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Crítica de la película "Retorno a Hansala" de Chus Gutiérrez

Inmigración: personas o números

Fuentes:

  Utilizar el cine para contar historias que agiten las conciencias resulta sin duda el mejor uso que se le puede dar. El fin de semana pasado se estrenó Retorno a Hansala, una película que aborda de frente el tema de la inmigración. Lo hace con frescura, desde el vitalismo y de una forma que […]

 

Utilizar el cine para contar historias que agiten las conciencias resulta sin duda el mejor uso que se le puede dar. El fin de semana pasado se estrenó Retorno a Hansala, una película que aborda de frente el tema de la inmigración. Lo hace con frescura, desde el vitalismo y de una forma que incluso resulta terapéutica.

Hablaba Chus Gutiérrez en la rueda de prensa sobre las dificultades del rodaje, pero sus palabras recogían agradecimiento por la hospitalidad recibida. Contaba que de un lado y del otro del Mediterráneo somos diferentes, que nuestros valores mercantilizados nada tienen que ver con los de ellos. «En Hansala son pobres, no tienen nada de lo que a nosotros nos parece «imprescindible» para vivir, pero la comida que hay se comparte y se comparte el tiempo y la curiosidad de conocerse, de comunicarse a través de gestos, de miradas, de sonrisas». Decía que Said, un joven actor de 15 años, les hacía de interlocutor y también de anfitrión pues les ofreció la casa de su familia, un hogar diáfano, de puertas abiertas, de espacios colectivos. Recordaba cuando al principio de todo le dijeron que había que poner precio a las cosas, que si salía un burro en la película había que pagar al dueño por ello, que si comían en su casa debería cobrarles. Said se reía, pues en su mundo eso no dejaban de ser tonterías: el burro estaba allí, sois mis invitados…

Que el cine ayude a construir la sociedad es un valor añadido nada desdeñable. La llegada del equipo de rodaje a Hansala, además de llevar algo de prosperidad al pueblo, sirvió no sólo para que las mujeres de allí recibieran por primera vez un salario por su trabajo, sino para que vieran a otras mujeres mandando sobre hombres. Así, sin premeditación alguna, se formó «la pequeña revolución de las mujeres»: ellas solicitaron a los hombres entrar a formar parte de la «Asociación del pueblo». Aunque no se lo permitieron, no se rindieron, formaron su propia asociación y comenzaron una labor de alfabetización entre sus compañeras.

Con gran humildad nos habla también del orgullo que sienten porque su aldea resulte visible, para decirnos después que en una sola patera esa pequeña comunidad había perdido a trece hombres.

Estas palabras de la directora y su largometraje me han removido el deseo de poner en palabras los sentimientos surgidos, así que en este punto recupero mi propia voz para continuar mientras me alejo de la película.

Viven con lo básico, en países con sistemas políticos que se han mostrado incapaces de generar un progreso colectivo que ofrezca una mínima esperanza a sus habitantes. Tutelados por un Occidente egoísta que se encarga de explotar sus recursos mientras se molesta en mantener inamovible el estado de las cosas. Nada nuevo, enfrentarse a unas perspectivas que aquí también conocimos, basta con echar la vista hacia atrás y mirar a las España de 1940. Los jóvenes de allí han encontrado la misma solución que hallaron los de aquí entonces y ante la falta de oportunidades han optado por buscarlo en territorios más prósperos. Si no es de una forma será de otra, pero se irán. Los muros no les detendrán. La realidad cambiará las leyes.

Recogen lo poco que poseen en un pequeño hatillo y se lanzan desesperados al mar en pateras, cayucos… para tener un futuro. Cargan sobre sus espaldas las historias personales y en silencio se agarran a su tragedia durante el trayecto. La noche, el frío que en los huesos, la humedad rodeándoles. No sé si saben que no es el agua sobre la que se deslizan lo que nos separa, la línea divisoria la marca la muerte. Los que sobrevivan llegarán a nuestras costas para ser tratados con desprecio, llenos de miedo al otro que es distinto y les rechaza, examinados con el tamiz de nuestra cultura en la que sus códigos se tambalean al resultarles ahora inútiles, con ganas de olvidar para superarse y sin fuerzas para sostener a los que llegarán después. Lo desconocido significa incomprensión.

Los fallecidos se convierten en negra estadística, en números que pierden su significado y que sólo representan magnitudes sin sentimientos. Tragedias que el paso del tiempo va alejando de nuestra realidad. 3, 28, 1, 14, 9, 37, 60, 4… Así, cuando sólo son un goteo de cifras hacen menos daño y podremos olvidarlos antes.

Todo cambia con la proximidad, si nos acercamos lo suficiente a sus vidas y personalizamos se produce la variación en el punto de vista. Tendrán importancia y valor para nosotros al encontrar semejanzas o comportamientos que nos unan. Desde este prisma, enfocando para aproximarlos y que sintamos su cercanía, su realidad, escribió Andrés Sorel la novela Las voces del Estrecho.

He repasado la prensa buscando que queda de tantos inmigrantes que han muerto en el trayecto y no he encontrado otra cosa que cifras de muertos. Sin embargo todos ellos han dejado una vida llena de inquietudes similar a la mía. No me lo dicen, pero sé que cada uno de ellos tiene su nombre; se llaman Said, Leila, Fátima, Ajda, Marién, Bilal, Omar, Nadiva, Khadija, Muley, Amina, Zohra, Ahmed, Alí, Abdehalak, Mohamed, Malud, Raisha, Abdelak…


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