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Iraq se desangra a 4 años de la invasión

Fuentes: The Independent/La Jornada

Cuatro años después de que tropas estadunidenses y británicas invadieron Irak, el país está empapado en sangre y sus pobladores mueren de miedo. A menudo los iraquíes muestran una mirada de pánico suprimido a medias cuando relatan la forma en que la muerte violenta los ha golpeado una y otra vez a ellos y sus […]

Cuatro años después de que tropas estadunidenses y británicas invadieron Irak, el país está empapado en sangre y sus pobladores mueren de miedo. A menudo los iraquíes muestran una mirada de pánico suprimido a medias cuando relatan la forma en que la muerte violenta los ha golpeado una y otra vez a ellos y sus familias.

«El año pasado tuve dos huidas», relató este fin de semana Kassim Naji Salaman, fornido chofer de carrotanque de gasolina, afuera del poblado de Khanaqin, en el centro del país. «Mi familia y yo vivíamos en Bagdad, pero salimos corriendo cuando mataron a mi tío y a mi primo, y nos mudamos a una casa del pueblo de Kanna, en Diyala.»

Salaman esperaba que él y su familia, todos sunitas, estarían más seguros en un distrito sunita. Pero casi todo Irak es peligroso. «Unos milicianos secuestraron a mi hermano Natik, que manejaba un carrotanque, y lo obligaron a meterse en la cajuela del auto que llevaban. Cuando lo sacaron le dieron un tiro en la cabeza y dejaron su cuerpo en el camino. Tengo miedo de regresar a Kanaan, donde mis familiares están refugiados, porque los milicianos me matarían también.»

Los iraquíes esperaban que su vida mejorara cuando estadunidenses y británicos invadieron el país con intención de derrocar a Saddam Hussein, hace exactamente cuatro años. Estaban divididos en cuanto a si se trataba de una liberación o de una ocupación, pero casi ninguno luchó en 2003 por el viejo régimen. Hasta la propia comunidad sunita de Hussein reconocía el daño que causó a su pueblo durante un cuarto de siglo de guerra caliente y fría. Redujo el nivel de vida de iraquíes propietarios de vastas reservas de petróleo, desde una norma comparable a la de Grecia hasta una semejante a la de Malí.

Pero tan pronto cayó Hussein, los iraquíes tuvieron la certeza de que se trataba de una ocupación y no de una liberación. El ejército y los servicios de seguridad se disolvieron. Irak dejó de existir como Estado independiente. «Los estadunidenses quieren clientes, no aliados», lamentó un disidente iraquí que cabildeó durante años en Londres y Washington en pro de la invasión.

La guerra de guerrillas contra las fuerzas estadunidenses surgió con extraordinaria velocidad y fiereza en la comunidad sunita, integrada por 5 millones de personas. Hacia el verano de 2003, siempre que iba yo al escenario de un ataque con bomba o una emboscada a soldados invasores, encontraba iraquíes bailando de júbilo alrededor de los charcos de sangre en el camino o sobre los vehículos Humvee incinerados.

Para los iraquíes, de 2003 en adelante cada año ha sido peor que el anterior. Tan sólo en noviembre y diciembre del año pasado fueron asesinados unos 5 mil civiles, a menudo por tortura, según la ONU. Esta cifra se puede comparar con los 3 mil muertos en los 30 años del conflicto en Irlanda del Norte. Muchos iraquíes han votado con los pies; unos 2 millones han huido -la mayoría hacia Siria y Jordania- desde que el presidente George W. Bush y el primer ministro Tony Blair enviaron tropas estadunidenses y británicas a Irak, hoy hace cuatro años.

Tan peligroso es viajar en cualquier lugar de Irak fuera del Kurdistán, que los periodistas tienen dificultades para reunir pruebas de la carnicería que se desarrolla en la nación sin exponerse a morir ellos mismos. Durante mucho tiempo, Blair y Bush han dado a entender que la violencia se limita al centro de Irak.

Esta mentira debió quedar demostrada para siempre en el informe Baker-Hamilton, escrito por importantes legisladores republicanos y demócratas, el cual examinó un día del verano pasado en el que los militares estadunidenses anunciaron que hubo 93 ataques y se descubrió que la cifra real era de mil 100. En otras palabras, la violencia se había subestimado por un factor de 10.

Diyala es una de las provincias más violentas en Irak. En otros tiempos era de las más ricas, con huertos opimos que florecían en las riberas del río Diyala, que se une al Tigris en el sur de Bagdad. Pero su geografía sectaria es letal: su población es una mezcla de sunitas y chiítas con una pequeña minoría kurda. Durante al menos dos años se ha visto convulsionada por una violencia cada vez más intensa.

Es imposible que un periodista extranjero viaje a Diyala desde Bagdad si no está «incrustado» en las fuerzas estadunidenses. Yo sabía, porque había hecho antes el trayecto, que era posible llegar a Khanaqin, en el rincón noreste de la provincia, controlado por los kurdos, tomando un camino que pasa por poblados kurdos a lo largo del lado iraquí de la frontera con Irán.

Comenzamos en Arbil, la capital kurda, y de allí seguimos tres horas por las montañas hacia Sulaimaniyah. La Unión Patriótica del Kurdistán (UPK), partido del presidente Jalal Talabani, nos consiguió un guía que conocía el camino para llevarnos a Khanaqin a la mañana siguiente.

Salimos de las montañas a través del túnel de Derbendikan y seguimos por la ribera derecha del Diyala, empapada por lluvias torrenciales, hasta llegar al poblado de Kalar, al fondo del valle. Allí es importante dar vuelta a la derecha por un largo puente que cruza el río, porque el siguiente poblado del camino, Jalawah, está en disputa entre kurdos y árabes sunitas. Luego el camino se dirige a la frontera iraní hasta Khanaqin, controlada por la UPK.

Lo que habría ocurrido si hubiéramos seguido hacia Jalawah quedó claro cuando nos encontramos un líder tribal de esa población, llamado Ghassim Mohammed Shati. Al preguntarle sobre el estado de la seguridad en Jalawah, nos dijo: «El centro de la ciudad es bastante seguro, pero mi padre, mi hermano y mi tía fueron asesinados a las afueras en marzo de 2005».

Shati, que también era capitán de la policía, buscó la ayuda del alcalde de Khanaqin, Mohammed Amin Hassan Hussein, quien al parecer no pudo dársela. Resulta sorprendente que el líder tribal no buscara sólo dar muerte a los insurgentes que mataron a sus parientes. «La única solución -dijo- es dar empleo a los policías y oficiales del ejército que fueron cesados y que hoy apoyan a Al Qaeda. Si les dan empleo dejarán de matar.»

La situación, peor que nunca

Todas las personas con las que hablé estuvieron de acuerdo en que la situación en Diyala está peor que nunca. El coronel Azad Issa Abdulrahman, sombrío jefe de policía de Khanaqin, indicó que la capital provincial, Baquba, de 250 mil habitantes, aunque dista sólo 50 kilómetros de Bagdad, y otra ciudad grande llamada Miqdadiyah, estaban bajo control de los insurgentes. «El gobierno sólo controla unos cuantos de sus propios edificios», reconoció. Los insurgentes dicen estar fundando el emirato islámico de Diyala.

A principios de este mes Estados Unidos, con bombo y platillos, envió 700 soldados del quinto batallón del 20 regimiento del ejército a Diyala, a restaurar la autoridad del gobierno. Se trenzó en feroz batalla con insurgentes, en la cual perdió dos vehículos blindados Stryker. Pero, como tan a menudo ocurre en Irak, a los ojos de los locales la presencia o ausencia de fuerzas estadunidenses no tiene mayor importancia en lo relativo a quién tiene el poder en la localidad como gusta de creer el comando militar estadunidense. Se supone que apoyan a los 20 mil elementos de las fuerzas de seguridad iraquíes, pero a principios de este año se anunció que se iba a cesar a mil 500 policías locales por no oponerse a los insurgentes. Un momento embarazoso ocurrió cuando comandantes militares estadunidenses e iraquíes afirmaron en una videoconferencia de prensa conjunta que tenían firme control de la situación en Baquba, y entonces insurgentes irrumpieron en la oficina del alcalde, lo secuestraron y lo volaron en pedazos.

Difícil saber quién está a cargo

En Diyala el poder está fragmentado. Como en el resto del país, es difícil saber quién está a cargo. A menudo son señores de la guerra políticos o militares, cuyas lealtades son múltiples. Por ejemplo, en Diyala se encuentra la quinta división del ejército iraquí, pero es chiíta en su mayoría. Lo que más temía encontrar Salaman, el chofer sunita de pipas, era a los soldados chiítas que tripulan los retenes del ejército, o a milicianos del Ejército del Mehdi chiíta vestidos de soldados.

Los iraquíes como él enfrentan un número aterrador de amenazas. Al señalar que él era el único proveedor de sustento de 18 mujeres y niños porque tantos de sus parientes varones han sido asesinados, decía con desesperación: «Ni siquiera puedo ir de visita al pueblo donde viven porque soldados, milicianos u otros hombres enmascarados pueden matarme. Ya no sé ni cómo mandarles dinero». El problema, dijo, es que el ejército y la policía están de un lado o de otro de la división sectaria o étnica. No preveía que las cosas mejoraran.

El gobierno iraquí, cuyos ministros en sus visitas a Londres o Washington emiten declaraciones optimistas sobre cómo mejora la situación del país, tiene un peso sorprendentemente débil fuera de la zona verde. Con frecuencia sus intervenciones sólo causan daño. Por ejemplo, la fuente principal de empleo en Khanaqin era el gran cruce de la frontera con Irán en Monzariyah. El tráfico fronterizo generaba mil empleos. Pero el gobierno ha cerrado el cruce, y la carretera, antes saturada de camiones, hoy está vacía.

Otro indicio del menguante control gubernamental es que no se han entregado raciones en Diyala durante siete meses. Alrededor de 60 por ciento de los iraquíes dependen de las raciones subsidiadas por el gobierno, pero ya no llegan porque quienes las entregan dicen que es peligroso. Resulta comprensible, porque a menudo los insurgentes consideran colaboracionistas a los choferes de los camiones que transportan los víveres y los matan a tiros. En el poblado de Kanaan, donde vivía Salamaan, cinco hombres fueron quemados vivos por el crimen de resguardar dos gasolineras.

Una dificultad al explicar lo que ocurre en Irak al mundo exterior es que desde 2003 los gobiernos estadunidense y británico han producido una serie de hitos espurios: la captura de Saddam Hussein en diciembre de 2003, la supuesta devolución de soberanía a Irak en junio de 2004, las dos elecciones y la nueva constitución de 2005 y, en fecha más reciente, la «oleada» militar en Bagdad. En todos los casos los beneficios de estos sucesos fueron inventados o exagerados.

Luego de que fundamentalistas sunitas volaron la mezquita chiíta de domo dorado en Samarra, en el centro de Irak, en febrero de 2006, Irak se vio desgarrado en lucha sectaria. Bagdad se dividió en una docena de ciudades hostiles, sunitas y chiítas, que se lanzaban obuses una a otra. Los ministros del gobierno, si eran controlados por comunidades diferentes, se combatían entre sí. El Ministerio del Interior, controlado por chiítas, secuestró a 150 personas del Ministerio de Educación Superior, bajo control sunita, y dio muerte a muchas.

Por un breve instante en noviembre pasado, luego de las elecciones de medio término en Estados Unidos y el informe Baker-Hamilton, parecía que Washington empezaría negociaciones con sus muchos enemigos dentro y alrededor de Irak. Pero el presidente Bush se negó a reconocer el fracaso. Ahora se envían 21 mil 500 efectivos de refresco a Bagdad y la provincia de Anbar, en el oeste.

Hasta ahora hay pocos indicios de que la «oleada» cambie en realidad el curso de la guerra. Por el momento las milicias chiítas se han retirado, pero los bombazos continúan. «Los chiítas han dejado de matar sunitas, pero los sunitas no han dejado de matar chiítas», me dijo un funcionario del gobierno. «Si las cosas siguen así y el liderazgo sunita no denuncia, habrá una explosión de odio sectario todavía peor que el anterior.»

Diyala, cuyas alguna vez prósperas poblaciones productoras de frutas ahora se vuelven fortalezas sunitas o chiítas fuertemente armadas, es símbolo del fracaso de la ocupación que comenzó hace cuatro años. Desde un primer momento fue evidente que sólo los kurdos de Irak daban respaldo total a la presencia estadunidense y británica. Los sunitas siempre la combatieron y los chiítas sólo la consecuentaron mientras sirvió a sus intereses. El mayor cambio político del año pasado es que la mayoría de los chiítas apoyan hoy los ataques armados a las fuerzas comandadas por Estados Unidos.

Hace cuatro años la invasión fracasó. Derrocó a Saddam Hussein, pero no hizo más. Desestabilizó Medio Oriente. Despedazó a Irak. Tenía el propósito de demostrar que Estados Unidos era la única superpotencia mundial, que podía hacer lo que quería. En realidad demostró que era más débil de lo que el mundo suponía. Mientras más se resista a admitir el fracaso, más tiempo durará la guerra.

Patrick Cockburn es autor de

The occupation: war and resistance in Iraq (La ocupación: guerra y resistencia en Irak), publicado por Verso.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya