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Los protagonistas de la guerra

Fuentes: La Estrella Digital

Las brutales represalias de los soldados de EEUU contra la población civil de Hadiza (Iraq), tardíamente conocidas por la opinión pública y ahora sujetas a investigación oficial, pueden ayudar a entender la realidad de la guerra, asunto al que ya se ha aludido antes en esta columna. Esto se facilita escuchando a los que han […]

Las brutales represalias de los soldados de EEUU contra la población civil de Hadiza (Iraq), tardíamente conocidas por la opinión pública y ahora sujetas a investigación oficial, pueden ayudar a entender la realidad de la guerra, asunto al que ya se ha aludido antes en esta columna. Esto se facilita escuchando a los que han participado en la invasión y ocupación de Iraq.

En el USA Today del pasado 15 de junio, bajo el título «Combat stress takes a toll» («La tensión del combate pasa factura»), se reúnen testimonios de especial interés, que deberían hacer recapacitar a todos los que, por lo general con suma ligereza y denodado entusiasmo, apoyan el recurso precipitado a la guerra para resolver conflictos políticos.

Constatando la presencia en Iraq de unos 140.000 soldados que durante más de tres años tienen enfrente a un enemigo implacable, sanguinario y oculto, un comandante, profesor de Ética de la Academia Militar de West Point (EEUU), opinaba que «cuando hay tantas personas, armadas con tanta potencia y sometidas a tanta presión, algo acabará ocurriendo», y los soldados se enfrentarán con la población civil. Aunque no fuera su propósito, revelaba también cierto maniqueísmo al afirmar: «Puede ocurrir que en una guerra buena sucedan cosas malas». La ética impartida a los mandos militares de EEUU no parece dedicar mucho tiempo a las sutilezas de toda ciencia social. Las guerras en Vietnam o Iraq serían «buenas», pero en My Lai y en Abu Ghraib o Hadiza ocurrirían cosas «malas». Para tanta simpleza no hacen falta profesores de ética militar.

Un psicólogo universitario de California, que ha estudiado las violaciones del derecho internacional por EEUU en la guerra de Vietnam, se manifestaba asombrado por la sorpresa que el incidente de Hadiza ha provocado, porque «esto es lo que ocurre en las guerras». Pero no aclaraba si cuando Bush y sus asesores decidieron invadir Iraq estaban informados al respecto y si sabían -como él- qué es lo que suele ocurrir en las guerras. Si no lo sabían, son culpables de ignorancia supina; si lo sabían, engañaron a sus votantes y les hicieron cómplices de sus crímenes de guerra.

En el mismo artículo, un médico militar anunciaba que, antes de llegar al asesinato vengativo de civiles, hay muchas otras «pequeñas acciones» que, sin ser divulgadas, permiten liberar la presión que atenaza a los soldados: «Golpear a los paisanos, empujarles en el rostro con la boca del fusil… Algunos se desahogan ejerciendo ese tipo de fuerza». ¡Menos mal! suspiramos; así matarán menos iraquíes inocentes. Pero nada se dice sobre la opinión de la población civil que sufre esas terapias aliviadoras de los soldados invasores y los efectos que causan en ella. ¿No es un buen modo para fomentar la aparición de futuros insurrectos y terroristas, ávidos de venganza?

De momento, todo parece explicarse porque muchos soldados, como las «chicas de Almodóvar», se hallan a menudo al borde del ataque de nervios. Así responde un cabo al periodista: «¿Que si estamos próximos a saltar? Sí, en nuestra pequeña vida personal que hemos construido encerrados en las bases». Y puntualiza: «He visto a mis mejores amigos peleando y amenazándose con navajas, cuando sé que no pretendían matarse. Es un resultado de la tensión que produce el estar en un lugar donde intentan matarte todos los días».

Prosigue así: «El problema es cómo olvidar esas sensaciones y hostilidades cuando nos armamos y salimos de patrulla afuera». No lo pueden hacer: «No hay forma de entrenarse para esto. Se trata de luchar por tu vida. El cuerpo actúa haciéndote estar más alerta, más nervioso e irritable que nunca antes en tu vida». Así que se trata de un reflejo natural, ante el cual la instrucción militar parece fracasar. He aquí un campo de interés para los investigadores en etología bélica y para los que, en las innumerables academias militares de todo el mundo, se esfuerzan por formar combatientes que respeten los códigos internacionales del derecho humanitario.

La realidad es que hoy Iraq es un territorio militarmente ocupado. Los soldados de EEUU no han encontrado allí una acogida similar a la descrita con alborozo en las crónicas militares de la invasión de Italia por las fuerzas liberadoras en la Segunda Guerra Mundial, en el verano de 1943. Si en algún momento pudo haberse conseguido en Iraq análogo efecto, los descomunales errores políticos, estratégicos y tácticos de la coalición invasora lograron impedirlo. De presuntos liberadores, los ejércitos que hoy ocupan Iraq se convirtieron en simples invasores y el terrorismo encontró nuevo terreno fértil para extenderse y aumentar su brutalidad.

La insurgencia combate en Iraq sin líneas de frente ni reglas de conducta. Para los ocupantes, un teléfono móvil en manos de un desconocido puede ser un arma y en un niño puede haber un enlace de la guerrilla. El traductor que acompaña a la patrulla puede ser un espía y el proveedor de verduras para la cocina de la base quizá ayude a corregir el tiro de los morteros. El enemigo se mezcla con la población, se esconde en sus lugares de culto y, con frecuencia, recurre al suicidio como arma de guerra. «Todo a nuestro alrededor es amenazante. En cualquiera de los centenares de ventanas que nos rodean, en cada trozo de basura, en cada persona que te mira dos veces… en todas partes ves un posible enemigo». ¿Había pensado en esto Bush cuando con tanta ligereza envió a sus soldados a la cruzada universal contra el terrorismo? ¿Estaban sus tropas preparadas para este tipo de guerra?

Ante la situación descrita en la primera parte de este comentario, no es de extrañar que los soldados que ocupan Iraq tras la invasión del país sientan en ocasiones nostalgia por la guerra regular, la «de siempre», aunque sólo la hayan conocido a través de los elementales textos de Historia Militar que estudian. Algunos preferirían, incluso, la terrible campaña de Okinawa, en la que, en tres meses de combate en 1945 contra los defensores japoneses de la isla, las tropas de EEUU sufrieron cinco veces más bajas mortales que en tres años de ocupación en Iraq.

He aquí su argumento: «En la guerra ordinaria, el enemigo lleva uniforme y lucha de frente. No hay dudas respecto a quién se puede matar y quién no tiene nada que ver con la guerra. Es fácil decidir, pues la niebla del combate no es tan espesa». Digamos que, en lenguaje militar, se entiende por niebla del combate la confusión producida por lo difícil que es conocer con precisión suficiente la situación real. Unida a la conocida Ley de Murphy, que afirma que si algo puede salir mal, saldrá mal en algún momento, constituyen dos premisas básicas que nunca deben olvidarse para planear cualquier acción de guerra, si se desea evitar el fracaso.

El profesor de West Point ya citado opinaba así: «Era más reconfortante cuando uno podía decir: ¿Ves aquella fila de árboles? Pues allí están las líneas alemanas. Es la incertidumbre de la muerte lo que resulta tan difícil de asumir en Iraq». Hay tantas probabilidades de recibir un disparo enemigo de frente como por la espalda.

Esa ideal guerra ordinaria concluyó en cuanto el ejército iraquí se desintegró en el campo de batalla. Hay que atribuir a un grotesco planeamiento estratégico el no haber previsto que, tras la disolución de las fuerzas regulares enemigas, cobraría ímpetu la guerra irregular, el antiguo y desigual combate entre un ejército invasor y el pueblo invadido, descrito desde siempre en los más elementales abecés de la Historia de la Guerra.

En esa situación se generan respuestas automáticas, también conocidas de antiguo. Una de ellas es la deshumanización del adversario. Un sargento de la Guardia Nacional manifestaba: «Respondemos a cualquier fuego enemigo con potencia devastadora. Si nos disparan, lo ordenado es utilizar las ametralladoras de calibre 0.50 [12,70 mm] contra el origen del fuego. No importa lo que haya allí. Si no devuelves los disparos, es como si pidieras que te sigan tirando».

Puesto que no es posible fiarse de nada ni de nadie, lo mejor es deshumanizar al enemigo para no tener que graduar la intensidad de la respuesta. Bueno es empezar aplicándole nombres despectivos: «A todos los iraquíes les llamamos ‘hadyis’, palabra siempre precedida por un grosero calificativo». (Es costumbre musulmana que los que han hecho la peregrinación a La Meca la añadan a su nombre, pues significa «peregrino» y confiere prestigio.) Insultar al enemigo con motes denigrantes es práctica común en las guerras -contra franchutes, moros, boches, japs-, ya que permite luchar con mayor crueldad, al ocultar la condición humana del enemigo. Los últimos resultados de esa tendencia deshumanizadora se observan hoy en Guantánamo, como antes en Abu Ghraib. Y no se limitan al combatiente sobre el terreno sino que alcanzan también los más altos niveles de mando militar y dirección política.

Para completar un panorama tan confuso y contradictorio hay que añadir que, al menos en teoría, las tropas ocupantes de Iraq deben ser a la vez soldados y policías. El susodicho profesor comentaba: «El campo de batalla es increíblemente complejo. Una parte de la patrulla está combatiendo a fondo mientras otra parte está regalando a los niños balones de fútbol». Si un francotirador abre fuego, los soldados le persiguen y lo abaten, pero los policías deben esforzarse por proteger a la población de sus disparos. ¿Puede una misma unidad militar desempeñar a la vez ambos papeles? Parece que no. La contradicción entre los ejércitos de combate y los de socorro se pone muy de relieve en este caso. Los iraquíes esperan que los soldados ocupantes actúen como policías, pero éstos deben protegerse y actuar como soldados en campaña. Es muy difícil conciliar ambas misiones.

Concluiré este repaso citando otro aspecto de gran interés. Es regla común en la actividad bélica que, cuando los objetivos de la guerra se difuminan o parecen inalcanzables, la moral se hunde y la tensión aumenta. «Los soldados necesitan ver avances. Todo lo pueden soportar si se progresa». Si no es así, cada unidad acaba preocupándose sólo de su propia supervivencia: «Sólo me importan mis compañeros». Los soldados van marcando en sus calendarios el paso de los días y contabilizando las probabilidades que tienen de ser alcanzados por un disparo de un francotirador o por un explosivo al paso de su vehículo. La pérdida de motivación llega a ser total.

Uno puede poner su vida en peligro si cree que lo hace por una causa noble al servicio de sus conciudadanos. Si no es así, los ejércitos pierden el elemento cohesionador básico. De instrumentos al servicio del Estado pasan a ser bandas armadas de combatientes cuya principal preocupación es regresar incólumes a casa lo antes posible. Lo que suceda entre tanto deja de ser asunto suyo: «Sobrevivir para volver».

Todo parece indicar que aquellos que con tanta ligereza lanzaron a los cuatro vientos el nefasto ultimátum de las Azores, que llevó al mundo a la inestable situación actual, ignoraban del todo los aspectos más fundamentales de la guerra y la trataron con la estúpida frivolidad de muchos otros caudillos de salón que les han precedido en la historia de la humanidad. Ahora todos pagamos las consecuencias.


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)