Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El hombre que hablaba por teléfono con la niña iraquí de catorce años se llamaba a sí mismo Sa’ad. Era una llamada de larga distancia desde Dubai y le contaba cosas maravillosas sobre ese lugar. Estaba a punto de comprarla. Safah, la adolescente, no era ajena a la inminente transacción. Durante las semanas que transcurrieron tras ser secuestrada y encerrada en una oscura casa en Karada, un distrito de clase media de Bagdad, Safah escuchó como sus secuestradores regateaban con Sa’ad sobre el precio que querían por ella. Finalmente, la colocaron por 10.000 dólares. Sin levantar la vista del suelo, donde aparecían desparramadas varias botellas de güisqui vacías, la huérfana escuchaba como Sa’ad describía la vida que la aguardaba: una casa bonita, ropas caras, fiestas con famosos. Se iba a reunir con otras dos felices adolescentes iraquíes que vivían con Sa’ad en su harén. Safah sabía que el tiempo se le acababa. Ya habían confeccionado un pasaporte falso con su foto y un nombre supuesto. Pero aunque hubiera podido escapar, no tenía familia con la que refugiarse. Incluso era probable que terminara en prisión. ¿Qué podía hacer?
Safah ha pasado a ser parte de una problemática de la que rara vez se habla cuando se aborda la ola de secuestros en Iraq: el tráfico sexual. Nadie sabe cuántas mujeres jóvenes han sido raptadas y vendidas desde la caída de Saddam Hussein en 2003. La Organización por la Libertad de las Mujeres en Iraq, con sede en Bagdad, estima a partir de evidencias anecdóticas que más de 2.000 mujeres iraquíes han ido desapareciendo durante ese período. Un funcionario occidental en Bagdad que sigue la situación de las mujeres en Iraq piensa que esa cifra puede ser exagerada pero que el tráfico sexual, virtualmente inexistente bajo el gobierno de Saddam, se ha convertido en un problema grave.
El colapso de ley y orden y la ausencia de gobierno estable han permitido que las bandas de delincuentes, además de grupos terroristas, estén fuera de todo control y actúen a su antojo. Mientras tanto, algunos trabajadores sociales manifiestan que los burócratas de los ministerios han paralizado o congelado con tanto papeleo los recursos de organizaciones benéficas que podían haber proporcionado refugio a esas muchachas. El resultado es permitir que el problema de la trata de blancas continúe agravándose sin freno alguno.
«Es un gran problema, sin duda alguna», dice un funcionario que conoce informes específicos de trabajadores sociales iraquíes sobre niñas que son secuestradas y vendidas a burdeles. «Desgraciadamente, la situación de inseguridad no nos permite investigarlo». El informe del Departamento de Estado de EEUU de junio de 2005 sobre trata de blancas dice que es «difícil de calibrar de forma adecuada» la extensión del problema en Iraq aunque cita un número impreciso de mujeres y niñas iraquíes que están siendo enviadas a Yemen, Siria, Jordania y los países del Golfo Pérsico para ser explotadas sexualmente. Es complicado conseguir estadísticas a causa de las tradiciones tribales. Las familias se sienten normalmente tan avergonzadas ante la desaparición de una hija que no informan de los secuestros. Y el estigma resultante de una castidad puesta en peligro es tal que incluso si la muchacha reapareciera, sus familiares no permitirían que volviera de nuevo con ellos. Una visita a la Prisión de Mujeres de Khadamiyah, situada al norte de Bagdad, provoca de inmediato relatos de raptos y abandono. Una impresionante muchacha de 18 años, apodada Amna, con el pelo negro recogido en una cola de caballo, cuenta que fue sacada de un orfanato por una banda armada justo tras la invasión de EEUU y enviada a los burdeles de Samarra, al-Qaim, en la frontera con Siria, y Mosul en el norte, antes de que la devolvieran a Bagdad, drogada con pastillas, llevando entre los vestidos un cinturón cargado de bombas con el que fue enviada a la oficina de un clérigo de Khadamiyah donde debía hacerlas explotar, pero ella se entregó a la policía. Un juez la condenó a una sentencia de cárcel de siete años «por su bien» para protegerla de la banda, según el director de la prisión.
Otras dos niñas, Asmah, de 14 años, y Shadah, de 15, fueron llevadas hasta los Emiratos Árabes Unidos, donde pudieron escapar de sus secuestradores y denunciarles en una comisaría de Dubai. Las hermanas fueron devueltas a Iraq pero, como otras chicas que han escapado de sus secuestradores y compradores, fueron enviadas a prisión por llevar pasaportes falsos. Allí esperan que la burocracia resuelva la situación y confirme su inocencia. ¿Qué sucedió con la banda que las raptó? Las hermanas habían oído rumores que indicaban que los hombres habían pagado sobornos para salir de la cárcel y estaban de nuevo en la calle. «No sé que haré si la administración de la prisión decide liberarme», dice Asmah, echando hacia atrás su pañoleta y sujetando en ella su pelo negro. «No tenemos a nadie que nos proteja». Las abogadas de mujeres intentan establecer hogares a medio camino para las supervivientes de los secuestros. Su localización es secreta para mantener a salvo a las mujeres tanto de las bandas de traficantes que intentan seguir su rastro como de la posible barbaridad que puedan cometer sus familias con ellas para restaurar la reputación de su clan. Pero el nuevo gobierno iraquí ha establecido un sin fin de obstáculos burocráticos. Incluso las organizaciones que no reciben ayuda del gobierno tienen que conseguir permisos de cuatro ministerios y de la municipalidad de Bagdad para cada refugio que quieren poner en marcha. La activista Yanar Mohammed, retorciéndose las manos con exasperación, dice: «Quieren cerrar nuestro refugio para mujeres e imposibilitar que abramos más».
Eso significa que, para niñas como Safah, quedan pocos lugares en Bagdad donde refugiarse. En 2003, después de que falleciera el padre de Safah, su abuela la llevó a la Casa de los Niños nº 2, un orfanato en Adhamiya, sin que se enterara la mayor parte de su familia. En el orfanato, una afable enfermera se hizo amiga suya y se pasaba las horas charlando con Safah, una niña de dulce rostro cuyos dedos todavía tenían las redondeces de la grasa infantil. La enfermera, vestida con una modesta hijab, tenía un rostro amable que hizo sentir a Safah que era una mujer buena y espiritual, alguien en quien podía confiar. La enfermera convenció a Safah de que podría ser asesinada por la vergüenza que su desaparición había causado a su familia. Se ofreció a adoptarla. Pero como se tardaría mucho por la vía oficial, le dijo a Safah que se palpara la parte inferior derecha del abdomen, que gritara y se retorciera tirándose en la alfombra de la oficina del director del orfanato y simulara un ataque de apendicitis que precisaba de ayuda médica urgente. Una vez camino del hospital, la enfermera metió a Safah en un coche que las esperaba.
Las tres semanas siguientes fueron las peores de la vida de Safah. «Fui torturada, golpeada e insultada muchas veces en aquella casa», dice Safah. Dió muchos detalles sobre lo que sucedía en el antro infectado de güisqui en Karada. Y explicó que cuando se le hizo evidente que estaba a punto de ser vendida a Sa’ad, el hombre que llamaba por teléfono desde Dubai, se desesperó. Pudo hablar de su confinamiento con un muchacho del lugar, quien informó en la comisaría local de lo que estaba sucediendo. Los agentes asaltaron el lugar y arrestaron a la enfermera. Las trabas burocráticas hicieron que durante seis meses Safah y la enfermera estuvieran en la misma prisión antes de que fuera finalmente liberada y devuelta a la custodia del orfanato hace un mes.
En el orfanato, protegida tras un muro de unos tres metros de alto en las orillas acariciadas por la brisa del Tigris, Safah toma clases de informática, hace prácticas de costura y pinta los retratos de la familia que desearía haber tenido. Pero no se siente tan segura como cuando estuvo anteriormente. Una trabajadora social le ha contado que en su última visita a la Prisión de Mujeres de Khadamiyah ya no vio allí a la enfermera. De repente Safah sale apresuradamente de la habitación al vestíbulo llorando y dándose golpes con las manos en la cabeza. «Si la han liberada», dice Safah, con la mirada extraviada y llena de pánico, «no me voy a quedar aquí». Pero en su interior sabe que no tiene ningún otro sitio adonde ir.
Este artículo se ha escrito con la información aportada por Yusif Basil y Asad Mayid, en Bagdad.
Texto original en inglés:
www.time.com/time/magazine/printout/0,8816,1186519,00.html