El todavía director general del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), Mohamed ElBaradei ha confesado, en respuesta a las preguntas de los lectores de la revista TIME, que la invasión de Iraq ha sido el momento más «insatisfactorio» de su vida. «Que cientos de miles de personas perdieran sus vidas sobre la base de una […]
El todavía director general del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), Mohamed ElBaradei ha confesado, en respuesta a las preguntas de los lectores de la revista TIME, que la invasión de Iraq ha sido el momento más «insatisfactorio» de su vida. «Que cientos de miles de personas perdieran sus vidas sobre la base de una ficción, no por hechos, me hace estremecer.» Como Liam Neeson en la peor escena de la Lista de Schindler, ElBaradei se lamenta pensando que podía haber hecho más: «probablemente antes de la guerra de Iraq yo debí haber gritado y vociferado más fuerte para evitar que se usara mal la información que aportamos«.
Tiene motivos para arrepentirse. Se ha alabado mucho la posición de Mohamed ElBaradei al frente de la OIEA durante los meses que precedieron la invasión de Iraq, posición que le granjeó la oposición frontal de la derecha estadounidense. Pero el hecho de que no comulgara con las ruedas de molino de Colin Powell y George W. Bush no significa que en este asunto su actitud haya sido ejemplar. Le honra no haber tenido una actitud tan mezquina como la de Hans Blix, jefe de los inspectores de la Unmovic, quien en todo momento insistió en que el gobierno de Iraq, pese a dejar trabajar a los inspectores, no colaboraba de manera lo suficientemente activa, en un momento en el que pesaba una amenaza directa de ataque militar. Pero ni Blix ni ElBaradei cuestionaron públicamente en ningún momento una farsa cuyo final sabían que estaba decidido de antemano, como lo sabían los millones de personas que se manifestaron en febrero de 2003.
Ante la evidencia de una escalada similar a la de 1990-1991 y 1998, no tenía sentido pedir más tiempo para continuar buscando armas de destrucción masiva en un país arruinado, embargado y bombardeado de manera rutinaria entre 1998 y 2002. Mohamed ElBaradei sabe que era injusto exigir al gobierno iraquí que probara la inexistencia de algo que nadie había detectado en doce años de control internacional. Doblemente injusto, desde el momento en que la única potencia nuclear de la región, Israel, jamás había recibido un trato equivalente pese a su secretismo y falta de cooperación. ElBaradei probablemente sea consciente, aunque no lo diga, que aunque se hubieran encontrado armas de destrucción masiva -los «hechos» a los que se refiere en la entrevista- y el Consejo de Seguridad hubiera dictado una resolución unánime, la invasión del país hubiera sido igualmente ilegal, políticamente condenable y moralmente repugnante.
Mohamed ElBaradei debe haber vivido momentos duros en aquel período decisivo. Puede que haya pasado noches en vela, mantenido amargas discusiones con amigos y allegados. Pero -se habrá dicho a sí mismo- ¿acaso debe cargar con las culpas de otros? «Fueron otros los que fallaron«, dejó claro hace poco. Él no es presidente de ningún país ni desea serlo, no ha dado la orden de atacar ni ha jaleado a los perros de la guerra. Se limitó a cumplir con su deber de diplomático.
ElBaradei fue reelegido director de la OIEA en 2005 para cuatro años más. Su discreción no sirvió para entorpecer el curso de los acontecimientos, pero sí para continuar una labor por la que esperaba el reconocimiento de los suyos. Ese mismo año recibió el Premio Nobel de la Paz. Por no haber gritado más fuerte.
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