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Con la presencia de Suely Rolnik. El próximo viernes 22 de septiembre a partir de las 19:30h. Madrid

Encuentro-presentación del libro «Micropolítica. Cartografías del deseo»de Félix Guattari y Suely Rolnik

Fuentes: Rebelión

Viernes 22 de septiembre. 19:30h Librería asociativa Traficantes de sueños. C/Embajadores 35 local 6 28012 Madrid Tfo.91 5320928 www.traficantes.net ¿Quien podría sospechar que el mismo material que alimentó la gran subversión de los años sesenta y setenta, de las distintas liberaciones y las contraculturas, sea hoy el que alimenta la subjetividad del consumo, la subjetividad […]

Viernes 22 de septiembre. 19:30h
Librería asociativa Traficantes de sueños.
C/Embajadores 35 local 6 28012 Madrid
Tfo.91 5320928
www.traficantes.net

¿Quien podría sospechar que el mismo material que alimentó la gran subversión de los años sesenta y setenta, de las distintas liberaciones y las contraculturas, sea hoy el que alimenta la subjetividad del consumo, la subjetividad flexible, con su percepción saturada por la inflación de estímulos y de anuncios publicitarios? En este encuentro, Suely nos contará ese desarrollo que conduce de la potencia de los movimientos de los años setenta a la captación de las fuerzas creativas sociales y artísticas por parte del mercado, en la que bajo la promesa de un paraíso de felicidad, se esconde la nueva «geopolítica del rufián». Pero también intentaremos explorar si existen caminos para conjurar de nuevo las fuerzas creativas, para abrir la percepción a la novedad y el acontecimiento (en lo que Suely llama nuestro «cuerpo vibratil»), para descubrir en nuestras prácticas el hilo rojo de sus potencias bloqueadas.

Suely Rolnik es psicoanalista y comisaria de arte. Docente también de la Pontificia Universidad de Sao Paulo, coordina allí el Núcleo de Estudios Transdisciplinarios de la Subjetividad. Fue encarcelada por la dictadura militar brasileña, por lo que tuvo que exiliarse a París entre 1970 y 1979. Allí comenzó su relación con los filósofos militantes Gilles Deleuze y Félix Guattari, con el antropólogo Pierre Clastres y con la artista brasileña también exiliada Lygia Clark. Participó con Guattari en la clínica de La Borde y en los movimientos que agitaron la psiquiatría europea de esos años. De un viaje compartido entre Rolnik y Guattari por Brasil a principios de los ochenta -una vasta colección de entrevistas y discusiones con decenas de grupos artísticos, políticos, homosexuales y de la contracultura, muchos de ellos en proceso de incorporación al PT- surgió el libro que acaba de ser editado en España, Francia y Argentina: Micropolítica. Cartografías del deseo (Traficantes de Sueños / Tinta Limón Ediciones), publicado originariamente en Brasil en 1986. Las preocupaciones fundamentales de Rolnik giran en torno de las políticas de subjetivación abordadas desde un punto de vista transdisciplinar, que se concentra en los últimos años en el arte contemporáneo y en sus interfaces con la política y la clínica.

Más información:
www.traficantes.net
http://www.traficantes.net/index.php/trafis/editorial/catalogo/coleccion_mapas/micropolitica_cartografias_del_deseo

Textos que serviran de base para la discusión con Suely Rolnik:

Geopolítica del rufián

Fuertes vientos críticos han agitado el territorio del arte desde comienzos de la década de 1990. Con diferentes estrategias, desde la más panfletaria y distante al arte hasta las más contundentemente estéticas, tal movimiento de los aires del tiempo tiene como uno de sus principales objetivos la política que rige los procesos de subjetivación -especialmente el lugar del otro y el destino de la fuerza de creación-, propia del capitalismo financiero que se instaló en el planeta a partir del final de los años 1970. La confrontación con este campo problemático impone la convocatoria a una mirada transdisciplinaria, ya que están allí imbricadas innumerables capas de realidad, tanto en el plano macropolítico (los hechos y los modos de vida en su exterioridad formal, sociológica), como en el micropolítico (las fuerzas que agitan la realidad, disolviendo sus formas y engendrando otras en un proceso que abarca el deseo y la subjetividad).

En Brasil, curiosamente este debate sólo se esboza a partir del cambio de siglo, en parte de la nueva generación de artistas que comienza a tener expresión pública en ese momento, organizándose frecuentemente en los llamados «colectivos». Más reciente aún es la articulación del movimiento local con la discusión mantenida hace mucho tiempo fuera del país. Hoy, este tipo de temática comienza incluso a incorporarse al escenario institucional brasileño, en la estela de lo que viene ocurriendo hace ya algún tiempo fuera del país, donde este movimiento se ha transformado en una «tendencia» en el circuito oficial. Como veremos, dicha incorporación se refiere al lugar que ocupa el arte en las estrategias del capitalismo financiero.

Ante la emergencia de este tipo de temática en el territorio del arte, se plantean algunas preguntas: ¿Qué hacen allí cuestiones como éstas? ¿Por qué han sido cada vez más recurrentes en las prácticas artísticas? Y en Brasil, ¿Por qué aparecen recién ahora? ¿Cuál es el interés de las instituciones en incorporarlas? Voy a esbozar aquí algunas vías de prospección micropolítica, esperando que las mismas puedan contribuir al enfrentamiento de estas preguntas.

Antes de comenzar con el trazado de esta cartografía, cabe recordar que el surgimiento de una cuestión se produce siempre a partir de problemas que se presentan en un contexto dado, tal como atraviesan nuestros cuerpos, provocando una crisis de nuestras referencias. Es el malestar de la crisis que desencadena el trabajo del pensamiento -proceso de creación que puede expresarse bajo forma conceptual, pero también plástica, musical, cinematográfica, etc., o simplemente existencial. Sea cual sea el canal de expresión, pensamos/ creamos porque algo de nuestras vidas nos fuerza a hacerlo para dar cuenta de aquello que está pidiendo paso en nuestro día a día -nada que ver con la noción de «tendencia», propia de la lógica mediática y su principio mercadológico. De entender desde esta perspectiva para qué sirve pensar, la insistencia en este tipo de temática nos indica que la política de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural está en crisis y que, seguramente, viene operándose una mutación en estos campos. La singularidad del arte como modo de expresión y, por ende, de producción de lenguaje y pensamiento, es la invención de posibles, que adquieren cuerpo y se presentan en vivo en la obra. De allí el poder de contagio y de transformación que la acción artística porta. Mediante esta acción, es el mundo el que está en obra. No es de extrañarse entonces que el arte se indague sobre el presente y participe de los cambios que se operan en la actualidad.

En busca de la vulnerabilidad

Una de las búsquedas que ha movido especialmente las prácticas artísticas es la de la superación de la anestesia de la vulnerabilidad al otro, propia de la política de subjetivación en curso. Es que la vulnerabilidad es condición para que el otro deje de ser simplemente un objeto de proyección de imágenes preestablecidas y pueda convertirse en una presencia viva, con la cual construimos nuestros territorios de existencia y los contornos cambiantes de nuestra subjetividad. Ahora bien, ser vulnerable depende de la activación de una capacidad específica de lo sensible, la cual fue reprimida durante muchos siglos, manteniéndose activa sólo en ciertas tradiciones filosóficas y poéticas, que culminaron en las vanguardias culturales de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuya acción se propagó por el tejido social en el transcurso del siglo XX. La propia neurociencia, en sus investigaciones recientes, comprueba que cada uno de nuestros órganos de los sentidos es portador de una doble capacidad: cortical y subcortical1.

La primera corresponde a la percepción, que nos permite aprehender el mundo en sus formas para luego proyectar sobre ellas las representaciones de las que disponemos, de manera de atribuirles sentido. Esta capacidad, que nos es más familiar, está pues asociada al tiempo, a la historia del sujeto y al lenguaje. Con ella, se yerguen las figuras de sujeto y objeto, claramente delimitadas y manteniendo entre sí una relación de exterioridad. Esta capacidad cortical de lo sensible es la que permite conservar el mapa de representaciones vigentes, de modo tal que podamos movernos en un escenario conocido donde las cosas permanezcan en sus debidos lugares, mínimamente estables.

La segunda capacidad, subcortical, que a causa de su represión histórica nos es menos conocida, nos permite aprehender el mundo en su condición de campo de fuerzas que nos afectan y se hacen presentes en nuestro cuerpo bajo la forma de sensaciones. El ejercicio de esta capacidad está desvinculado de la historia del sujeto y del lenguaje. Con ella, el otro es una presencia viva hecha de una multiplicidad plástica de fuerzas que pulsan en nuestra textura sensible, tornándose así parte de nosotros mismos. Se disuelven aquí las figuras sujeto y objeto, y con ellas aquello que separa el cuerpo del mundo. Desde los años 1980, en un libro que ahora ha sido reeditado2, llamé «cuerpo vibrátil» a esta segunda capacidad de nuestros órganos de los sentidos en su conjunto. Es nuestro cuerpo como un todo el que tiene este poder de vibración en las fuerzas del mundo.

Entre la vibratibilidad del cuerpo y su capacidad de percepción hay una relación paradójica, ya que se trata de modos de aprehensión de la realidad que obedecen a lógicas totalmente distintas e irreductibles. Es la tensión de esta paradoja que moviliza e impulsa la potencia del pensamiento/ creación, en la medida en que las nuevas sensaciones que se incorporan a nuestra textura sensible son intransmisibles por medio de las representaciones de las que disponemos. Por esta razón ellas ponen en crisis nuestras referencias e imponen la urgencia de inventarnos formas de expresión. Así, integramos en nuestro cuerpo los signos que el mundo nos señala, e a través de su expresión, los incorporamos a nuestros territorios existenciales. En esta operación se restablece un mapa de referencias compartido, con nuevos contornos. Movidos por esta paradoja, somos continuamente forzados a pensar/ crear, acorde con lo que ya se ha sugerido. El ejercicio de pensamiento/ creación tiene por tanto un poder de interferencia en la realidad y de participación en la orientación de su destino, constituyendo así un instrumento esencial de transformación del paisaje subjetivo y objetivo.

El peso de cada uno de estos dos modos de conocimiento sensible del mundo así como la relación entre ellos es variable. Es decir, varía el lugar del otro y la política de relación que con él se establece. Ésta define a su vez un modo de subjetivación. Se sabe que las políticas de subjetivación cambian con las transformaciones históricas, ya que cada régimen depende de una forma específica de subjetividad para su viabilización en el cotidiano de todos y de cada uno. Es en este terreno que un régimen gana consistencia existencial y se concreta. De ahí que podemos hablar de «políticas» de subjetivación. Sin embargo, en el caso específico del neoliberalismo, la estrategia de subjetivación, de relación con el otro y de creación cultural adquiere una importancia esencial, pues cobra un papel central en el propio principio que rige el capitalismo en su versión contemporánea. Sucede que es fundamentalmente de las fuerzas subjetivas, especialmente las de conocimiento y creación, que este régimen se alimenta, a punto tal de haber sido calificado más recientemente como «capitalismo cognitivo» o «cultural».3 Considerando lo señalado, puedo ahora proponer una cartografía de las cambios que han llevado al arte a plantear este tipo de problema. Tomaré como punto de partida los años 1960/ 1970.

Nace una subjetividad flexible

Hasta principios de los años 1960 estábamos bajo un régimen fordista y disciplinario que alcanzaría su ápice en el american way of life triunfante en la postguerra, donde reinaba en la subjetividad la política identitaria y su rechazo al cuerpo vibrátil, dos aspectos inseparables, porque sólo en la medida en que anestesiamos nuestra vulnerabilidad podemos mantener una imagen estable de nosotros mismos y del otro, o sea una identidad. De lo contrario, somos constantemente llevados a rediseñar los contornos de nosotros mismos y de nuestros territorios de existencia. Hasta dicho período, la imaginación creadora operaba principalmente escabulléndose por los márgenes. Este tiempo terminó en los años 1960/ 1970 como resultado de los movimientos culturales que problematizaron el régimen en curso y reivindicaron «la imaginación al poder». Tales movimientos pusieron en crisis el modo de subjetivación entonces dominante, arrastrando junto a su desmoronamiento toda la estructura de la familia victoriana en su apogeo hollywoodense, soporte del régimen que en aquel momento comenzaba a perder hegemonía. Se crea una «subjetividad flexible»4, acompañada de una radical experimentación de modos de existencia y de creación cultural, para hacer implosión en el corazón del deseo, del modo de vida «burgués», su política identitaria, su cultura y, por supuesto, su política de relación con la alteridad. En esta contracultura, se crean formas de expresión para aquello que indica el cuerpo vibrátil afectado por la alteridad del mundo, dando cuenta de los problemas de su tiempo. Las formas así creadas tienden a transmitir la incorporación por la subjetividad de las fuerzas que agitan su entorno. El advenimiento de tales formas es indisociable de un devenir-otro de sí mismo. Es más, ellas son el fruto de una vida pública, en un sentido fuerte: la construcción colectiva de la realidad, que se hace permanentemente a partir de las tensiones que desestabilizan las cartografías en uso.

Hoy en día estas transformaciones se han consolidado. El escenario de nuestros tiempos es otro: no estamos más bajo ese régimen identitario, la política de subjetivación ya no es la misma. Disponemos todos de una subjetividad flexible y procesual tal como fue instaurada por aquellos movimientos -y nuestra fuerza de creación en su libertad experimental no sólo es bien percibida y acogida, sino que incluso es insuflada, celebrada y frecuentemente glamourizada. Así y todo, hay un «pero» en esto que no es precisamente irrelevante y que no podemos soslayar: en la actualidad, el principal destino de esta flexibilidad subjetiva y de la libertad de creación que la acompaña no es la invención de formas de expresividad para las sensaciones, indicadoras de los efectos de la existencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil. No es en absoluto ésta la política de creación de territorios -e, implícitamente, de relación con el otro- que predomina en nuestra contemporaneidad: lo que nos guía en esta empresa, en nuestra flexibilidad postfordista, es la identificación casi hipnótica con las imágenes del mundo difundidas por la publicidad y por la cultura de masas. No obstante, independientemente de su estilo o público-objetivo, tales imágenes son invariablemente portadoras del mensaje de que existirían paraísos, que ahora ellos están en este mundo y no en un más allá y, sobre todo, que algunos tendrían el privilegio de habitarlos. Y más aún, se transmite la idea de que podemos ser uno de estos VIP’s, basta para ello con que invirtamos toda nuestra energía vital -de deseo, de afecto, de conocimiento, de intelecto, de erotismo, de imaginación, de acción, etc.- para actualizar en nuestras existencias estos mundos virtuales de signos, a través del consumo de objetos y servicios que los mismos nos proponen. Un nuevo arrebato para la idea de paraíso de las religiones judío-cristianas, la cual presupone un rechazo a la vulnerabilidad al otro y de las turbulencias que ésta trae y, más aún, un menosprecio por la fragilidad que ahí necesariamente acontece. En otras palabras, la idea occidental de paraíso prometido corresponde a un rechazo de la vida en su naturaleza inmanente de impulso de creación continua. En su versión terrestre, el capital sustituyó a Dios en la función de garante de la promesa, y la virtud que nos hace merecerlo pasó a ser el consumo: éste constituye el mito fundamental del capitalismo avanzado. Ante esto, es de mínima equivocado considerar que carecemos de mitos en la contemporaneidad: es precisamente a través de nuestra creencia en el mito religioso del neoliberalismo, que los mundos-imagen que este régimen produce, se vuelven realidad concreta en nuestras propias existencias.

La subjetividad flexible se entrega al rufián

En otras palabras, el «capitalismo cognitivo» o «cultural», inventado precisamente como salida a la crisis provocada por los movimientos de los años 1960/ 1970, incorporó los modos de existencia que estos inventaron y se apropió de las fuerzas subjetivas, en especial de la potencia de creación que en ese entonces se emancipaba en la vida social, poniéndola de facto en el poder. Sin embargo, ahora sabemos que se trata de una operación micropolítica que consiste en hacer de esta potencia el principal combustible de su insaciable hipermáquina de producción y acumulación de capital, a punto tal de poder hablar de una nueva clase de trabajadores que algunos autores llaman de «cognitariado»5. Es esta fuerza, así rufianizada, la que a una velocidad exponencial viene transformando el planeta en un gigantesco mercado y a sus habitantes en zombis hiperactivos incluidos o trapos humanos excluidos -dos polos entre los cuales se perfilan los destinos que les son asignados, frutos interdependientes de una misma lógica. Ese es el mundo que la imaginación crea en nuestra contemporaneidad. Es de esperar que la política de subjetivación y de relación con el otro que predomina en este escenario sea de las más empobrecidas.

Actualmente, pasadas ya casi tres décadas, nos es posible percibir esta lógica del capitalismo cognitivo operando en la subjetividad. Sin embargo, al final de los años 1970, cuando tuvo inicio su implantación, a la experimentación que venía haciéndose colectivamente en las décadas anteriores, a fin de emanciparse del patrón de subjetividad fordista y disciplinario, difícilmente podía distinguírsela de su incorporación por el nuevo régimen. La consecuencia de esta dificultad es que muchos de los protagonistas de los movimientos de las décadas anteriores cayeron en la trampa. Deslumbrados con la entronización de su fuerza de creación y de su actitud transgresora y experimental -hasta entonces estigmatizadas y confinadas a la marginalidad-, y fascinados con el prestigio de su imagen en los medios de comunicación y con los abultados salarios recién conquistados, se entregaron voluntariamente a su rufianización. Muchos de ellos se tornaron los mismos creadores y concretadores del mundo fabricado para y por el capitalismo en éste, su nuevo ropaje.

Esta confusión es sin duda producto de la política de deseo propia de la rufianización de las fuerzas subjetivas y de creación. Un tipo de relación de poder que se da básicamente por medio del hechizo de la seducción. El seductor convoca en el seducido una idealización que lo aturde: éste último pasa a identificarse entonces con el agresor y a someterse a él, impulsado por su propio deseo, con la esperanza de ser digno de pertenecer a su mundo. Sólo recientemente esta situación se ha tornado consciente, lo que tiende a llevar a la ruptura del hechizo. Esto trasparece en las diferentes estrategias de resistencia individual y colectiva que se acumulan en los últimos años, por iniciativa sobre todo de una nueva generación que no se identifica en absoluto con el modelo de existencia propuesto y se da cuenta de su maniobra. Evidentemente, las prácticas artísticas -por su misma naturaleza de expresión de las problemáticas del presente tal como atraviesan el cuerpo-, no podrían permanecer indiferentes a este movimiento. Al contrario, es exactamente por esta razón que estas cuestiones emergen en el arte desde el inicio de los años 1990, tal como fuera mencionado al principio. Con diferentes procedimientos, tales estrategias vienen realizando un éxodo del campo minado que se ubica entre las figuras opuestas y complementarias de subjetividad-lujo y subjetividad-basura, campo donde se confinan los destinos humanos en el planeta del capitalismo globalizado.

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Una herida rentable

Pero la dificultad para resistir a la seducción de la serpiente en su versión contemporánea, propia del paraíso neoliberal, se agravaba más aún en países de Latinoamérica y Europa Oriental que, al igual que en Brasil, se encontraban bajo regímenes totalitarios al momento de la instauración del capitalismo financiero. No olvidemos que la apertura democrática de estos países, que se dio a lo largo de los años 1980, se debe en parte a la llegada del régimen postfordista para cuya flexibilidad, la rigidez de los sistemas totalitarios constituía un estorbo.

Es que si abordamos los regímenes totalitarios no en su cara visible macropolítica sino en su cara invisible, micropolítica, corroboraremos que lo que caracteriza tales regímenes es la rigidez patológica del principio identitario. Esto vale tanto para totalitarismos de derecha como de izquierda, pues desde el punto de vista de las políticas de subjetivación tales regímenes no difieren. A fin de mantenerse en el poder, no se contentan en ignorar las expresiones del cuerpo vibrátil, es decir, las formas culturales y existenciales engendradas en una relación viva con el otro y que desestabilizan continuamente las cartografías vigentes. Incluso porque su propio origen constituye precisamente una reacción violenta a la desestabilización, cuando esta sobrepasa un umbral de tolerabilidad para las subjetividades más servilmente adaptadas al status quo; para éstas, tal umbral no convoca la urgencia de crear, sino por el contrario la de preservar el orden establecido a cualquier precio. Destructivamente conservador, el régimen totalitario va más lejos que la mera desconsideración de las expresiones del cuerpo vibrátil: se empeña obstinadamente en descalificarlas y humillarlas hasta que la fuerza de creación, de la cual tales expresiones son producto, esté a tal punto signada por el trauma de este terrorismo vital que ella misma termine por bloquearse, reducida al silencio. Un siglo y medio de psicoanálisis nos habrá mostrado que el tiempo de afrontar y elaborar un trauma de este porte puede extenderse por treinta años6.

No es difícil imaginar que el encuentro de estos dos regímenes vuelve el escenario aún más vulnerable a los abusos de la rufianización: en su penetración en contextos totalitarios, el capitalismo cultural sacó ventaja del pasado experimental, especialmente audaz y singular en estos países, pero también y sobre todo de las heridas de las fuerzas de creación resultantes de los golpes que habían sufrido. El nuevo régimen se presenta no sólo como el sistema que acoge e institucionaliza el principio de producción de subjetividad y de cultura de los movimientos de los años 1960 y 1970, como fue el caso de EE.UU. y de los países de Europa Occidental. En los países bajo dictadura, éste gana un plus de poder de seducción: su aparente condición de salvador que viene a liberar la energía de creación de su yugo, a curarla de su estado debilitado, permitiéndole reactivarse y volver a manifestarse. Si bien el poder vía seducción, propio del gobierno mundial del capital financiero es más light y sutil que la pesada mano de los gobiernos locales comandados por Estados militares que los precedieron, no por eso son menos destructivos sus efectos, sin embargo con estrategias y finalidades enteramente distintas. Es de esperarse, por lo tanto, que la sumatoria de ambos ocurrida en estos países haya agravado considerablemente el estado de alienación patológica de la subjetividad, especialmente en la política que rige la relación con el otro y el destino de su fuerza de creación.

El know how antropofágico

Si enfocamos la lente micropolítica en Brasil, encontraremos una situación más específica aún. Es que hay un rasgo singular de la contracultura tal como se dio en este país que habla de un revival de la Antropofagia en los años 1960/ 1970, que aparece en movimientos culturales como el Tropicalismo, tomado en su sentido más amplio7. Lo que hace reactivar esta herencia es, sin duda, el hecho de que la convocación de las marcas de esta tradición inscritas en nuestro cuerpo trae el respaldo necesario para sostener la creación de una subjetividad flexible y la conquista de una libertad de experimentación que se constituían en aquel momento. Se redescubre en la Antropofagia, como ya lo había propuesto el propio Oswald de Andrade, un «programa de reeducación de la sensibilidad» que puede funcionar como una «terapéutica social para el mundo moderno»8.

De hecho, como todas las vanguardias culturales de aquellos años, el espíritu visionario de los modernistas brasileños apuntó críticamente, ya en los años 1920, los límites de las políticas de subjetivación, de relación con el otro y de producción de cultura propia del régimen disciplinario. También como las demás vanguardias, uno de los principales objetivos de su crítica fue la política identitaria impulsada por ese régimen. Pero en Europa las vanguardias tuvieron que inventar, de cero, nuevas formas de vivir y de crear y, en algunos casos, lo hicieron inspirándose en la figura de su supuesto «otro», el colonizado -objeto de la proyección del imaginario utópico de los colonizadores, que tendía a ser el reverso idealizado de sí mismos. En Brasil, sin embargo, esta otra política de subjetivación no tenía que ser inventada: estaba inscrita en nuestra memoria, desde los inicios de la fundación del país. Me refiero a la inexistencia de una identificación absoluta y estable con cualquier repertorio o de obediencia ciega a las reglas establecidas, la apertura para incorporar nuevos universos, la libertad de hibridación, la flexibilidad de experimentación y de improvisación para crear territorios y sus respectivas cartografías -y todo eso llevado con gracia y alegría. El servicio que el movimiento modernista brasileño prestó a la cultura del país fue el de circunscribir y valorar esta política, dándole el nombre de antropofagia. Esto hizo posible la toma de consciencia de esta singularidad cultural que puede afirmarse, a contrapelo de la idealización de la cultura europea, herencia colonial que marcaba la inteligentzia del país. Cabe acotar que esta identificación sumisa es aún hoy en día la marca de buena parte de la producción intelectual brasileña, que en algunos sectores solamente sustituyó su objeto de idealización por la cultura estadounidense, lo que se registra especialmente en el caso del arte.

En los años 1960/ 1970 las transformaciones inventadas en el arte desde comienzos de siglo dejaron de restringirse a las vanguardias culturales; pasadas algunas décadas, éstas habían contaminado el tejido social y vendrían expresarse más contundentemente en la generación nacida después de la segunda guerra mundial. Para esta generación, la sociedad disciplinaria que alcanzó su auge en aquel momento se tornó absolutamente intolerable, lo que la hizo lanzarse en un proceso de ruptura con este patrón en su propia existencia cotidiana. La subjetividad flexible se tornó así el nuevo modelo. En Brasil, en este mismo período, el ideario antropofágico se reactivó, lo que daba a este movimiento en el país una libertad de experimentación especialmente radical.

Zombis antropofágicos

La existencia de esta tradición antropofágica generó en Brasil una situación peculiar también en el proceso de instalación del neoliberalismo y de la clonación que realizó de los movimientos de las décadas anteriores: el know how antropofágico daba a los brasileños un juego de cintura especial para adaptarse a los nuevos tiempos. Quedamos extasiados por ser tan contemporáneos, tan a gusto en la escena internacional de las nuevas subjetividades postidentitarias, de tan bien equipados que somos para vivir esta flexibilidad postfordista (lo que nos torna por ejemplo campeones internacionales de publicidad y nos posiciona entre los grandes en el ranking mundial de las estrategias mediáticas9). Sin embargo, ésta es tan sólo la forma que tomó la voluptuosa y alienada entrega a este régimen en su aclimatación en tierras brasileñas, haciendo de sus habitantes, principalmente los urbanos, verdaderos zombis antropofágicos. ¿Características previsibles en un país con pasado colonial? Sea cual sea la respuesta, una señal evidente de esta identificación patéticamente acrítica para con el capitalismo financiero de parte de la propia elite cultural brasileña, es el hecho de que el liderazgo del grupo que reestructuró el Estado brasileño enyesado por el régimen militar, haciendo del proceso de redemocratización su alineamiento al neoliberalismo, se compone, en gran parte, de intelectuales de izquierda, que vivieron muchos de ellos en el exilio durante el período de la dictadura.

Es que la Antropofagia en sí misma es sólo una forma de subjetivación, de hecho distinta de la política identitaria. No obstante, esto no garantiza nada, pues esta forma puede investirse según diferentes éticas, de las más críticas a las más execrablemente reaccionarias, lo que ya Oswald de Andrade apuntaba, designando a estas últimas «baja antropofagia».10 Lo que distingue tales éticas es el mismo «pero» que señalé anteriormente al referirme a la diferencia existente entre la subjetividad flexible inventada en los años 1960/ 1970 y su clon fabricado por el capitalismo postfordista. Esta diferencia está en la estrategia de creación de territorios e, implícitamente, en la política de relación con el otro: para que este proceso se oriente por una ética de afirmación de la vida es necesario construir territorios con base en las urgencias indicadas por las sensaciones -es decir, las señales de la presencia del otro en nuestro cuerpo vibrátil. Es en torno a la expresión de estas señales y de su reverberación en las subjetividades que respiran el mismo aire del tiempo que van abriéndose posibles en la existencia individual y colectiva.

Ahora bien, no es de ninguna manera ésta la política de creación de territorios que ha predominado en Brasil: el neoliberalismo movilizó lo que esta tradición tiene de peor, la más baja antropofagia. La «plasticidad» de la frontera entre lo público y lo privado y la «libertad» de apropiación privada de los bienes públicos tomada en broma es una de sus peores facetas, impregnada de la herencia colonial -es precisamente por esta faceta de la antropofagia que Oswald de Andrade había llamado la atención para designar su lado reactivo. Este linaje intoxica a punto tal a la sociedad brasileña, especialmente a su clase política, que sería ingenuo imaginarse que pueda desaparecer como por arte de magia.

Son cinco siglos de experiencia antropofágica y casi uno de reflexión sobre la misma, a partir del momento en que, al circunscribirla críticamente, los modernistas la tornaron consciente. Ante esto, nuestro know how antropofágico puede ser útil hoy en día, no para garantizar nuestro ingreso en los paraísos imaginarios del capital, sino para ayudarnos a problematizar esta desgraciada confusión entre las dos políticas de subjetividad flexible, separando la paja del trigo, que se distinguen básicamente por el lugar o no lugar que ocupa el otro. Este conocimiento nos permite participar de modo fecundo en el debate que se traba internacionalmente en torno a la problematización del régimen que hoy se tornó hegemónico e, indisociablemente, de la invención de estrategias de éxodo del campo imaginario que tiene origen en su mito nefasto.11 El arte tiene una vocación privilegiada para realizar semejante tarea en la medida en que desgarra la cartografía del presente al liberar la vida en sus puntos de interrupción devolviéndole la fuerza de germinación -una tarea totalmente distinta e irreductible a aquellas de denuncia o de concientización, que son del dominio de la macropolítica.

Pero, para eso, tenemos que tratar la enfermedad que resultó de la desafortunada confluencia en Brasil de tres factores históricos que incidieron negativamente en nuestra imaginación creadora: la traumática violación por parte de la dictadura, la explotación rufianesca por parte del neoliberalismo y la activación de una baja antropofagia. Esta confluencia tornó sin duda más exacerbados el envilecimiento de la capacidad crítica y la identificación servil con el nuevo régimen.

Aquí podemos volver a nuestra indagación inicial acerca de la situación peculiar de Brasil en el campo geopolítico del debate internacional que viene trabándose, hace casi dos décadas, en el territorio del arte, en torno del destino de la subjetividad, su relación con el otro y su potencia de invención bajo el régimen de capitalismo cultural. La triste confluencia de los tres factores históricos puede ser una de las razones por las cuales este debate es tan reciente en el país. Por supuesto que hay excepciones entre nosotros, como es el caso de Lygia Clark, quien un año después de mayo de 1968 preanuncia ya esta situación. He aquí como ella la describe a la época: «En el mismo momento en que digiere el objeto, el artista es digerido por la sociedad que ya encontró para él un título y una ocupación burocrática: él será el ingeniero de los pasatiempos del futuro, actividad que en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales. La única manera en que el artista puede escapar de la recuperación12 es buscando desencadenar la creatividad general, sin ningún límite psicológico o social. Su creatividad se expresará en lo vivido.» 13

¿Qué puede el arte?

Es desde dentro de este nuevo escenario que emergen las preguntas que se plantean para todos aquellos que piensan/ crean -especialmente, los artistas- en el afán de delinear una cartografía de lo contemporáneo, de modo tal de identificar sus puntos de tensión y hacer irrumpir allí la fuerza de creación de otros mundos.

Un primer bloque de preguntas sería relativo a la cartografía de la explotación rufianesca. ¿Cómo se opera en nuestra vitalidad el torniquete que nos lleva a tolerar lo intolerable, y hasta a desearlo? ¿Por medio de qué procesos nuestra vulnerabilidad al otro se anestesia? ¿Qué mecanismos de nuestra subjetividad nos llevan a ofrecer nuestra fuerza de creación para la realización del mercado? ¿Y nuestro deseo, nuestros afectos, nuestro erotismo, nuestro tiempo, cómo son capturados por la fe en la promesa de paraíso de la religión capitalista? ¿Qué prácticas artísticas han caído en esta trampa? ¿Qué es lo que nos permite identificarlas? ¿Qué hace que ellas sean tan numerosas?

Otro bloque de preguntas, en verdad inseparable del primero, sería relativo a la cartografía de los movimientos de éxodo. ¿Cómo liberar la vida de sus nuevos impasses? ¿Qué puede nuestra fuerza de creación para enfrentar este desafío? ¿Qué dispositivos artísticos estarían logrando hacerlo? ¿Cuáles de éstos estarían tratando al propio territorio del arte, cada vez más codiciado (y socavado) por la rufianización que encuentra allí una fuente inagotable para extorsionar plusvalía de poder? En suma, ¿cómo reactivar en los días actuales la potencia política inherente a la acción artística, su poder de instauración de posibles?

Respuestas a éstas y otras tantas preguntas están construyéndose mediante diferentes prácticas artísticas junto con los territorios de todo tipo que se reinventan cada día. Por lo que todo indica, el paisaje geopolítico de la rufianización globalizada ya no es exactamente el mismo. Corrientes moleculares vienen moviendo las tierras. En este momento ellas estarían atravesando los subterráneos de América Latina.

Suely Rolnik

Mayo 2006

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Una terapéutica para tiempos desprovistos de poesía

Convulsión

La artista brasileña Lygia Clark empezó su trayectoria artística en 1947, a los 27 años. Durante los primeros 16 años de su investigación, se dedicó a la pintura y la escultura. En 1963, a partir de un estudio en papel para una de sus esculturas, crea Caminando. La propuesta consiste en ofrecer al espectador una tira de un papel cualquiera, tijera y cola. Los objetos vienen acompañados de instrucciones de uso: hay que pegar los extremos de la tira, unir el revés de uno con el derecho del otro, formando una sola superficie, bidimensional, como una banda de Moebius; luego, escoger un punto cualquiera de la tira para empezar un corte en sentido longitudinal, evitando únicamente incidir en el punto inicial del corte cada vez que se completa una vuelta en la superficie. El corte va generando formas espiraladas y entrelazadas, mientras que hace que la tira quede cada vez más angosta, hasta que la tijera ya no pueda evitar el punto inicial. En ese momento la obra está terminada.

El espectador siente un tipo de percepción del espacio enteramente extraña a lo que está habituado: es imposible distinguir anverso y reverso, arriba y abajo, adentro y afuera, antes y después. Mediante su gesto, el espacio se revela en su temporalidad. Se disuelve la condición de «espectador» ante un objeto, supuestamente neutro, ubicado en su exterioridad: aquél que se dispone a hacer el Caminando se vuelve ahora activo y participa en la obra como un elemento esencial. Se convierte a la vez en su co-creador, en la medida en que en su experiencia le da continuidad al pensamiento propuesto por la artista. Es en esa experiencia que la obra se realiza: ésta se convierte en un acontecimiento en la subjetividad del receptor, adquiere una densidad viva y deviene otra cada vez. En las palabras de Lygia, «cada Caminando es una realidad inmanente que se revela en su totalidad durante el tiempo de expresión del espectador».

Sencillo y poderoso, Caminando extrapola el territorio del arte tal como estan establecidas las fronteras que lo delimitan en la época y convulsiona los lugares que ocupan allí habitualmente el objeto, el artista y el espectador. Si por un lado esta convulsión está en sintonía con la atmósfera experimental que marca el movimiento artístico en la misma década por todas partes, por otro ella introduce una vía de investigación singular y anuncia un territorio enteramente inédito a la espera de ser poblado. Una grave crisis se instala con esta visión: no habrá ya retorno. Se opera una inflexión en el rumbo del trabajo de Lygia de tal radicalidad que ella es llevada a poner en riesgo la sorprendente recepción de su pintura y su escultura en Brasil y el comienzo de su consolidación en el circuito internacional para entregarse a la nueva vía de investigación. Lygia pasará los 26 años posteriores, hasta su muerte en 1988, consagrada a dotar de cuerpo a este vasto territorio que era entonces tan sólo una virtualidad. Esto se construirá a través de una rica y variada serie de propuestas agrupadas alrededor de diferentes focos de investigación en una secuencia de cinco fases.

En 1976, cuando Lygia vuelve de Paris y se instala en Río de Janeiro, empieza la última fase de sus propuestas, la «Estructuración del Self», a la que la artista se dedica prácticamente hasta el final de su vida. Este trabajo, al que ella propone como una terapia, transcurre con una persona por vez1, en sesiones de una hora, con una periodicidad de una a tres veces por semana, durante meses e incluso años. A tal fin, Lygia incorpora objetos de las fases anteriores y crea nuevos en función de los procesos, dándoles a todos el nombre de Objetos Relacionales. Estos eran los instrumentos concebidos por Lygia para tocar el cuerpo de sus «clientes», como ella misma califica a aquéllos que se entregaban a vivir la experiencia. Desnudos,2 se acostaban sobre uno de esos objetos, el Gran Colchón3, un extraño diván de plástico transparente rellenado de bolitas de telgopor [poliexpan]. Con esta última propuesta, el territorio que Lygia había venido creando a partir de 1963 empieza a poblarse: se convierte en una realidad tangible y se impone como tal.

Partiré aquí de esta propuesta de Lygia, para extraer de ella la cuestión que atraviesa toda su obra y el principio de su poética pensante.

Memoria del Cuerpo

Los invito ahora a ver dos fragmentos de Memoria del Cuerpo, documental acerca de la Estructuración del Self, realizado en 1982. Veremos allí a la propia Lygia presentando sus Objetos Relacionales para luego mostrarnos una sesión abreviada de Estructuración del Self [contar de Paulo Sérgio]

[Proyección de 20′]

Los documentos que tenemos sobre esta propuesta son esta película, algunas fotos y especialmente las anotaciones de Lygia referentes a las sesiones. Escuchemos ahora algunos comentarios de fragmentos de sesiones extraídos de los apuntes de la artista.

    «Las Almohadillas leves4 en los oídos le recordaban una música y entonces se puso a cantar. Las frotaba contra sus oídos y cantaba. (…) La letra era sobre el viento. Fue un momento hermoso».5

    «Comencé haciendo la experiencia del plástico como vientre exterior conectado por el Respire Conmigo6; lo presionaba al ritmo de su respiración. (…) Quedó extasiado con aquel objeto que pulsaba al ritmo de su respiración».7

    «Tomó las Almohadillas leves, las presionó con las manos y pasándoselas por el cuerpo tuvo una sensación de euforia como si las bolitas fueran células vivas pululando por todo su cuerpo (…) le hacían masajes por dentro».8

    «Había tenido una sensación indescriptible -era como si su sangre pulsase con tamaña fuerza que hacía vibrar el diván donde su cuerpo se encontraba acostado; la mano y las demás partes del cuerpo recibían el reflujo de las pulsaciones del diván y de la almohadilla. Se refirió al flujo y al reflujo del mar».9

    «Dice que sus células quedaron más vivas (…) radares que se abrían para oír su cuerpo. Descubrió maravillada que podía escuchar con el cuerpo, no solamente con los oídos. Al salir, me miró fijo y me dijo: es como si yo percibiera su imagen más íntegramente».10

    «Sintió su vientre como la tierra y de su cuerpo salían raíces: era el paisaje del mundo». 11

    «Tuvo la sensación de que formaba parte de un todo armonioso y que al mismo tempo sentía su individualidad. Le parecía que podría tener una comunicación sin barreras con cualquier persona».12

    «Al ponerle las Almohadillas pesadas13 en la cabeza dijo que se sentía medio enterrado en la arena. (…) Era bueno. Después le hice masajes en el vientre y tuvo la sensación de que le excavaba aquella zona como quien excava en la arena. (…) Los sacos de arena en su cuerpo se integraban a él; había perdido los límites».14

    «T. siente de repente un ‘blanco’, una nube baja sobre su cuerpo y se

    funde armoniosamente con él. Empieza a sentir toda su corporeidad: el peso y la sensación de un cuerpo entero».15

¿Qué cuerpo está en juego en esos relatos? O para ser más precisos, ¿qué potencia del cuerpo expresan? Lo que allí se revela es la densidad invisible de una intensa circulación de flujos que se da entre los cuerpos y las cosas. En este ir y venir, los elementos constitutivos de uno se incorporan a la sustancia del otro en una especie de dinámica osmótica mediante la cual se engendran devenires de cada uno. El cuerpo que encontramos aqui se abre ante las fuerzas de la vida que agitan la materia del mundo y las absorbe como sensaciones con el fin de que éstas, de su parte, nutran y rediseñen su tesitura propia. Por ejemplo, en su encuentro con el cuerpo, las bolitas de telgopor [poliexpan] que rellenan una pequeña almohadilla de tela, reverberan la pulsación vital del cuerpo que es tocada por la misma, y las bolitas, a su vez, emiten flujos y se vuelven células vivas que se agitan por todo el cuerpo. En este caso, saber del mundo es ponerse a escuchar esta reverberación de sus silenciosas fuerzas, impregnarse de éstas, mezclarse con éstas y en esta fusión reinventar el mundo y a sí mismo, volverse otro. Este abordaje del mundo implica un plan de inmanencia donde el cuerpo y el paisaje se forman y se reforman al calor del movimiento de una conversación sin fin.

Esta potencia específica del cuerpo en su relación con la alteridad que se entrevé aquí encuentra eco en recientes estudios científicos. Hubert Godard -quien participa de grupos de investigación de punta en este campo y al mismo tiempo ejerce prácticas corporales que van de la danza contemporánea a diversas técnicas de cura-, nos aporta algunas pistas interesantes. Lo entrevisté en el marco de un trabajo de investigación que he venido desarrollando desde 2002 y que se titula «Lygia Clark, del objeto al acontecimiento. Proyecto de activación de la memoria de 26 años de investigaciones corporales». Es un work in progress que tiene por objetivo crear las condiciones de transmisión de las prácticas experimentales realizadas por la artista, por medio de la construcción fílmica de una memoria múltiple y contradictoria de la experiencia vivida por sus participantes y por figuras del medio cultural brasileño y francés, donde estas prácticas tuvieron su origen. {Hasta el presente se han filmado 56 entrevistas, 24 en Francia y 32 en Brasil.

Según relata Godard en esta entrevista, estudios científicos recientes en el campo sensorial comprobaron una doble capacidad de la mirada y situaron su origen en dos tipos de analizadores de la corteza cerebral. Un analizador cortical que engendra la mirada retiniana, relacionada con el tiempo, con el lenguaje y con la historia del sujeto, que objetifica lo que ve y lo interpreta a la luz de sus representaciones, proyectandole un sentido que lo define. Y otro analizador subcortical más geográfico o espacial, que no es interpretado ni provisto de sentido. En esta mirada no existe sujeto u objeto, sino una fusión en el contexto: es como si el mundo penetrase en el cuerpo a través del ojo que lo ve. Según este investigador de teorías y prácticas corporales, esos mismos estudios le asignaron a esta potencia del ojo el nombre de «mirada ciega», pues se la descubrió en el marco de una experiencia con portadores de ceguera total. Al preguntárseles si veían objetos en el recinto donde se encontraban, sus respuestas eran siempre negativas. Con todo, cuando se les pidió que se movieran allí mismo, los ciegos esquivaban sistemáticamente cada objeto allí presente. Godard añade que este doble funcionamiento se verificaría en cada uno de los órganos de los sentidos. Y por eso se guardara el adjetivo «ciego» para esta capacidad de todos ellos: «toque ciego», «escucha ciega», etc.16

Sobre esta base, podemos decir que todo el cuerpo en su relación con el mundo tiene esta capacidad «ciega» de recibir las fuerzas de su alteridad, de ser afectado por éstas y de integrarlas a su textura como sensaciones. Para esta capacidad de los órganos de los sentidos como un todo creé en los años 1980 la noción de «cuerpo vibrátil».17 Y a la potencia ciega propia de este cuerpo, le llamaré acá microsensorialidad, infrasensorialidad o aun micropercepción.18

En los relatos de sesiones que escuchamos, estamos lejos del modo de percepción que se restringe a las formas; con esto tenemos familiaridad: son las macropercepciones que objetifican las cosas y las separan del cuerpo. Lygia Clark no deja dudas en cuanto a que no es esta potencia de lo sensible que le interesa explorar. Una de las indicaciones de ello es su insistencia en sostener que en la Estructuración del Self no le gusta trabajar con neuróticos y que prefiere a los borderlines y a los psicóticos. En una de las innumerables veces en que la artista aborda este tema, escribe: «el neurótico es muy defensivo y tarda mucho más. Por lo demás -prosigue-, estoy convencida de que el neurótico es el enfermo y el borderline es el sano que crea la cultura».19

¿Qué relación estaría vislumbrando Lygia entre salud y creación cultural? ¿Sería ésta la salud que la artista buscaba con su Estructuración del Self? Y a propósito, ¿qué idea de creación se puede extraer de esas consideraciones?

Habitar la paradoja

Las fuerzas que animan la realidad, al ser absorbidas en el cuerpo como sensaciones, acaban por presionarlo para que las incorpore y las exteriorice. La creación es ese impulso que responde a la necesidad de inventar una forma de expresión para lo que el cuerpo escucha de la materia del mundo en cuanto campo de fuerzas. Las formas así creadas -ya sean verbales, gestuales, plásticas, musicales o cualquier otras- son pues secreciones del cuerpo vibrátil. Más precisamente, son secreciones de sus micropercepciones. Interfieren en el entorno en la medida en que hacen surgir posibles hasta entonces insospechables. Es en esas circunstancias, que tales formas se hacen «acontecimientos», n el sentido que Gilles Deleuze y Félix Guattari otorgan a este concepto. 20 No cabe acá presentar este concepto en toda su complejidad, sino sólo destacar que se refiere al paso del diagrama de sensaciones al mapa de representaciones. Por lo tanto, un acontecimiento es un cambio de paisaje, creación cultural. Para Lygia Clark, la verdadera salud correspondería a la vitalidad de este proceso.

Sin embargo, hacer este paso entre las dos capacidades de lo sensible no es tan obvio pues existe entre ellos una disparidad implacable: el conectarse con el mundo en tanto diagrama de fuerzas la sensibilidad ciega) o en tanto cartografía de formas (la sensibilidad objetivante). Es la tensión de esta paradoja entre micro y macrosensorialidad lo que da impulso a la potencia creadora. No obstante, para que esta se atice, es necesario habitar la paradoja, o sea activar simultáneamente ambas capacidades de lo sensible.

Con estos parámetros, volvamos a los borderlines y a los neuróticos, para definirlos en función de sua relación con esta doble capacidad de lo sensible. Los borderlines, tal como su nombre lo indica, habitan en los bordes de la cartografía de sentido en curso, en sus líneas de fuga, fronterizas entre micro y macropercepción. Esto hace que nunca estén entera y establemente identificados con alguna referencia, sea cual sea. Siempre entran en escena nuevas identificaciones, en relación a las cuales las antiguas se articulan y se transforman o simplemente se disuelven. Más aun, es en esta medida que ellos tendrán más oportunidades que los neuróticos de beneficiarse con el tratamiento de lo poético ofrecido por Lygia Clark.

Los neuróticos, en cambio, tienden a sintonizar sólo el canal macrosensorial, a punto tal de que es posible hablar de «neurosis de percepción», inspirados en otra idea de Hubert Godard en la misma entrevista. Este investigador de teorías y prácticas corporales evoca la idea de una «neurosis de la mirada», que se refiere a la reducción de la capacidad de la mirada a lo que él designa como «percepción objetiva», en detrimento de la «percepción subjetiva» o «mirada ciega». Extendiendo este síntoma a los demás órganos de los sentidos es que propongo la noción de «neurosis de percepción». En la línea paradójica que separa el canal macrosensorial de aquel otro, microsensorial, los neuróticos construyen una verdadera barrera defensiva que los protege de las vivencias de su cuerpo vibrátil, por ser desestabilizadoras de las representaciones a partir de las cuales ellos atribuyen sentido a sus macropercepciones. Por eso es más difícil y lento el acceso a esta potencia de su cuerpo.

Lygia no es la única que entiende la salud como vitalidad de la capacidad de crear. Entre los psicoanalistas, por ejemplo, tiene de su lado a figuras como Winnicott, al cual, además, ella apreciaba particularmente. Para este psicoanalista inglés, un desarrollo humano favorable tiene que ver justamente con esta capacidad de relacionarse con el mundo de manera creadora: es esto lo que daría sentido a la existencia, anclando el sentimiento de que la vida vale la pena ser vivida.21 Una especie de «salud poética», que nada tiene que ver con una salud psíquica estable y bien adaptada. Para el psicoanalista, esta «salud de adaptación» es propia de una relación de complacencia sumisa con el status quo y de no participación en la construcción del mundo -lo que provocaría un sentimiento de futilidad asociado a la idea de que nada tiene importancia. Es lo mismo que Lygia ve en el neurótico cuando lo define secamente como «el asimilado al sistema», siendo exactamente esto lo que la lleva a considerarlo el verdadero enfermo.22

En ese diagnóstico, además, la artista camina pari passu también con otra psicoanalista, Joyce Mac Dougall,23 quien en la misma época (finales de los años 70) califica como «normopatía» a este modo de funcionamiento psíquico. En este terreno la artista avanza igualmente al lado de filósofos como Gilles Deleuze. Éste, en el mismo período (final de los años 1970), se refiere a los creadores como «grandes vivientes de salud frágil»,24 por oposición a los neuróticos, a los cuales el filósofo atribuye una «gorda salud dominante».25 Así, un encuentro vivo con el otro no es tan obvio como querríamos. Escuchemos algunos fragmentos más de las sesiones de Estructuración del Self comentados por Lygia en sus apuntes, pero que describen en este caso un encuentro con el mundo no tan fácil como en aquéllos que les leí al comenzar.

Exorcismo afectivo

    «Parte de mi cuerpo desaparecía literalmente; mi hombro parecía no existir. Era angustiante (…) después tenía la sensación de que todo desaparecía».26

    «Sintió un dolor en la espalda, como de una cuchillada, una traición. Le puse la mano largamente en ese lugar, más abajo del hombro, y el dolor desapareció».27

    «M. entra en un violento proceso de regresión, cambia de voz, su cuerpo se descarna, sólo le quedan los huesos. Siente que se muere. Lleva los ojos hacia arriba y abre una enorme boca. Intuitivamente, para llenar ese agujero, le pongo dentro un Saco plástico lleno de aire y ella lo mama.»28

    «Reventó cinco o seis Sacos llenos de aire, expresando estar destruyendo a todas las mujeres. Al mismo tiempo me arrancaba los ojos, me trituraba viva. Se sintió sin sexo. Percibió el cuerpo de su madre como una gigantesca barriga de pez que contenía millares de huevas. Metió las manos dentro de Sacos vacíos, arrancaba el útero para que nunca más procrease».29

En efecto, estas imágenes ya no expresan un encuentro generoso del cuerpo con las cosas, donde se generan aquellos sorprendentes devenires que pudimos escuchar al comienzo. Lo que ellas evocan aquí, en cambio, es la hostilidad ambiente, la opresión y el terror, cuyos efectos en el cuerpo son de limitación del movimiento, encogimiento del espacio, agujeros, asfixia, aplastamiento y dolor -y todo puntuado por imágenes funestas. Son marcas de experiencias difíciles inscritas en la memoria del cuerpo vibrátil, movilizadas por los objetos y el dispositivo del cual forman parte. Es que al movilizar la potencia vibrátil de lo sensible, se convoca esta memoria, las marcas de sus vivencias fecundas, pero también las de sus traumas. Pero, ¿de qué especie de trauma se está hablando aquí?

La vitalidad de un cuerpo vibrátil depende del ambiente que encuentre a lo largo de la existencia, y no sólo en la infancia como sugieren algunas teorías – aunque este período sea de hecho especialmente importante, por ser allí donde se inscriben sus primeras marcas. Es necesario que haya al menos un adulto que tiende a reconocer los signos del cuerpo vibrátil del niño (porque los reconoce en sí mismo) y se deja afectar por las fuerzas que emanan de él, acogiéndolas en su propio cuerpo y emitiéndoles signos en respuesta. Condición para que entre ellos se forme un campo de fecundación mutua, proceso por el cual se constituye un plan de consistencia donde opera la producción de una realidad de uno mismo y del mundo constantemente renovada. A este campo de fecundación mutua Winnicott lo llama «espacio potencial», ámbito según él «informe», del cual surgiría inicialmente el acto de jugar, que será paulatinamente sustituido por el de la creación cultural. Desde la perspectiva de lectura aquí esbozada, más precisamente que un «espacio» (así como lo designa Winnicott), este ámbito sería el de la temporalidad: no el chronos, tiempo de una secuencia cronológica, sino el ayon, tiempo de los devenires imprevisibles potenciales que se desencadenan entre los cuerpos debido a la absorción de afectos del otro en cada uno. Ámbito intensivo y elemental de las fuerzas en su multiplicidad, irreductiblemente distinto del ámbito extensivo de las formas en su unidad, poseyendo cada uno su lógica y su complejidad propias.

Sin embargo, cuando no hay un adulto capaz de comportarse así, y resultando de esto la tendencia a relacionarse con el niño sólo en el registro de la percepción objetivante, la vivencia es de soledad e indefensión. Ignorados así, los movimientos de expresión del cuerpo vibrátil pierden sentido y valor. Van disminuyendo, se retraen, se atrofian. Desvitalizada, la relación con el mundo tiende a tornarse estéril. Las imágenes así resultantes son frutos infecundos de esta desvitalización: expresan una interpretación de la realidad secretada por un cuerpo agotado.

En lugar del libre flujo de comunicación micro y macrosensorial entre los cuerpos, que da origen a devenires de sí y del mundo, se instala una tibia y monótona repetición regida por estas imágenes nacidas del agotamiento. Como verdaderos fantasmas que se nutren de la impotencia, tales imágenes ensombrecen la experiencia del mundo, como un filtro proyectado sobre las cosas que determina al mismo tiempo su lectura y las actitudes que derivan de ella. Y en cada nuevo «mal encuentro»30 en que un cuerpo vibrátil es ignorado, repitiéndose la vivencia de su imposible acogimiento, se convoca la memoria de sus heridas: fantasmas se apoderan de la escena y pasan a gobernar la producción de lo imaginario. Como bajo el efecto de una posesión, ellos tienden a dominar la relación del cuerpo vibrátil con el mundo, hechizándolo e inhibiendo su fuerza poética.

En el lugar del cuerpo vibrátil donde inciden las fuerzas que lo hieren queda la marca de esta vivencia: los puntos portadores de la memoria de estas marcas traumáticas son la morada corporal de los fantasmas. Es el caso de aquel cliente [Lula] que comenta que «sentía que su hombro desaparecía», tal vez porque allí residía el fantasma de una ausencia de relación intensiva con el otro, vivida particularmente en esa parte de su cuerpo.

Lo que disocia al neurótico de su microsensorialidad es precisamente un mal encuentro vivido por su cuerpo vibrátil -generalmente ya en el comienzo de su existência- y la consecuente exacerbación del poder de los fantasmas en el comando de su subjetividad en su relación con el mundo. Esto tendería a restringir sus movimientos a los guiones previstos en los mapas de sentido ya establecidos y a debilitar la energía de creación necesaria para participar, aunque más no sea mínimamente, en la construcción de otras cartografías. Es con esos elementos que se teje esa «complacencia sumisa» evocada por Winnicott, o la «normopatía» señalada por Mac Dougall, o la «gorda salud dominante» a que alude Deleuze.

En el caso de los borderlines el poder de los fantasmas sobre el cuerpo vibrátil no es tan devastador. Esto es lo que les permitiría embarcarse más libremente en el movimiento del pasaje entre los regímenes sensibles y, por consiguiente, vivir una relación más creadora con el mundo. Sin embargo, exactamente por esa razón, en sus viajes al cuerpo vibrátil -donde oyen lo que irá a movilizar su necesidad de crear-, están siempre corriendo el riesgo de toparse con sus fantasmas, en situaciones que convocan memorias traumáticas de su microsensorialidad. En estas ocasiones se fragilizan: la herida vuelve a infectarse, interceptando el tránsito a su cuerpo, lo que es susceptible de comprometer su facultad creadora.

Esta enfermedad de lo poético es lo que le interesaba tratar a Lygia. Es propia de la «flaca salud irrestible» que evoca Deleuze cuando se refiere a los grandes vivientes que son los creadores. Para eso, la artista se vio siendo llevada a inventar un dispositivo que permitiese acceder a las partes heridas del cuerpo vibrátil de sus receptores. Con miras a activar la dinámica de la paradoja entre los dos regímenes de lo sensible, de modo a liberar la energía de creación retenida allí devolviéndole la autonomía, se hacia necesario exorcizar los fantasmas. Lygia califica a esta operación como vomitar la «fantasmática del cuerpo»31

Vimos algunos episodios de manifestación de fantasmas que rondan determinadas zonas del cuerpo, imponiendo la necesidad de un exorcismo afectivo. Volvamos ahora brevemente el mismo cliente [Lula], que en el inicio de su tratamiento con Lygia siente que su hombro desaparece y entra en pavor. Observemos cómo esa sensación fue evolucionando a lo largo del trabajo de Estructuración del Self, según el relato del mismo cliente: «parte de mi hombro parecía no existir. Era angustiante, después ya no. Es que después uno tiene la sensación de que todo desaparece. El objeto se funde con el cuerpo de uno y uno se funde con el objeto: hay un trueque».32 Vale la pena recordar que el término «fusión» se evoca a menudo para designar este tipo de experiência característica de la «mirada ciega», especialmente en lo atinente al trabajo de Lygia Clark 33. La artista misma se refiere a eso en O mundo de Lygia Clark, un documental sobre su obra, describiéndola como una sensación de «disolverse en lo colectivo».

Es posible suponer que habiendo sido restaurado el trueque intensivo (ciego) con el otro a través de los Objetos Relacionales, nutriendo especialmente aquella parte de su cuerpo, el fantasma de un desamparo inmemorial inscrito allí haya sido gradualmente exorcizado y el hombro pudiera volver a tomar cuerpo en una relación viva y fecunda con el ambiente.34

De acuerdo con Lygia, esta acción es reparadora, pues «aporta satisfacciones reales de las que el individuo había sido frustrado»:35 recibir el retorno de sus reverberaciones en el cuerpo de otro que se interesó en oírlas. De hecho, este tipo de acción reparadora tendría el poder de cicatrizar las heridas afectivas o, por lo menos, de contener su infección para evitar que ésta llegue a contaminar toda la vibratilidad del cuerpo.36 s esto lo que constituiría las condiciones de posibilidad para reactivar la imaginación creadora.

Varios aspectos del dispositivo contribuyen a crear esas condiciones de activación de lo poético. Son estos aspectos los que marcan la diferencia de la Estructuración del Self, con relación a un tratamiento psicoanalítico o de las así llamadas terapias corporales, que florecieron particularmente durante los mismos años de 1960 y 1970. Esta diferencia se debe a la intervención de los Objetos Relacionales como así también al ambiente que ellos permiten constituir de manera irreductiblemente singular. Sólo un artista habría podido concebirlos, y no cualquier artista pues estos objetos pertenecen a la poética pensante de Lygia Clark, aquello que ella empeña en su relación con el mundo. Según Lygia, los Objetos Relacionales actúan en los cuerpos por medio de lo que ella consideraba como la «magia que les es propia». Pero, ¿de qué cualidades propias de estos objetos estaría constituida esta «magia»?

La magia del objeto

En primer lugar, el carácter ordinario de los materiales que los distancia de la nobleza de los materiales tradicionalmente utilizados en objetos de arte y los aproxima del mundo, haciendolos reintegrarse al paisaje cotidiano y dificultando su fetichización como reliquias de museo. En segundo lugar, el carácter precario de estos mismos materiales que obligaba a la artista a sustituirlos continuamente y a estar siempre rehaciendo los objetos. Pasajeros y transitorios, era imposible asignarles una forma fija o estable y así era imposible aprehenderlos exclusivamente bajo el ángulo de la macropercepción, ya sea visual o táctil. Sólo liberando la activación de otro régimen de potencia de los órganos sensoriales se hacía posible desentrañarlos.

Hay también la manera en que Lygia los trabajaba. La interferencia de la artista en los materiales era mínima: por ejemplo, llenar con agua o aire un saco de plástico de supermercado y cerrarlo con la ayuda de un elástico; hacer nudos en diferentes puntos de una media de nylon para formar pequeñas bolsas en las que se ponen piedritas, pelotitas de ping pong o de tenis, etc. Si, por un lado la economía de esta interferencia suscita una forma frágil rudimentaria y mal definida que hace difícil a aprehensión de estos objetos por la mera percepción objetivante, por otro lado, su fragilidad formal contrasta con la pujanza de sus cualidades físicas que la sutileza de este gesto, casi imperceptible, es capaz de crear. Para ser aprehendidos, estos objetos dependen de una sintonía en el registro ciego de lo sensible.

La invención de los Objetos Relacionales opera así el desplazamiento que la artista procura producir desde los primeros gestos de su obra: el poder de provocar en el receptor la disolución de su caparazón sensible que consiste en reducir el ejercicio de cada órgano de los sentidos -y no sólo los de la vista y el tacto- a su facultad de captar el mundo en su naturaleza extensiva, a fin de activar e incluir la otra facultad propia de cada uno de ellos: la que lo capta en su naturaleza intensiva. De este modo podía establecerse una relación entre estos dos regímenes en su coexistencia paradójica. Fuera de este contexto esos objetos son pura virtualidad, a la espera de que alguien venga a actualizar su expresividad. Siendo así, ésta no se encuentra ni en el objeto ni en el cuerpo de quien los experimenta, sino en el campo de fecundación mutua que se crea entre ellos, que lleva a un devenir otro de cada uno. Aquí residiría la magia de estos objetos: el poder de onvocar en aquél que se dispone a conocerlos una relación viva que desencadena su imaginación creadora; una experiencia que no se detiene en estos objetos, pues tiende a inscribirse en la memoria de su cuerpo vibrátil, transformando su abordaje sensible del cotidiano, de modo a volverla más viva.

No obstante, una semejante vocación ya caracterizaba a los objetos de Lygia desde Caminando está presente en sus escritos desde 1965, quando la artista escribe un texto que contiene esta noción de magia en el propio título, donde ella señalaba el poder mágico de estos objetos de provocar, en quienes que los experimentan, «el singular estado de arte sin arte» – ese estado de arte en recepción de las fuerzas de la alteridad del mundo. Y si la artista completa la calificación de este estado enfatizando su carácter de «sin arte», es porque pretendía que él se realizara en la invención de fragmentos de existencia sin restringirse a su consumación en la recepción pasiva de un así llamado «objeto de arte».

Pero también ya en aquel momento Lygia intuía que no era obvio alejar l macrosensorialidad para que el objeto produjese el acontecimiento de una libertad poética del participante, en la medida en que es por medio de la macrosensorialidad que se aprehende la «significación práctica inmediata»37 de las cosas, lo que es indispensable para existir.

De 1972 a 1976, Lygia da clases en la Sorbona. Esta experiencia la llevará a dar un paso adelante. Por primera vez, sigue de cerca los efectos de sus objetos y procedimientos en la subjetividad de sus receptores: con un grupo relativamente estable de personas en sesiones suficientemente largas, se crea un ambiente propicio para que los participantes dejen surgir las sensaciones que la propuesta moviliza y puedan dar rienda suelta a las imágenes que ellas convocan, e incluso, si fuese necesario, verbalizarlas. El proceso así se amplía y se desdobla a lo largo del tiempo y al ritmo de la regularidad de las sesiones. En estas nuevas condiciones Lygia identifica la causa de la dificultad para promover con sus objetos la liberación de la capacidad poética del participante. Se trata de los bloqueos resultantes de la barrera erigida por la fantasmática inscrita en la memoria del cuerpo que los mismos objetos movilizan. La angustia al verse confrontados con sus fantasmas fuera de un ambiente donde tuviesen la posibilidad de elaborarlos se vio confirmada en algunas de las entrevistas que filmé con alumnos de Lygia de la Sorbona.

Esta comprobación llevó a Lygia a inventar un dispositivo que promoviera la travesía de esta barrera. Esto implicaba un tipo de proceso y de relación donde los objetos pudiesen explorarse deliberadamente en su capacidad de hacer aparecer sus heridas y los fantasmas asociados a ellas -aquí ya no como un efecto colateral del trabajo, sino como su elemento esencial. Tratar estas resistencias por medio de un exorcismo afectivo de tales fantasmas se convierte entonces en el objetivo de la nueva propuesta, que incorpora así una vocación asumidamente terapéutica. Un trabajo susceptible de interferir directamente en el rechazo del cuerpo vibrátil y en su consecuente disociación de la potencia de creación. Nace así la Estructuración del Self.

Se estructura un self

Si desde Caminando la relación microsensorial que se da con los objetos creados por Lygia constituía la condición necesaria para que su expresividad se revelase en la inmanencia de la experiencia de sus receptores, en este nuevo contexto, su esencia «relacional», como su nombre lo indica, pudo realizarse plenamente, y con ella la magia que Lygia procuraba explícitamente producir con sus creaciones desde 1963. Para eso ella tuvo que inventar una terapéutica para la imposibilidad de lo poético.

Pero si los Objetos Relacionales son el corazón del nuevo dispositivo de la artista, no lo son aisladamente. Además de funcionar en conjunto, para que sea posible explotar su potencialidad curativa, Lygia importa a su nueva propuesta muchos de los elementos inherentes al dispositivo creado en sus clases de la Sorbona -momentos prolongados de silencio, sesiones de duración definida y ritmo regular de frecuencia, etc.-, con la diferencia de que ahora se dedica a una persona por vez y propone el trabajo explícitamente como terapia.

Una vez iniciado en este ir y venir entre los dos registros de lo sensible y cuidadosamente acompañado en su iniciación, el cliente de Lygia descubre que puede abandonarse al ejercicio microperceptivo sin zozobrar en una especie de trance o de locura donde se arriesgaría a perder sus coordenadas empíricas. Descubre también que puede habitar ese ámbito paradójico situado entre micro y macrosensorialidad sin sucumbir necesariamente a las turbulencias de esa zona fronteriza ni a la desorientación y a la crisis que resultan de ellas. Descubre, en fin, que habitar este ámbito paradójico cambia la perspectiva desde donde percibe al otro y a sí mismo, transformando el modo en que esta relación es vivida y lo que ella puede engendrar.

El «self» que Lygia pretende así «estructurar» corresponde precisamente a esta consistencia de uno mismo de tipo procesual, flexible e impersonal, que nace y renace entre el cuerpo y el mundo al ritmo de sus recíprocas fecundaciones. Según Winnicott, es precisamente del self así definido de donde se extrae el sentimiento de existir, la capacidad de una experiencia total que produce la sensación de participar en la construcción de la realidad de uno mismo y del mund, lo que da la impresión de que la vida tiene sentido.38

Así es como el cliente de Lygia Clark tiene la oportunidad de «entrar en comunicación sin barreras con cualquier persona», como la describe uno de ellos, según las anotaciones de sesión que escuchamos al comienzo.

Abrir posibles

Si Lygia se empeñó de manera tan incisiva y duradera en poner en práctica su Estructuración del Self es porque en realidad ésta se revela como el punto final del recorrido de una investigación tan vigorosa como singular, a la cual habrá consagrado su vida. No se trata en absoluto de un mero accidente en ese recorrido y menos aún de un desvío. La trayectoria de Lygia Clark estará, desde su aurora, movida por una investigación incansable de soluciones artísticas capaces de encauzar las emanaciones del cuerpo vibrátil, a fin de que los objetos así creados estuviesen vivos y pudiesen refractarse en el ambiente, antes de convocar los efectos de sus refracciones en retorno, según el movimiento de fecundación poética donde la obra propiamente dicha se realiza.

En realidad, todo esto ya está presente en las investigaciones de la artista en el doble dominio de la pintura y la escultura, en el inicio de su obra. Por esta razón, tampoco éstas pueden ser encuadradas exactamente en estas categorías. Es que ya entonces Lygia había logrado la proeza de extraer de la propia geometría su capacidad de expresar y convocar al cuerpo vibrátil. Es lo que atestiguan varios de sus textos. {como una carta a Oiticica, donde se lee: «la geometría nace del reflejo del cuerpo proyectado en mi mente».39}

Desde sus primeras investigaciones, la artista sintonizó la naturaleza esencialmente viva y temporal de la obra, lo que la llevó a una búsqueda obstinada de desobjetificar el proceso de creación para garantizarle su carácter de acto: interferencia en la realidad subjetiva y objetiva, su reinvención. Éste es el proceso que condujo su obra a desplazarse de su estatuto inicial de objeto en dirección a su realización como acontecimiento.40

Es esta búsqueda que la conducirá al final a tratar la fantasmática del cuerpo vibrátil de los participantes de sus propuestas, de modo que estos pudiese relacionarse de hecho con sus objetos -esto es, micro y macrosensorialmente. Empresa necesaria para darles a sus creaciones ese interlocutor prácticamente inexistente41 y, con él, construir un fragmento de mundo donde todo volvería a estar vivo. Abrir posibles: eso es lo que buscaba Lygia con su obra desde sus primeros esbozos hasta su plena realización en la Estructuración del Self.

La última propuesta de Lygia Clark llevará a sus más radicales límites la cuestión que impulsa la totalidad de su trayectoria artística: el territorio inédito que antevé con Caminando se hace al fin ealidad manifiesta. Para eso la artista ha sido llevada a desconsiderar las fronteras del arte, como las de la clínica -cualesquiera que sean sus estilos, escuelas o categorías- movida únicamente por la radicalidad de su espíritu investigativo. Ya en 1963 escribe: «la obra de arte toma nuevamente el sentido del anonimato. Todos tendrán la posibilidad de su venir a ser. Con esto la obra se despoja realmente del concepto antiguo de obra de arte, pues los museos serán laboratorios para que se encuentren nuevos ‘caminando’ para el individuo, tendiendo a fundirse incluso con el consultorio del analista».42 Este futuro anticipado la artista lo realizó al final de su recorrido con la Estructuración del Self. Desde el punto de vista de este territorio insólito, la polémica relativa al lugar donde situarlo, si en el arte o en la clínica, o aun en la frontera entre ambos o en su punto de unión, se revela totalmente estéril: falso problema, callejón sin salida. Si nos disponemos a una sintonía fina relativa a la ética que irriga el recorrido de esta artista, las preguntas por hacerse serán enteramente otras.

La potencia política del arte

Recordemos que fue en 1963 el giro en la trayectoria de Lygia Clark que la lanzó a un vuelo libre hacia la experimentación de objetos y dispositivos que tendrían el poder de vehicular la micropercepción y convocarla en el cuerpo del participante como condición de realización de la obra. Pero éste no era un momento cualquiera, sino el comienzo de los años de 60, un tiempo inda bajo régimen fordista y disciplinario en que la fuerza de creación operaba principalmente escabulléndose por los márgenes, y en el cual aún reinaba en la subjetividad la política identitaria y su rechazo del cuerpo vibrátil. Este tiempo terminó con los años ’70 con los movimientos que problematizaron el régimen en curso y reivindicaran «la imaginación al poder». Se puede aun decir que las primeras series de creaciones de Lygia después del giro [inflexión] experimental hacia el cuerpo -agrupadas bajo el nombre de «Nostalgia del cuerpo» (1966) y «La casa es el cuerpo» (1967-1969)- participarán del esfuerzo colectivo de toda una generación que culminó en aquellos movimientos.

Hoy en día estas transformaciones se han consolidado. El escenario de nuestro tiempo es otro: no estamos más bajo el régimen identitario, la política de subjetivación ya no es la misma. Disponemos todos de un self en pleno funcionamiento -lo cual da lugar a una subjetividad flexible y procesual tal como ha sido instaurada por aquellos movimientos – y nuestra fuerza de creación en su libertad experimental no sólo es bien percibida y recibida, sino incluso insuflada, celebrada y frecuentemente glamourizada. Sin embargo hay un «pero», y que no es de los más despreciables: el principal destino de esta flexibilidad subjetiva y de la libertad de creación que la acompaña no es la invención de formas de expresividad para las emanaciones del cuerpo vibrátil -estas formas que vehiculan la incorporación de las fuerzas del mundo en nuestra subjetividad, indisociables de un devenir otro de nosotros mismos. Nada que ver con la verdadera salud que a Lygia Clark le interesaba promover. Como sabemos, el así llamado «capitalismo cognitivo» o «cultural»43, inventado precisamente como salida para la crisis provocada por los movimientos de aquellos años, se apropió de las uezas subjetivas, en especial de la potencia de creación que entonces se emancipaba en la vida social, para colocarla de hecho en el poder. Sin embargo, sabemos todos que se trata de una operación perversa cuyo objetivo es hacer de esa potencia el principal combustible de su insaciable hipermáquina de producción y acumulación de capital. Es esta fuerza, así instrumentada [chuleada, rufianizada, proxenetizada], la que con una velocidad exponencial viene transformando el planeta en un gigantesco mercado y a sus habitantes en zombis hiperactivos incluidos o en trapos humanos excluidos: dos polos entre los cuales se perfilan los destinos que les son concedidos, frutos interdependientes de una misma lógica. Ese es el mundo que la imaginación crea en nuestra contemporaneidad.

Actualmente, pasadas ya casi tres décadas, nos es posible percibir esta lógica del capitalismo cognitivo operando en la subjetividad. Sin embargo, al final de los años 1970, cuando tuvo inicio su implantación, a la experimentación que venía haciéndose colectivamente en las décadas anteriores, a fin de emanciparse del patrón de subjetividad fordista y disciplinario, difícilmente podía distinguírsela de su incorporación por el nuevo régimen. La consecuencia de esta dificultad es que muchos de los protagonistas de los movimientos de las décadas anteriores cayeron en la trampa. Deslumbrados con la entronización de su fuerza de creación y su actitud transgresora y experimental -hasta ese entonces estigmatizadas y confinadas en la marginalidad-, y fascinados con el prestigio de su imagen en los medios de comunicación, con las suculentas pagas recién conquistadas, se entregaron voluntariamente a su rufianización [chuleo, proxenetización]. Muchos de ellos se convirtieron en los propios creadores y artífices del mundo fabricado por y para el capitalismo en su nueva vestimenta.

Este tipo de confusión es producto sin lugar a dudas del carácter traumático de la instrumentalización e las fuerzas subjetivas y de creación: un siglo y medio de psicoanálisis nos habrá mostrado que el tiempo de elaboración y enfrentamiento de un trauma de esta importancia puede extenderse durante treinta años. Esto explicaría el hecho de que sólo recientemente esta situación se haya vuelto consciente, lo que surge en las distintas estrategias de resistencia individual y colectiva que se abultan en los últimos años. Con distintos procedimientos, tales estrategias vienen realizando un éxodo del campo minado que se ubica entre las figuras opuestas y complementarias de subjetividad-lujo y subjetividad-basura, campo donde se confinan los destinos humanos en el paisaje neoliberal que se extiende por una buena parte del planeta.

Sin embargo, esa dificultad antes mencionada se agrava ás aún en países de Latinoamérica y Europa Oriental que, al igual que en Brasil, se encontraban bajo regímenes totalitarios al momento de la instauración del capitalismo financiero. No olvidemos que la apertura democrática de estos países, que se dio a lo largo de los años 1980, se debe en parte a la llegada del régimen postfordista para cuya flexibilidad, la rigidez de los sistemas totalitarios constituía un estorbo.

Es que si abordamos los regímenes totalitarios desde el punto de vista micropolítico -el de los diagramas de fuerzas que operan en lo invisible, produciendo las formas de la realidad- lo que caracteriza a la política de subjetivación de tales sistemas, ya sean los de derecha o los de izquierda, es la rigidez patológica del principio identitario. A fin de mantenerse en el poder, esos regímenes no se contentan en ignorar las expresiones del cuerpo vibrátil, es decir, las formas culturales y existenciales engendradas en una relación viva con el otro y que desestabilizan continuamente las cartografías vigentes. Destructivamente conservador, este tipo de régimen va más lejos que la simple desconsideración de tales expresiones: se empeñan obstinadamente en descalificarlas y humillarlas hasta que la fuerza de creación de que son producto esté a tal punto signada por el trauma de este terrorismo vital que termine por bloquearse, reducida así al silencio.

No es difícil imaginarse que el encuentro de estos dos regímenes lleve a que el panorama se vuelva más perverso aún: n su penetración en contextos totalitarios, el capitalismo cultural sacó ventaja del pasado experimental, especialmente audaz y singular en estos países, sino también y sobre todo de las heridas de las fuerzas de creación resultantes de los golpes que habían sufrido. El nuevo régimen se presenta no sólo como el sistema que acoge e institucionaliza el principio de producción de subjetividad y de cultura de los movimientos de los años 1960 y 1970, como fue el caso de EE.UU. y de los países de Europa Occidental. En los países bajo dictadura, éste gana un plus de poder de seducción: su aparente condición de salvador que viene a liberar la energía de creación de su yugo, a curarla de su estado debilitado, permitiéndole reactivarse y volver a manifestarse.

Si bien el poder vía seducción, propio del gobierno mundial del capital financiero es más light y sutil que la pesada mano de los gobiernos locales comandados por Estados militares que los precedieron, no por eso son menos destructivos sus efectos, sin embargo con estrategias y finalidades enteramente distintas. Es de esperarse, por lo tanto, que la sumatoria de ambos ocurrida en estos países haya agravado considerablemente el estado de alienación patológica de la subjetividad.

Al retomar ahora el horizonte geopolítico de la trayectoria de Lygia Clark, nos damos cuenta de que no es casualmente en el momento más violento de la dictadura cuando Lygia deja Brasil para instalarse en pleno París de 1968.44 Pero tampoco debe ser obra de la casualidad que ocho años más tarde, en 1976, la artista haga el camino que la traerá de regreso. s el período en que Francia comienza a endurecerse, mientras que en Brasil, en cambio, comienzan a aparecer las primeras señales de un movimiento de disolución de la dictadura – ambas situaciones en parte resultantes de la instauración del nuevo régimen capitalista. Pero, ¿qué será lo que llevó a Lygia Clark a inventar y desarrollar la Estrucuturación del Self precisamente en ese escenario?

Al tener el panorama de la época en mente, podemos arriesgar una respuesta: merced a su terapéutica a favor de lo poético, la artista habrá tratado las marcas de ese trauma por partida doble inscritas en el cuerpo vibrátil de muchos de aquéllos que se dedicaban a la creación en el Brasil del período.45 En primer lugar, con la Estructuración de Self, Lygia trató las lastimaduras invisibles del deseo, ocasionadas por la dictadura instalada en Brasil hacía ya más de una década. Varias entrevistas que filmé hablan de eso. Por ej.: Macalé. Por las razones antes mencionadas es quizás menos obvia la suposición de que este trabajo operaba igualmente una profilaxis preventiva del trauma del postfordismo que en ese entonces se anunciaba, agravado en el país debido a su condición dictatorial. En cierta forma, Lygia en cierto modo presintió esa transformación, al haber tenido afectado su cuerpo vibrátil por las primeras señales del nuevo régimen en Francia, cuando aún estaba allá, a comienzos de los años ’70. Prueba de ello son los textos de la artista que, pasado tan sólo un año de mayo de 1968, preanuncian esta situación: «En el mismo instante en que digiere el objeto, el artista es digerido por la sociedad, que ya le ha encontrado un título y una ocupación burocrática. Será el ingeniero de esparcimiento del futuro, una actividad que no afecta en nada el equilibrio de las estructuras sociales. El único modo de que el artista huya de esa recuperación consiste en intentar desencadenar la creatividad general, sin ningún límite psicológico o social. Su creatividad se expresará en lo vivido».46 Esta poderosa intuición de la artista la llevará a inventar un dispositivo artístico que actúe sobre ese destino de la cultura en Brasil, que recién se empezaba a vislumbrar como realidad todavía virtual.

En otras palabras, con el trabajo de limpieza de la memoria del cuerpo de sus clientes por medio de la convocación y expulsión de sus fantasmas, la artista pretenderá reactivar su imaginación creadora paralizada por el régimen militar en el momento mismo en que el capitalismo cognitivo comenzaba a hacerlo a su manera perversa. Lygia esquivaba así el peligro que acechaba a las fuerzas de creación en su reactivación producto de la apertura democrática del Brasil de la dictadura.Podemos suponer que además de recuperar la salud de su tambaleante energía de creación, los frecuentadores de su consultorio artístico-político estarían así más aptos para resistir la instrumentación mercantil de este proceso que empezaría a hacerse sentir, evitando así el desafortunado equívoco de muchos artistas e intelectuales de la época que, incautos, se entregarían voluptuosamente al nuevo régimen. No podemos soslayar que esta identificación patéticamente acrítica con el neoliberalismo de una parte de la propia elite cultural brasileña se mostró claramente en los años subsiguientes. Basta con recordar el liderazgo del grupo que reestructuró el Estado brasileño enyesado por el régimen militar, haciendo del proceso de redemocratización su alineamiento al neoliberalismo, se compone, en gran parte, de intelectuales de izquierda, que vivieron muchos de ellos en el exilio durante el período de la dictadura. [PSDB… PT]

Es desde este nuevo escenario que debemos reabrir la cuestión que traspasa la obra de Lygia Clark. Desde esta perspectiva, son otras las preguntas que surgen ante la generosa herencia que la artista nos lega: ¿Qué puede nuestra fuerza de creación para continuar instaurando nuevos posibles en este paisaje asfixiante donde es incansablemente seducida y rufianizada [proxenetisada, chuleada] por el mercado? ¿Qué dispositivos artísticos tendrían el poder de tratar estos tiempos sin poesía? ¿Cuáles de éstos estarían tratando al propio territorio del arte, cada vez más codiciado (y socavado) por la rufianización? En suma, ¿cómo reactivar en los días presentes la potencia política del arte?

Suely Rolnik