La Cámara de Representantes había hecho el esfuerzo, no cabe duda. Sin pronunciarse contra la guerra en sí -no era para tanto-, había rechazado, por 246 votos contra 182, el pedido del presidente George W. Bush de sumar unos 21 mil soldados a los 140 mil desplegados ya en el gigantesco matadero en que se […]
La Cámara de Representantes había hecho el esfuerzo, no cabe duda. Sin pronunciarse contra la guerra en sí -no era para tanto-, había rechazado, por 246 votos contra 182, el pedido del presidente George W. Bush de sumar unos 21 mil soldados a los 140 mil desplegados ya en el gigantesco matadero en que se ha convertido Iraq para ambas partes: oriundos y forasteros en pose bélica. A los republicanos tocó entonces el «honor» de obstruir en el Senado la aprobación de una resolución idéntica que, por cierto, de triunfar habría sido olímpicamente desdeñada por el mandatario, como él mismo ha asegurado.
A todas luces nada importa al hombre una opinión pública que reclama el repliegue del infierno mesopotámico. Ni el que 70 legisladores de su propio partido se unieran a la mayoría del opositor Partido Demócrata -más bien opositor en la forma, que no en el contenido- para propinar a la Casa Blanca en la Cámara Baja una «importante derrota legislativa», de acuerdo con el leal saber y entender de diversos analistas.
¿Que dos de cada tres encuestados rechazan el llamado plan Bush? Bah, hay cosas más serias en qué pensar. Por ejemplo: en que el dinero con que se sostienen la guerra y la ocupación comporta un pingüe negocio para funcionarios estadounidenses y compañías transnacionales. De ahí la solicitud de 245 mil millones de dólares más, para el período 2007-2008.
Y esto dista de infamia, falso testimonio, por Dios. A cualquiera que se sienta agraviado bástele ojear Los Angeles Times del 19 de abril de 2006. Allí encontrará que una de las primeras mujeres piloto, coronel de la Fuerza Aérea, portadora de condecoraciones, de nombre Kimberly Olson, ha sido acusada ante un tribunal militar de utilizar su posición como segunda comandante de Jay Garner para adueñarse de tres millones de dólares, en contratos de una empresa privada de seguridad con la que estaba asociada.
¿Garner? El río sigue sonando. Algo plúmbeo traerá en sus entrañas. Este general retirado, el primer administrador gringo de Iraq tras la invasión, ahora anda de contratista en el Ejército. Y aunque no está vulnerando la letra de la ley -se licenció, ¿no?-, el espíritu de esta señala, sin equívoco, la huella de un conflicto de intereses. Al menos, surge una pregunta lógica: al situarse a la cabeza de la ocupación, ¿creía él verdaderamente en la necesidad de la lucha contra el «monstruo» de Bagdad, Saddam, supuestamente aliado de Al Qaeda y poseedor de devastadoras armas, o se relamía de gusto pensando en lo que ganaría contratos mediante?
Pero en este contexto tan sórdido se conoce mucho más. Un artículo del Boston Globe del 17 de abril de 2006 asevera -citando a investigadores del Congreso- que «constructores estadounidenses estafaron cientos de millones de dólares de los fondos destinados a Iraq». ¿El modus operandi? «En algunos casos se pagaba a los contratistas dos veces por el mismo trabajo; en otros, por uno que no habían hecho». Y lo peor, o lo más sucio: controladores afirman que en estos momentos se investigan cerca de otros cien casos de acusaciones criminales, y otros cientos no se podrán inspeccionar porque en ellos están implicados… ¡altos representantes del Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica!
Un plan… más bien otro plan
En este ámbito de brega desesperada por los réditos de la corrupción, que se unen a los consabidos, los del petróleo, al genio de la Oficina Oval -a sus asesores- se le ocurre el misterioso Plan B, que, a juzgar por filtraciones a la prensa, estipula el envío de unos 30 mil nuevos efectivos, en lugar de los 21 mil reclamados a una remisa Cámara de Representantes. Con la suma de estos y los 145 mil soldados desde hace tiempo destacados en las planicies mesopotámicas se espera conseguir el control del Gran Bagdad -con unos siete millones de habitantes- y del Iraq central, algo fallido para el ejército estadounidense en tres años y medio de ímprobos intentos.
Conforme a observadores de tino, el cacareado plan responde a un mito sostenido por generales del Pentágono críticos con el anterior secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y ansiosos de encontrar un chivo expiatorio. Todo habría salido a pedir de boca si hubiéramos enviado un ejército más numeroso, salmodian desafinadamente personas que parecen olvidar hechos como el señalado hace unos meses por el Grupo de Estudios para Iraq, presidido por James Baker. El 61 por ciento de los iraquíes estaba a favor de los ataques armados contra las tropas integradas y dirigidas por los EE.UU., de acuerdo con varias encuestas calificadas de confiables por diversos analistas…
Asimismo se reafirma casi en calidad de axioma el que toda ocupación impulsa la resistencia. «Cuantas más tropas estadounidenses, más resistencia», señalan colegas como Patrick Cockburn, a quien un amigo de la zona oeste sunita de Bagdad confesó: «Los muyaidines han ordenado a todos los jóvenes de nuestros distritos que cojan sus pistolas y se organicen por turnos para que siempre estemos protegidos». ¿Y acaso matar a un gringo no protege de un ataque?
Ahora, nuestra fuente pone énfasis -y concordamos a plenitud- en que el excedente de tropas podría usarse para un propósito aún más peligroso. El de enfrentarse al Ejército del Mehdi, los seguidores del clérigo nacionalista chiita Muqtada al Sadr, a quien USA considera la causa de sus desgracias, y quien, a pesar de haber perdido numerosos milicianos en sus combates contra los ocupantes a lo largo de 2004, se ha granjeado una inmensa credibilidad a los ojos de los iraquíes. Credibilidad que insufla vigor patriótico a sunitas y chiitas, sobre todo en un ambiente de «moderados» aupados por la Casa Blanca y representados en buena medida por el gobierno títere de Nuri al Maliki.
Mar de leva
Lo cierto es que, a pesar de planes B y bravatas presidenciales, la resistencia continúa operando cada vez a mayor escala. Cuando redactamos estas líneas, suman siete los helicópteros enemigos abatidos por una guerrilla que se crece en tácticas y en poderío de fuego, mientras pasan de tres mil cien los soldados norteamericanos muertos y de 23 mil los heridos en acciones bélicas desde marzo de 2003. Peritos como el general iraquí retirado Ahmed al Issa consideran que los Estados Unidos tienen la guerra perdida en todos los frentes. Y que las dos posibles soluciones serían aumentar a 200 mil la cantidad de militares o programar una retirada con ciertos arreglos previos con los combatientes locales para evitar víctimas y un caos tremendo.
Caos que se desdobla en hechos tan palpables como que el gobierno cipayo proponga «apurar el lanzamiento de un plan de seguridad para recuperar de una vez por todas a Bagdad». Recuperar. Esto, al decir de la colega Stella Calloni, significa que «semejante fuerza de ataque con las armas más poderosas del mundo después de cuatro años ni siquiera puede controlar la capital». Lo cual, en lugar de alentar a Bush a partir del cementerio en que está perdido, en el que anda a tumbos, dándose contra las paredes, cayendo en alguna que otra fosa abierta, lo mueve a pedir más dinero. Y a darse más golpes con los muros de la gran necrópolis en que se ha convertido Iraq.
Ah, pero eso sí: los gringos saben mucho de propaganda y otras hierbas aromáticas. Y lo que usted no ve en la televisión simplemente no ha pasado. No ha pasado la insistente afirmación de la anatematizada resistencia iraquí en el sentido de que ellos «no matan a su gente, como hacen creer los asesinos». Nadie podría acusar entonces a los propios yanquis de atizar, con la bomba pronta y subrepticia, el derrame de sangre hermana, por diferencias religiosas o étnicas, para hacer imprescindible a los ojos de las personas de buena fe la permanencia de unas tropas que garantizarían más que apetecibles ganancias petroleras y de otra índole.
La publicitada ejecución de Saddam, que tanto resquemor levantó entre los sunitas, podría aparecer aquí como el signo principal de que USA quiere precisamente eso: el resquemor, la animadversión entre iraquíes, como medio de pescar en aguas revueltas.
Y pescando en esas aguas, a despecho de voces lúcidas que, incluso en el interior de Norteamérica, aconsejan la retirada de un Vietnam redivivo y en perspectiva dimensionado, el benemérito inquilino de la Casa Blanca se empeña en el turismo de guerra, corroborando la recurrente sentencia de que quien no conozca la historia se encargará de repetirla. Claro, la repetirá hasta que de una vez por todas aprenda.