Esta reedición digital de Dejar de pensar (Akal, 1986), ha sido iniciativa de Miguel León Pérez, quien se ha encargado de digitalizarlo y de ponerse en contacto con nosotros, animándonos a colgarlo en la red. Nos hemos decidido a hacerlo más que nada porque, aunque el texto está redactado en un tono irónico bastante cargante […]
Esta reedición digital de Dejar de pensar (Akal, 1986), ha sido iniciativa de Miguel León Pérez, quien se ha encargado de digitalizarlo y de ponerse en contacto con nosotros, animándonos a colgarlo en la red. Nos hemos decidido a hacerlo más que nada porque, aunque el texto está redactado en un tono irónico bastante cargante y dice alguna que otra tontería, se trata -según hemos podido comprobar al releerlo 22 años después- de un buen recordatorio de lo que fue el estreno de la democracia en España y, sobre todo, de la inconmensurable traición del PSOE a la clase obrera y a la población en general que lo había votado.
Eran tiempos con una altísima tasa de paro, acrecentada por una salvaje reconversión industrial que el PSOE gestionó con una chulería y una bellaquería sin límites. Tiempos también en los que la producción española comenzaba a ajustarse a las normas europeas, en los que la sobreproducción agrícola y ganadera se había convertido en un problema que amenazaba a todos los pequeños productores. Mientras tanto, la traición sindical de CCOO y de UGT se consolidaba: la clase obrera española estaba a punto de perder en unas pocas horas de negociación, conquistas que habían costado décadas de esfuerzos y de sangre. La amenaza de un golpe de Estado militar todavía estaba presente. Pero aún resultaba más patente el golpe de Estado permanente que la Banca y la CEOE estaban perpetrando constantemente contra la democracia. La cosa no tenía remedio: la población tenía que «apretarse el cinturón» (como solía decir Felipe González) o atenerse a las consecuencias. El chantaje capitalista contra la democracia comenzaba a estar muy claro: las empresas tenían la sartén por el mango. Si a las empresas les iba mal, a los trabajadores les iría peor. Por tanto, si los trabajadores querían defender sus propios intereses, debían «apretarse el cinturón» y defender los intereses de la patronal. Y así era, en efecto. Y así sería, al menos, mientras el PSOE, el PCE, CCOO y UGT no dejaran de traicionar a la clase obrera (cosa que ya nunca dejaron de hacer).
En tales condiciones, no había más opción que la de un anticapitalismo radical (que exigía una reivindicación del marxismo que en esos momentos iba bastante a contracorriente) o la de una resignación posmoderna, escéptica y nihilista. Toda una legión de intelectuales que habían sido de izquierdas hasta «antes de ayer», adoptaron entonces la vía de la posmodernidad. Y eso fue ya la gota que rebasó el vaso: todas las majaderías que hubo entonces que escuchar. Esto es lo que explica el recurso retórico un poco irritante que da lugar a Dejar de pensar. Es como si dijéramos: ¡no, basta de bobadas! Para dejar de ser de izquierdas no hace falta andar con grandes proclamas sobre el fin de la modernidad. Basta con comprender que entre el capitalismo y el anticapitalismo no hay terceras vías. O seguimos siendo anticapitalistas, o el PSOE tiene razón y lo mejor que puede hacer la clase obrera en su favor es «apretarse el cinturón». Estamos en una situación en la que la mayor parte de los problemas humanos coinciden con las soluciones de la economía privada. Y cada vez que los seres humanos encuentran una solución, resulta ser un problema para la economía. La economía capitalista respira ya de una manera demasiado aparatosa, demasiado complicada y problemática, como para que los seres humanos vengan encima a traerle más problemas, importunándola con distorsiones y externalidades. Así pues, si ya no se trata de «cambiar de base» el sistema, es mejor reconocer la verdad de una vez por todas: el PSOE hace muy bien en defender a los obreros defendiendo a la patronal, pues es ella la que tiene la sartén por el mango. Esto no era el advenimiento de una nueva era posmoderna, era sencillamente la lógica misma del sistema capitalista, de un sistema que, de pronto, ya nadie parecía dispuesto a combatir. Así pues, los mentirosos y traidores chorizos del PSOE resultaban dar en la diana de lo que estaba pasando mejor que los intelectuales de la postmodernidad. El paro, la producción de armamento, las bases de la OTAN, la obsolescencia programada, el consumo suicida, la publicidad más indigna, la guerra misma, incluso el hambre del Tercer Mundo, resultan funcionales a un mercado que siempre sabe lo que quiere mejor que sus habitantes y que sus gestores. Mejor que seguir lamentando tanta mala suerte, resulta reconocer a las claras la racionalidad de tanta desgracia. Se trata de una racionalidad interna a un sistema, el sistema capitalista, que, precisamente por eso, resulta en sí mismo tan irracional que su irracionalidad clama al cielo. Pero los años ochenta eran tiempos muy malos para la política; había habido demasiada traición y demasiadas derrotas (y fuera de Europa, crímenes infinitos y masivos que habían acabado con casi todas las esperanzas anticapitalistas). En esos años había muy pocos que pensaran que «otro mundo es posible». Casi todos preferían pensar que otro mundo había llegado ya: la posmodernidad. En verdad, se trataba tan solo de una estrategia yupi y pedante de los intelectuales para seguir los pasos de los políticos socialistas y reclamar, ellos también, una parte de las ganancias.
Fue una época indigna para la filosofía y el pensamiento político. Por supuesto que hubo muchos intelectuales que conservaron la decencia. Muchos conservaron incluso su inteligencia intacta. Pero a ellos fue, precisamente, a los que se dejó de oír. En los años ochenta hubo un verdadero golpe de Estado entre los intelectuales que dejó a muchos enterrados y a otros recibiendo premios y comiendo canapés. De hecho, es muy probable que, si no hubiera sido por Internet, la izquierda anticapitalista se habría muerto de pena mucho antes de llegar al siglo XXI. Los medios alternativos no son gran cosa, desde luego, para combatir el macizo ideológico blindado por los medios de comunicación masivos, la prensa privada y la televisión. Pero, han servido, por lo menos, de respiración asistida para una izquierda que, a finales de los ochenta, se moría de asfixia. En esos años casi lo único interesante que se escuchaba eran las canciones de La Polla Records [1] y la voz del Camarón de la Isla. Las primeras, explicaban lo que la postmodernidad ya no comprendía. La otra, devolvía la seriedad a un mundo terrible sobre el que la posmodernidad no cesaba de frivolizar.
[1] En esta edición hemos puesto a pie de página algunas de sus canciones.
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Dejar de pensar
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