En la primavera del 1907, ─acaban de cumplirse exactamente cien años─, Pablo Picasso creó «Las muchachas de Avignon», cuadro con el que dio inicio al cubismo y comenzó una influyente revolución en las artes plásticas. Tenía veinticinco años. Avignon era una calle de Barcelona donde existía un conocido burdel, pero era también la vía […]
En la primavera del 1907, ─acaban de cumplirse exactamente cien años─, Pablo Picasso creó «Las muchachas de Avignon», cuadro con el que dio inicio al cubismo y comenzó una influyente revolución en las artes plásticas. Tenía veinticinco años. Avignon era una calle de Barcelona donde existía un conocido burdel, pero era también la vía en la cual Picasso solía comprar sus colores, su papel de dibujo, sus acuarelas, cuando residía en aquella ciudad.
En esos tiempos Picasso frecuentaba el Museo Etnográfico, en el Trocadero, que luego se llamaría Museo del Hombre: le fascinaban las máscaras africanas y polinesias. Muchos de sus conocidos compraban esos disfraces en la tienda de Pére Sauvage, en la Rue de Rennes. Constituyeron un impacto enorme en la pupila del pintor quien, hasta entonces, había recogido en imágenes el universo de acróbatas y artistas de circo miserables o se había sumergido en la atmósfera sentimental de los azules y rosas que expresaban más adecuadamente sus emociones.
Originalmente Picasso intentó que la figura central del cuadro fuese un marinero, protagonista frecuente en la vida de los prostíbulos, rodeado de prostitutas. Esa representación del hombre de mar se encuentra en muchos de los esbozos preparatorios del cuadro. También aparecía un cesto de frutas del cual las mujeres estaban comiendo. En la versión final el marino y las frutas desaparecieron.
Hasta entonces los artistas pintaban lo que veían, a partir de ese cuadro los pintores pasan a representar lo que conciben. Ya no es lo evidente, como lo reflejan los sentidos, es lo cerebral lo que cuenta, la intuición perceptiva, la realidad pensada es lo válido, no el contexto contemplado. Esa es la gran conmoción que desata Picasso, solamente comparable a la convulsión efervescente que creó Cezanne cuando probó que la obra de arte constituye una parte de la naturaleza vista a través de un temperamento.
Como dijo André Malraux, a lo largo del siglo diecinueve la historia había debilitado la imaginación. El afán de trazar de manera perdurable el hecho político o militar, (vg. Napoleón en campaña o el retratismo de ilustres dirigentes de Estado), no permitía la expansión de la fantasía ni el libre juego creativo. Finalizando el siglo se opera la emancipación de las formas. Cezanne muere en 1906, al año siguiente estalla el grito sedicioso de «Las muchachas de Avignon». El maestro de Provenza fue esencial en la construcción del ojo que permitiría apreciar el cubismo y todos lo demás que seguiría.
Anterior a ese período Picasso transcurre por un período de grandes penurias. Tiene que vender cuadros y dibujos para poder pagarse una sopa «boullabaise». Pero el galerista Ambroise Vollard se aparece en su estudio una tarde y compra en bloque todo lo que ve allí y le paga dos mil francos, una suma fabulosa en aquél tiempo. Con ese dinero Picasso se regala un sueño: su retorno al país natal; vive en el campo, en Gosol, cerca de Andorra. Fernande, su mujer, le encuentra menos salvaje, más brillante, más animado, se desprende de él «una irradiación feliz». Es de retorno de ese arraigo con la cepa de origen cuando pinta «Las muchachas de Avignon.»
Es de esa época el famoso retrato de Gertrude Stein, plasmado como un bloque marmóreo, una presencia imponente, monumental y densa. De ahí surge el comentario: «no se parece», y la famosa respuesta de Picasso: «ya se parecerá». Tiempo después Stein se hace recortar el cabello y Picasso la encuentra en la calle y lanza un grito de sorpresa: ¡»qué ha sucedido!» «¿Por qué?» indaga la escritora. «¡Ya no eres mi retrato!» Cuando termina «Las muchachas de Avignon» Max Jacob dice de una de ellas: «se parece a mi abuela». Desde entonces los amigos íntimos llaman al cuadro «La abuela de Max». Quien bautizó el cuadro con su nombre actual fue André Salmon. Picasso siempre dijo que ese apelativo lo irritaba, pero no hizo nada por modificarlo.
La audacia creadora y experimental de Picasso creó con «Las muchachas de Avignon» una línea divisoria en el tiempo y dio nacimiento a una nueva escuela de creación. Picasso dijo que al empezar un cuadro se produce una especie de asesinato de lo bello, hay que rechazar muchas tentaciones estéticas y destruir la obra rehaciéndola muchas veces. Y agregó: «El éxito es el resultado de hallazgos rechazados».
Picasso nunca quiso vender esa obra porque la veía inacabada. Durante muchos años solo sus amigos íntimos lograron apreciarla. Fue Jacques Doucet quien consiguió comprársela en 1920. Fue expuesta solo una vez en Europa, en el Petit Palais, en 1937. Hoy es uno de los cuadros más prestigiosos del Museo de Arte Moderno de Nueva York y su celebridad proviene de ser la obra de creación que terminó un sistema y dio nacimiento a otro.