! que una cosa es que Billy You tenga que morir tan lejos de su adorada Montana y otra que, encima, deba hacerlo en un maloliente suburbio de Bagdad, ensartado por un destornillador. Los iraquíes carecen de clase, no tienen estilo ni maneras.
Hasta es posible que al momento de blandir la rústica navaja ni siquiera pronuncien frases tan ingeniosas como: «Hasta la vista baby» o «Púdrete en el infierno», y acaso sólo alcancen a emitir desagradables gritos propios de los extraños lenguarajes que farfullan.
Habrá quien diga que, si bien los iraquíes han mostrado, en franca algarabía, los restos de invasores, a veces, sin cabeza, también los marines han sido retratados no pocas veces, posando en Filipinas sobre montañas de cráneos enemigos, exhibiendo cabezas de combatientes nicaraguenses o jugando al poker entre cadáveres vietnamitas, para no mencionar los «souvenirs» que se llevaban de los presos que interrogaban pero, incluso, entoces, revelaban su clase, su carisma, su saber estar, muy lejos de las burdas maneras iraquíes que han mostrado sin tapujos su alegría, dando saltos cual indios de las praderas, como auténticos salvajes incivilizados, que no saben mearse con el talento requerido en la boca de un preso, ni violar a una sospechosa con la genuina gracia «americana».
Casi estoy por creer que a pueblos como el iraquí debieran retirarle la licencia de guerra,
incluso el permiso de caza, al menos mientras no aprendan a matar como Dios manda, con elegancia, con el debido protocolo, con ese donaire con que matan los soldados del Imperio y que sólo a los grandes virtuosos del oficio les es dado alcanzar. Al igual que los buenos vinos, matar requiere años de experiencia y envejecimiento en tan sublime arte, y sólo los ejércitos que han acreditado a lo largo de la historia su exterminadora calidad pueden disfrutar de la justa fama.
Los insurgentes iraquíes, con esa zafia manera de proceder, afean las guerras, les restan ese imprescindible brillo, esos mágicos destellos que tan bien se ven por televisión.
Resulta inadmisible que en tan globalizada y moderna era, haya quienes, como los palestinos o los iraquíes o los afganos, recurran al uso de la piedra. Ni siquiera los vascos, no obstante su ancestral pasión por ésta, han dado tan penosas muestras de subdesarrollo.
Y parece necesario, de cara a contribuir al espectáculo y para que la guerra recupere la calidad perdida entre tanto cotidiano suicida y retome su «glamour» que la ONU, además de prohibir las armas de destrucción masiva, vete las armas de exhibición penosa.