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Reseña de "Cultivos y alimentos transgénicos. Una guía crítica" de Jorge Riechmann y "Las semillas de la muerte. Basura tóxica y subdesarrollo: el caso de Delta&Pine" de Carlos Amorín

Ciencia y beneficios

Fuentes: El Viejo Topo

Jorge Riechmann, Cultivos y alimentos transgénicos. Una guía crítica. Los libros de la catarata, Madrid, 2000, 221 pp. Prólogo de Ramón Folch. Carlos Amorín, Las semillas de la muerte. Basura tóxica y subdesarrollo: el caso de Delta&Pine. Los libros de la catarata, Madrid, 2000, 190 pp. Prólogo de Augusto Roa Bastos. En el coloquio de […]


Jorge Riechmann, Cultivos y alimentos transgénicos. Una guía crítica. Los libros de la catarata, Madrid, 2000, 221 pp. Prólogo de Ramón Folch.

Carlos Amorín, Las semillas de la muerte. Basura tóxica y subdesarrollo: el caso de Delta&Pine. Los libros de la catarata, Madrid, 2000, 190 pp. Prólogo de Augusto Roa Bastos.

En el coloquio de una conferencia impartida por Manuel Sacristán, en enero de 1981, en el Instituto Boscán de Barcelona con el título «La función de la ciencia en la sociedad contemporánea», se preguntó al conferenciante por la posibilidad de que la filosofía o la ciencia «salieran más a la calle», al alcance del ciudadano medio, contribuyendo con ello a crear una situación favorable para difundir una mayor racionalidad entre la población. No había duda, en opinión de Sacristán: «a eso no se le puede contestar más que afirmativamente, sin ocultarse los grandes problemas que tiene». Dar a conocer la filosofía es relativamente sencillo, pero difundir una información de calidad acerca de la física nuclear o de la ingeniería genética resultaba bastante más complicado. «Las personas con estudios, pero con otro tipo de estudios, no tenemos muchas veces buena información acerca de esas cosas. Es decir, sobre un reactor nuclear los que no somos físicos, toda la información que tenemos proviene de los físicos (…) No hay ninguna duda de que eso les da un poder muy especial a determinados científicos, con independencia de la mayor o menor situación del conocimiento popular». Empero, la consideración anterior no restaba un átomo de verdad a la sugerencia. «Aquí hay un problema muy importante de información, que no lo resolvería todo porque hay además un problema de moral, de valores y social, pero que sólo así permitiría plantear el problema de valores. Es evidente».

Jorge Riechmann (Madrid, 1962), matemático, poeta, ensayista, traductor, ecologista, profesor de filosofía moral, redactor de mientras tanto, responsable de biotecnologías en el departamento confederal de CC.OO., director del área de medio ambiente de la Fundación 1º de Mayo y un largo etcétera, ha tomado nota de la cuestión, se ha atrevido con el reto y lo ha hecho excelentemente. De hecho, Cultivos y alimentos transgénicos. Una guía crítica (CAT), que cuenta con un apretado e ilustrado prólogo filosófico de Ramón Folch, es una revisión a fondo y actualizada de una de sus anteriores publicaciones Argumentos recombinantes (sobre cultivos y alimentos transgénicos), que constituyó, tanto en su edición en «Los libros de la catarata» como en las dos ediciones especiales realizadas por CC.OO., todo un acontecimiento cultural: no es nada frecuente que se distribuyan 9.000 ejemplares de un libro de estas características en nuestro país.

El autor señala en su presentación (p.13) que, sin duda, la mercantilización creciente del acervo genético de la biosfera junto con la progresiva privatización del conocimiento científico «representan una de las mayores amenazadas a las puertas del siglo XXI». Apenas puede concebirse una tecnología más funcional al sistema económico capitalista que la de la ingeniería genética. Sin que ello conlleve, desde el punto de vista del autor, la problematización de las técnicas de manipulación genética en sí mismas, sino más bien del contexto político, jurídico, económico, en el que se emplean y de los intereses a los que sirven. Con sus palabras: «El problema no es «la biotecnología» en sí misma, sino «la biotecnología de las multinacionales«: y una parte de ese problema es que la biotecnología de las multinacionales tiende a convertirse en toda la biotecnología».

Sin duda, los cultivos transgénicos se han convertido en un tema de interés para amplios sectores de la ciudadanía. Si hace apenas tres o cuatro años, las grandes empresas del sector (Monsanto, Novartis, Astra-Zeneca, Bayer, AgrEvo) preveían que al cabo de apenas una década los principales cultivos comerciales del mundo serían transgénicos, la situación en este final de siglo no es tan obvia. El interés de las poblaciones, las numerosas movilizaciones populares, repetidos escándalos alimenticios, han provocado un meritorio giro en algunos gobiernos europeos. El de los transgénicos se ha convertido en un controvertido asunto público.

Por ejempo. En las páginas de El País se han podido leer en estos últimos meses, entre otros, artículos o entrevistas de Xavier Pastor, Daniel Ramón Vidal, Enric Banda, Víctor de Lorenzo, Francisco García Olmedo, Jesús Mosterín. Este último («¿Quién teme a los transgénicos?») resumía así las razones esgrimidas por los no-partidarios: 1º. Porque representan un peligro para la salud humana; 2º. Porque hacen sufrir a algún animal sensible; o 3º. Porque disminuye la biodiversidad de la biosfera. Respecto del primer argumento, Mosterín señalaba que si bien las nuevas variedades de plantas trasngénicas podrían tener efectos patógenos, por lo que debían ser sometidas a las pruebas habituales de inocuidad, de hecho no se conocía caso alguno de planta modificada que hubiera supuesto un problema para la salud. Lo que sin duda había acarreado graves problemas era la ganadería abusiva (vacas locas, dioxinas de los pollos belgas, etc). Pero basarse en ello para argumentar en contra de los trasgénicos era confundir las cosas. En cuanto al segundo aspecto, desde el punto de vista de la ética de la compasión, no había límite alguno para la creación de nuevas variedades de plantas por ingeniería dado que carecen de sistema nervioso y, por tanto, no pueden sufrir. Finalmente, la biodiversidad de nuestro planeta, valor supremo desde una perspectva de ética ecológica en opinión de Mosterín, no sólo no se ve amenazada sino que encuentra un aliado en este tipo de alimentos. Puesto que los cultivos trasgénicos incrementan la productividad agrícola, mayor será la superficie que la humanidad puede destinar a conservar la biodiversidad. De hecho, Mosterín señala que la extensión de estos cultivos ha coincidido con la reducción del suelo agrícola y con el incremento de los bosques en Estados Unidos.

Por otra parte, concluye, se han desmentido las informaciones en torno al incremento de la mortalidad de la mariposa monarca a causa del maíz transgénico. La mortalidad aumenta tanto si se les obliga a comer polen de maíz génico como transgénico. Aún más: el número de mariposas monarca se ha incrementado durante los años en que se ha incrementado el cultivo de maíz transgénico.

Riechmann argumenta muy seriamente y con buenas y poderosas razones contra estas y otras muchas objeciones ampliando notablemente el horizonte de la discusión. El debate en torno a los transgénicos, la discusión en torno a las biotecnologías no es tan sólo una cuestión técnica, ya que, en su opinión, no se trata de que algunos activistas se encarguen de politizar la ciencia o la tecnología, sino que «son los mismos desarrollos tecnocientíficos los que ponen en juego la estructura y el destino de la polis democrática en la que queremos vivir». La cuestión política de fondo es nada más, y nada menos, que preguntarse quién controlará la biodiversidad, los recursos genéticos, las fuerzas de la vida, y en beneficio de quién, es decir, el combate entre quienes están a favor y quienes estamos en contra de la creciente privatización de la vida y de los procesos vitales.

No hay en CAT enfrentamiento alguno ni oposición a la ciencia ni a sus prudentes avances. No hay irracionalismo, como no hay tampoco tecnocatastrofismo ni tecnofanatismo. El autor expone con claridad la enorme importancia de la contribución de sectores de la comunidad científica en los nuevos retos. No hay ningún tipo de control externo, sostiene Riechmann (p. 143), tal vez con demasiado optimismo y no tanto como descripción sino con intención de dar ánimo, que pueda suplir el autocontrol de los científicos y tecnólogos conscientes de su responsabilidad moral y social. Satanizar la ciencia y a los científicos es un camino seguro de derrota para el ecologismo. Se puede hacer política ecológica basándose en la racionalidad de las gentes, o en su ignorancia. Pero, en opinión del autor, «aunque lo segundo pueda proporcionar réditos a corto plazo, creo que a plazo largo y medio está condenado al fracaso» (p. 213).

No es posible dar cuenta brevemente de la variedad de las cuestiones planteadas ni de los argumentos esgrimidos. Citaré un caso como ejemplo. Se suele afirmar que no hay diferencias cualitativas entre las biotecnologías tradicionales y las nuevas. En su opinión (p. 59 y ss.), la asimilación es incorrecta. Hay cuatro grandes clases de riesgos que motivan y justifican nuestra inquietud: 1. Riesgos sanitarios. Así, el potencial alergénico de los nuevos alimentos recombinantes o la difusión de nuevas infecciones a través de los xenotrasplantes. 2. Riesgos ecológicos, como la reducción de la diversidad silvestre o la contaminación de suelos o acuíferos por bacterias manipuladas genéticamente para que expresen sustancias químicas. 3. Riesgos socio-políticos. Básicamente, el incremento de la desigualdad Norte-Sur como consecuencia de una tercera «revolución verde» basada en la ingeniería genética. 4. Riesgos para la naturaleza humana y para nuestra concepción del ser humano a través de la difusión creciente de ideologías y de prácticas eugenésicas o la misma postulación de nuevas «razas» de humanes para realizar trabajos específicos.

En opinión del autor, de la crónica de estos riesgos anunciados, tan sólo los del primer tipo se están teniendo en cuenta, «mientras que las otras tres grandes categorías de riesgos apenas se consideran, o no se tienen en cuenta en absoluto». De lo que Riechmann colige que sin oponerse por principio a las técnicas de manipulación genética, hay que denunciar unas relaciones de poder y propiedad y una organización del capítulo de investigación y desarrollo que nos vuelvan «estructuralmente incapaces de obrar con la prudencia que sería de rigor». Hay que alertar sobre los intentos de banalizar estas nuevas tecnologías. Kierkegaardianamente, apunta Riechmann, había que acercarnos a ellas con «temor y temblor», si bien sin concesiones al irracionalismo.

El autor de CAT ha tenido la gentileza, además, de ofrecer un excelente capítulo de documentada ciencia divulgativa (Capítulo II: «Algunos conceptos básicos de biología molecular») y una no menos interesante sección de política y sociología de la ciencia (Capítulo VI. «La privatización del conocimiento y de la vida» y capítulo VII «Ciencia, tecnología y democracia»). El lector encontrará finalmente una breve y actualizada bibliografía en castellano al final del libro (pp. 219-221).

El mismo Riechmann ha escrito el epílogo del segundo libro que nos ocupa.Las semillas de la muerte (SM), cuyo autor es Carlos Amorín (Montevideo, 1954), escritor y periodista, de tenaz y ejemplar compromiso con las capas más desprotegidas de la sociedad y con la defensa de los derechos humanos, cuyo ejercicio en tiempos agónicos para la libertad y la justicia fue causa de sus varios exilios: Chile en 1972, Argentina en 1973, Francia en 1976, regresó a Argentina en 1984 y a Uruguay en 1985. Actualmente es redactor del seminario Brecha de Montevideo desde 1986, donde escribe sobre temas ambientales y sociales.

La primera edición de SM apareció en Montevideo en septiembre de 1999, con el apoyo de la secretaría regional latinoamericana de UITA (Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación). La edición española cuenta con el citado epílogo de Riechmann, con un prólogo de Augusto Roa Bastos y con nueve breves anexos, entre ellos una declaración de CC.OO. sobre la seguridad agroalimentaria y biotecnológica y con una sucinta reflexión de la organización Amigos de la Tierra.

SM es una investigación periodística que denuncia con excelente información y poderosas argumentaciones el depósito de 660 toneladas de semillas vencidas de algodón tratadas con agrotóxicos, que contenían además un organismo vivo producido artificialmente, en un pequeño campo (hectárea y media) de Rincon-í (Paraguay). La narración de lo sucedido ocupa la primera sección del libro: «El crimen», la contaminación con más de cuatro toneladas de veneno arrojadas a cielo abierto, a menos de 200 metros de una escuela rural. Uno de los pobladores del lugar murió de inmediato y más de 600 personas resultaron intoxicadas.

Se relata en este apartado, con el adecuado detalle y con la no menos ajustada sensibilidad, la lucha de los pequeños campesinos de la comunidad afectada. Su dignidad merece ser conocida por el lector y debería ser reconocida. ¿Por qué no un Premio Príncipe de Asturias a la paz, a la concordia y a la justicia?.

La segunda sección de SM, «Feudalismo y complicidad», narra la historia del algodón, del «oro blanco» en Latinoamérica. Si bien había precedentes en tiempos coloniales, fue desde el siglo XIX, después de la independencia, cuando se transformó en uno de los sectores básicos de la producción agrícola y de la exportación de Paraguay. El cultivo y la recolección fue fundamentalmente de carácter minifundista. Carlos Azorín relata en esta sección los problemas y reiteradas estafas a las que se vieron sometidos los pequeños campesinos. El algodón se cobró también otras víctimas. Varios proyectos permitieron la extensión del algodón que perjudicó a más de una docena de grupos étnicos. Como se señala en el informe de la UITA, «las últimas familias de aborígenes nómadas ayoreo fueron ubicadas en 1989 en la frontera con Bolivia; el constante desmonte de la selva los ha acorralado sin perspectiva de sobrevivencia alguna».

Finalmente, en al tercera sección («Los depredadores»), se da cuenta de los agentes causantes de la tragedia. Paraguay, como otros países del Tercer Mundo, es objeto de una invasión de agrotóxicos -creados originariamente para la guerra del Vietnam y, posteriormente, a raíz de la revolución verde, usados para combatir plagas-, invasión que cuenta con el beneplácito implícito de importantes grupos económicos y de poderosas instancias gubernamentales. De los doce agrotóxicos más peligrosos (la «docena sucia»), tres de ellos (Parathion, Paraquat, Pentaclorofenol) se utilizan en Paraguay. Los proveedores de estas sustancias son Brasil y Argentina, «bases operativas» desde donde las transnacionales realizan sus incursiones… comerciales.

Delta&Pine Land, la empresa responsable de la tragedia, logró introducir las semillas en Paraguay en agosto de 1997 gracias a diversas irregularidades, con los consabidos socios locales tan ávidos de dinero como carentes de escrúpulos. La búsqueda interesada del «legítimo» penique les une. El eje de la política de esta empresa líder usamericana, fundada en 1915, es la amplicación de mercados, el lucro a cualquier precio moral y social, sin reparar en riesgos para las poblaciones. Recuérdese que, desde marzo de 1988, Delta&Pine Land recibió definitivamente la propiedad de la patente de un nuevo resultado de la manipulación genética, conocido normalmente como «Tecnología Terminator».

La tragedia de Rincon-í no es el único caso. Como apunta Gustavo Duch, director de Veterinarios sin Fronteras, en el primer anexo, en 1987, fue en el basurero de la ciudad de Goiania (Brasil), donde dos recuperadores de basura encontraron un tubo de metal abandonado en un solar. Lo rompieron a martillazos y descubrieron una piedra con luz blanca que ofrecieron en pequeños fragmentos a sus vecinos. Se trataba de cesio 137, material radioactivo. Se contaminaron 120 personas, de las que 7 murieron. La clínica que arrojó el tubo de metal sigue funcionando sin problemas. En 1984, en Bhopal (India), se produjo la fuga de una substancia (metil-isocianato) usada en la fabricación de plaguicidas 3.000 muertos; 400.000 víctimas que aún no han recibido compensación alguna de Union Carbide, empresa propietaria de la planta. No se ha determinado ningún responsable. En 1997, explotó un almacén de la multinacional Hoechst en Tananarive (Madagascar). Otro tanto ocurrió el 9 de diciembre del mismo año en otro depósito de plaguicidas en Surabaya (Indonesia). Finalmente, para no abrumar, el 3 de mayo de 1991 en Córdoba (México), la explosión de una fábrica de agrotóxicos causó una gran contaminación: 157 muertes y aumento zonal de cánceres y malformaciones.

Obsérvese: empresas del primer mundo, víctimas del tercero. En este mundo todo vale. Si en los países desarrollados la acción de las poblaciones, el combate ecologista, la conciencia de algunos sectores de la comunidad científica, la sensibilidad de fuerzas de izquierda han permitido reducir, por ejemplo, el impacto de los plaguicidas, para los desfavorecidos de la Tierra no hay protección. La política rige con doble criterio: las normas que regulan, aunque no siempre, estos productos en el mundo industrializado, no se aplican en el Sur. Pero ¿acaso existe un pesticida que sea peligroso en Alemania o Suiza y no lo sea en Madagascar o en Uruguay? La OMS estima que más de medio millón de personas sufren anualmente envenenamiento por inhalación o ingestión de pesticidas. De ellas sufren muerte unas 40.000. Algunas organizaciones ecologistas y muchos investigadores quintuplican las cifras: en gran parte de los países del Sur la información queda ocultada. El resto continúa siendo silencio.

Pero el Sur también existe. El prólogo, que con el título de «La simiente maldita», ha escrito Roa Bastos, el inolvidable autor de Hijo de hombre, para este trabajo finaliza con estas palabras:

«Es cierto pero hay, por el contrario, un perdedor, el de siempre, el pueblo agricultor para el que no existe aún la menor preocupación estatal, ninguna reparación moral y menos aún material que se le debe con la misma fuerza que exige a los legisladores y al gobierno la erradicación de estos cultivos de efectos mortales que parecen protegidos por la indiferencia del estado y la de los líderes políticos, sólo preocupados por los beneficios de la repartija del poder».

En toda regla general que se precie hay, por supuesto, excepciones y es posible que el «los» de los «líderes políticos» de Roa Bastos deba ser matizado con un «algunos» o con «en su mayor parte» pero, sea como sea, no deja de ser certera la descripción del autor de Yo el Supremo. Es muy difícil que en estas circunstancias las gentes puedan pensar que la ciencia es un aliado y no otro de los mecanismos que incrementa el poder de los Poderosos de siempre. Trabajos como los de Carlos Amorín nos alertan sobre la cara siniestra de las no menos siniestras relaciones entre la ciencia y el sistema de lucro y capital desenfrenados. En el sistema del libre beneficio, la empresa de la ciencia es algo más que la simple búsqueda desinteresada de la verdad.