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Nadie se atreve a ayudar

Fuentes: Los Angeles Times

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Los heridos se mueren en soledad en las calles de Bagdad. Un ofrecimiento de ayuda podría suponer tu propia sentencia de muerte, escribe un periodista iraquí.

Como este relato de una escena de la vida cotidiana en Bagdad revela dónde vive el escritor, no aparece su nombre para proteger su seguridad. Es un periodista iraquí de 54 años que forma parte del Times Baghdad Bureau.

En un domingo reciente, me encontraba comprando alimentos en mi querido barrio de Amariya, al oeste de Bagdad, cuando escuché el sonido de un AK-47 durante unos tres segundos. Se oía próximo, pero no demasiado cercano, por lo que continué haciendo mis compras.

Cuando giré a la derecha por la calle Munadhama, pude ver un hombre tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. No estaba muerto.

La idea de parar a ayudarle o de llevarle al hospital cruzó por mi mente, pero no me atreví. Los coches pasaban sin detenerse. Los peatones y los dueños de las tiendas seguían haciendo sus tareas, como si nada hubiera ocurrido.

Estuve un rato mirando al hombre herido y culpándome por no parar a ayudarle. Otros compradores echaban un vistazo desde la distancia, afligidos y compasivos, pero no hicieron nada.

Fui a otro supermercado, donde permanecí unos cinco minutos mientras compraba tomates, cebollas y otras verduras. Durante ese tiempo, el hombre había conseguido sentarse y hacía señas con la mano a los coches que pasaban. Ninguno paraba. Entonces, un Volkswagen blanco se detuvo. Un pasajero salió de él con una pistola, caminó con rapidez hasta el hombre herido y le disparó tres veces. El coche se desvió por una carretera secundaria y se desvaneció en el horizonte.

Nadie hizo nada. Nadie movió un dedo. La única reacción vino de una mujer en el supermercado. En voz baja, dijo: «Dios mío, bendice su alma».

Me fui a casa y no me atreví a decirle nada a mi mujer. No quería asustarla.

Llevo 25 años viviendo en mi barrio. Mis hijas han ido aquí a la guardería y a la escuela primaria. Soy cristiano. Mis vecinos son en su mayoría árabes sunníes. Siempre hemos vivido en armonía. Antes de la invasión dirigida por EEUU, nos visitábamos para tomar el te y charlar. En las tardes de verano, nos juntábamos en la esquina para bromear y hablar de política.

Solía ser una agradable barriada de clase media alta, que los comercios y el tráfico llenaban de bullicio. En la calle principal, competían por el espacio heladerías, puestos de hamburguesas y restaurantes con comida para llevar. Alquilábamos videos y comprábamos aparatos para la casa.

Hasta el 2005, casi no nos sentimos afectados por la violencia. Oíamos tiroteos y explosiones de vez en cuando, pero comparado con otros lugares en Bagdad, era una zona relativamente pacífica.

Después, a finales de 2005, alguien voló tres supermercados de la zona. Las tiendas empezaron a cerrar. La mayor parte del pequeño número de familias musulmanas chiíes se mudó. La calle comercial se convirtió en una carretera fantasmal.

El año pasado, el día de Navidad, visitamos -como todos los años- nuestra iglesia local, Santo Tomas, en Mansur. Estaba medio vacía. Algunos miembros de la congregación habían dejado el país; otros temían venir a la iglesia después de una serie de ataques contra los cristianos.

Las tropas estadounidenses, que patrullan la barriada en sus Humvees, también están nerviosas. Si te acercas demasiado a ellas, dispararán. A un colega mío, que era intérprete y médico, unos soldados le dispararon matándole el año pasado cuando volvía a casa después de hacer unos recados. No se había dado cuenta de que había Humvees aparcados en la calle.

A comienzos de año, vivir en mi barrio suponía ya una pesadilla. Además de los graffiti anti-estadounidenses, había ciertos individuos que aparecían para decirles a las mujeres que se pusieran ropas conservadoras y que se cubrieran el pelo. A los hombres les decían que no llevaran pantalones cortos o vaqueros.

Para mí, como cristiano, era inaceptable que alguien dijera a mi esposa y a mis hijas qué era lo que tenían que ponerse. ¿Qué concepto de libertad hay si alguien te está diciendo qué llevar, cómo comportarte o qué hacer con tu vida?

Pero un día, al volver a casa, vi a mi mujer en la calle. No la reconocí. Iba totalmente cubierta.

Después del ataque al santuario chií de la Cúpula Dorada en Samarra el pasado febrero, pistoleros chiíes intentaron asaltar las mezquitas sunníes de mi barrio. Una noche, con el ruido de fondo de un fuerte tiroteo, escuchamos cómo el clérigo pedía ayuda a través de los altavoces de la mezquita. Nos quedamos despiertos toda la noche, escuchando como peleaban por la mezquita. Me hacía sentirme inseguro. Si un musulmán era capaz de dispararle a otro musulmán, ¿qué podrían hacerle a un cristiano?

El miedo es lo que nos dicta todas las conductas a seguir.

Cada vez veo menos a mis vecinos. Cuando salgo, digo hola y nada más. Tengo miedo de que alguien haga preguntas sobre mi trabajo con los estadounidenses, lo que me pondría en peligro. Incluso aunque no tuviera mala voluntad, podría hablar y revelar un detalle que me identificara. Tenemos miedo de tener un enemigo entre nosotros. Alguien que no conocemos. Es un cáncer.

En marzo empezaron los asesinatos en mi barrio. Era temprano por la tarde y estaba sentado en mi jardín con mi mujer cuando escuchamos varios disparos. Me apresuré a ir hacia la puerta para ver qué ocurría, a pesar de los ruegos de mi mujer de que me quedara dentro. Mis vecinos me dijeron que unos pistoleros habían arrojado a tres hombres de un coche, disparándoles en la calle antes de escapar. Nadie se atrevió a acercarse a las víctimas para averiguar quiénes eran.

Los cuerpos continuaron allí hasta la mañana siguiente. Probablemente, la policía o el ejército estadounidense los recogió, pero no estoy seguro. Sencillamente, desaparecieron.

Los sonidos de tiroteos y explosiones son ahora algo frecuente. No sabemos quién dispara a quién, o quién ha sido alcanzado. No sabemos por qué y nos da miedo preguntar o ir a ayudar. Podrían dispararnos también. Llevar a alguien al hospital o a la policía está fuera de toda posibilidad. Nadie confía en la policía y nadie quiere responder pregunta alguna.

Me siento triste, amargado y frustrado; triste, porque ahora una vida humana no importa nada en este país; amargado, porque la gente ya no se ayuda los unos a los otros; y frustrado, porque tampoco soy capaz de ayudar en nada. Si un día me dispararan, estoy seguro que nadie me ayudaría.

Estaba muy feliz cuando mi hija mayor se casó con un americano. Primero, porque había amor entre ellos, pero también porque ella podría salir de Iraq, y yo no me tendría que preocupar por su seguridad un día tras otro. Se fue de aquí el año pasado.

Si me hubieras preguntado hace un año si yo estaba considerando la posibilidad de abandonar Iraq, habría dicho que quizá, pero sin entusiasmo. Ahora te daría un sí definitivo. Las cosas van de mal en peor y no puedo ver ninguna luz al final del túnel.

Hace cuatro semanas, volvía a casa de mi trabajo. Cuando llegué a mi calle, vi a un hombre yaciendo en un charco de sangre. Alguien le había cubierto con trozos de cartón. Fue lo mejor que podían hacer. Nadie se atrevió a moverle.

Yo seguí conduciendo calle adelante.

Texto original en inglés:

http://www.latimes.com/news/nationworld/world/la-fg-letter20sep20,1,226790.story?ctrack=1&cset=true

Sinfo Fernández es miembro del colectivo de Rebelión