Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En su reciente informe sobre Iraq, el International Crisis Group advierte de la amenaza de guerra civil y sugiere, con gran prudencia, que la comunidad internacional debe empezar a prepararse para la eventualidad de la desintegración de Iraq. No es la primera vez que alguien, que no parece estar en contra de esa opción, hace un pronóstico de ese tipo. Precisamente es necesario decantarse por todo lo contrario. La comunidad internacional debería excluir tajantemente apoyar cualquier proyecto que pudiera conducir a la desintegración de Iraq, y presionar a las elites políticas iraquíes para que enmienden la constitución a fin de que permita un acuerdo federal viable.
La reciente destrucción del santuario de Al Asqariya en Samarra y la actual ola de violencia sectaria que siguió conceden credibilidad al argumento de que quizá es hora de permitir que Iraq desaparezca. El daño causado a la integridad nacional del país por décadas de represión, guerras, sanciones, ocupación, terror e incertidumbre puede ser demasiado extenso como para poder repararlo. Hay, claramente, poca confianza entre unas comunidades y otras, o al menos entre sus elites políticas, para que puedan agruparse alrededor de una agenda nacional de unificación. Quizá uno se ve tentado a pensar que es mejor optar por un divorcio pacífico tipo-Checoslovaquia, o incluso por una desintegración tipo-soviética, que después de todo fue mucho menos calamitosa que la que tuvo lugar en Yugoslavia. Hay una versión menos radical de este argumento que sugiere congelar las cosas en una frágil y dudosa confederación como la que contempla la nueva constitución y esperar que las heridas cicatricen con el tiempo y la gente pueda volver a agruparse de nuevo.
Sin embargo, hay dos argumentos importantes contra esta línea de pensamiento. Primero, aceptar esa lógica supondría contribuir activamente a la desintegración de Iraq. Adoptar esta línea, como fue el caso de Yugoslavia, significaría apoderar a políticos que favorecen el sectarismo que ha llevado particularmente a Iraq al borde del colapso. Cuando algunos analistas sugieren trabajar con los sunníes a fin de ayudarles a defender mejor sus intereses en las negociaciones sectarias, eso supondría, por definición, llevar a cabo una selección que favorecería a interlocutores sectarios contra aquellos que defienden un estado multiétnico.
La realidad de la ocupación implica que los actores internacionales no han sido precisamente testigos inocentes. Han contribuido al sectarismo de muchas formas, incluso adhiriéndose a una narrativa «realista» que defiende que Iraq es un estado artificial; que los grupos que lo integran sólo se han mantenido juntos gracias a la tiranía, y que la desintegración es consecuencia de la liberación del autoritarismo. Este argumento, que es antagónico con la construcción de una nación, ha sido abrazado en Iraq por políticos sectarios y ha encontrado su reflejo en las políticas posteriores a la invasión, incluida la disolución del ejército y la nueva constitución.
La comunidad internacional podría haber adoptado una narrativa alternativa acerca de cómo las comunidades iraquíes, y hasta la actualidad, han estado viviendo juntas casi sin conflictos durante siglos, y cómo el carácter estatal tiene raíces muy profundas en esas tierras. Incluso si se determinara el origen del moderno estado iraquí en 1921, la fecha de su establecimiento oficial, ese hecho lo convierte en uno de los más antiguos en la región. Aunque las elites políticas lamenten la desaparición de la identidad iraquí, los profesionales, los tecnócratas y la gente normal sigue albergando un sentimiento de orgullo por Iraq y sus modernas instituciones estatales. Desde luego, hay algunos puntos flacos en esta narrativa, al igual que hay ciertas seguridades en la alternativa, pero el problema es que los actores externos, incluidos los políticos en el exilio, han estado poniendo su grano de arena para promover una por encima de la otra sin alcanzar a comprender completamente las consecuencias.
El segundo problema del enfoque «realista» es que es imposible que Iraq se desintegre de forma pacífica. Como hemos presenciados en los últimos días, no hay forma de desenredar a chiíes de sunníes sin que sobrevengan consecuencias trágicas. Tan pronto como la comunidad internacional dé señales de aceptar la partición, el bajo nivel de limpieza étnica que está teniendo lugar actualmente en Bagdad y en otras áreas de población mixta se incendiará a toda velocidad. Este, desgraciadamente, no será el final de la historia. La semi-independencia kurda tras 1991 llevó a una guerra civil de bajo nivel en esa región que se llevó miles de vidas. Las facciones chiíes están mostrando todos los síntomas de estar deslizándose por el mismo camino una vez que se han visto a su libre albedrío. Todo esto sin mencionar las consecuencias regionales de la desintegración iraquí, que serían cuando menos catastróficas. Si hay algo en lo que todo el mundo debería estar de acuerdo es en que tratar con los actores regionales e internacionales iraquíes no debiera indicar nunca, ni por un segundo, disposición para aceptar la partición. Esto sería algo en verdad irresponsable.
El problema que supone la segunda peor opción, la de dejar que las cosas vayan como hasta ahora, es que puede llevar velozmente a la desintegración. Las milicias sectarias y partidistas campando a su aire o a través de instituciones regionales y estatales, como contempla la constitución, no son compatibles con un estado democrático que funcione.
Según están las cosas hoy en día, Bagdad y las regiones no productoras de petróleo quedarán a merced de las que lo producen. A pesar de cualquier posible acuerdo legislativo por debajo de la constitución, ésta permite al gobernador de Basora o al presidente del gobierno regional del Kurdistán paralizar a su antojo las transferencias de dinero a Bagdad y, por extensión, a las regiones no productoras de petróleo. Esto acarrearía una carga de humildad para el gobierno en Bagdad, que es el objetivo perseguido por los redactores de la constitución que, quizá, podría ser algo aceptable, pero también llevará humillación a los que viven en regiones no productoras de petróleo y ese es el presagio del conflicto.
Es a la vez posible y deseable que los socios regionales e internacionales promuevan un modelo federal factible que necesite de algunas enmiendas constitucionales significativas. Esto no supone una vuelta al estado unitario del pasado, lo que es imposible políticamente desde cualquier punto de vista. Sin embargo, un federalismo que funcione dependerá del establecimiento de un monopolio de estado a la hora de controlar la violencia y abolir todas las milicias. También necesitará dotar al gobierno central de fuentes considerables y sostenibles de ingresos, así como permitirle diseñar, promulgar y hacer cumplir las políticas por todo el país.
Los detalles exactos de un federalismo viable en Iraq necesitarán del desarrollo de un proceso transparente y completo sin condiciones previas. La conferencia de reconciliación nacional apoyada por la Liga Árabe podría suponer una vía para esas deliberaciones.
Hay enormes obstáculos políticos para la introducción de esos cambios. Va a ser particularmente difícil presionar a los dirigentes kurdos para que cedan cualquier elemento de la autonomía de la que han disfrutado durante los últimos quince años. Sin embargo, si todos los socios internacionales de Iraq, conscientes de las consecuencias de la alternativa, se preparan para conciliar los recursos políticos tras una serie mínima de cambios necesarios, podría llegar a evitarse el desastre.
(*) El escritor es investigador del London School of Economics.
Texto original en inglés:
www.weekly.ahram.org.eg/2006/784/sc6.htm