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La discusión sobre el Fondo del Bicentenario

La utopía neoliberal es parte del pasado

Fuentes: Debate

No le vendría mal a la política argentina una mirada al mundo. La discusión de lo que está ocurriendo en estos días en un conjunto de países de la Unión Europea, por ejemplo, sería muy útil para actualizar algunas perspectivas saturadas de eslóganes, como la de que es necesario abrirse al mundo o aprender de […]

No le vendría mal a la política argentina una mirada al mundo. La discusión de lo que está ocurriendo en estos días en un conjunto de países de la Unión Europea, por ejemplo, sería muy útil para actualizar algunas perspectivas saturadas de eslóganes, como la de que es necesario abrirse al mundo o aprender de las experiencias de los países más desarrollados. Claro que es mediáticamente mucho más rentable ocuparse de los calculados exabruptos de Carlos Reutemann y llenar las pantallas de escenas permanentes de farandulismo político.

Nuestra discusión sobre el Fondo del Bicentenario podría ser puesta en esta perspectiva. La autonomía absoluta de los bancos centrales es uno de los dogmas centrales de los abogados del neoliberalismo. ¿Qué significa «autonomía» en este uso? La idea central que anima este principio es la de que hay que poner en los bancos centrales poder de decisión y de control del uso de las reservas para ponerlas al abrigo de su uso político discrecional y sus consecuencias inflacionarias. No es muy difícil ver que se trata de una fuerte concesión de la política democrática al universo tecnocrático, presuntamente independiente de todo compromiso. Así se hace en todo el mundo desarrollado, se dice.

No es cierto. Hemos visto, en los dos últimos años, en Estados Unidos, cómo el jefe de la Reserva Federal (equivalente de nuestro Banco Central) y el secretario del Tesoro trabajaron en común para habilitar un descomunal subsidio estatal a algunos de los principales bancos como salvataje al sistema financiero, abrumado por la más grave crisis de las últimas décadas. Vemos hoy cómo la ausencia de potestades de los Estados-nación europeos para regular el valor de sus monedas deja inermes a economías sacudidas por la radical financiarización propia de la globalización capitalista.

El capitalismo financiarizado está en crisis. Se ve ahora mucho más claramente que a fines de la década del noventa, cuando el cataclismo estallaba en sociedades periféricas, como la nuestra. Ahora, como entonces, la crisis es una crisis de modelo. Señala los límites de un capitalismo sostenido en los pilares de la especulación financiera y el hiperconsumo mediáticamente estimulado. Como previera Karl Polanyi al analizar la crisis de los años treinta del siglo XX en su célebre trabajo La gran transformación, es una crisis económica con una base cultural: proviene de una concepción que considera mercancías al trabajo humano, a la tierra y al dinero. El balance mundial en lo que concierne al hambre, la desnutrición, la pérdida de conquistas laborales, la desigualdad, la crisis energética y de alimentos y los riesgos para la vida en el planeta provenientes de una cultura consumista rapaz no puede ser más elocuente.

Nuestros neoliberales -y algunos progresistas que se acostumbraron al relato excluyente de los noventa- siguen viviendo en un mundo mental de Estados en proceso de desaparición, de fronteras débiles, de flujos imparables de capital. Siguen hablando de la necesidad de «flexibilizar» las relaciones laborales, es decir de precarización y superexplotación. No han dejado de ver a los Estados como parte central del problema y no como solución, según la tristemente célebre definición de Ronald Reagan. No es extraño que el tesoro estatal se les aparezca como una siniestra «caja» que se apropia abusadoramente del dinero de los contribuyentes. No sorprende que la política democrática siga siendo el chivo expiatorio del marasmo en el que está envuelto un modelo de sociedad.

Las noticias que llegan de Europa suenan a melodía conocida para los argentinos. Hay una burbuja financiero-inmobiliaria que estalla, consultoras de riesgo que bajan la calificación de países como si fueran una gigantesca secretaría de finanzas global, y generan pingües negocios para el poder financiero concentrado a costa del derrumbe de economías nacionales. Hay llamados a la ortodoxia, recetas de bajar el gasto público a costa de trabajadores estatales y jubilados: en Grecia se acaba de bajar un diez por ciento los sueldos públicos (¿hemos visto algo así nosotros, no?). Se vienen nuevas normas laborales de sentido «flexibilizador», se reduce la inversión pública en las universidades y centros de investigación. Como siempre no es el capitalismo financiarizado el que falla sino que es el «clientelismo» (así se dice, por ejemplo, en Grecia) y, en general, la «política».

Se comenta poco en nuestro país lo que está ocurriendo en el mundo. Porque la explicación de lo que está pasando demanda el reconocimiento de que el sentido común neoliberal ya es parte del pasado. Sus gurúes tuvieron un largo agosto de prosperidad intelectual (y de la otra) condenando, irónicamente, como parte del pasado a todo lo que no entrara en su profecía totalizadora. El Estado era el pasado. El keynesianismo era el pasado. Los sindicatos, los nacionalismos, las reivindicaciones de pertenencia cultural y hasta el sentido de la solidaridad eran el pasado.

Pues bien, la escena ha cambiado radicalmente. Muchos de los países-modelo forman parte de la crisis. La desocupación alcanza a casi un quinto de la población en España; en Grecia supera largamente esa cota. Apoyados en la implosión de los llamados «socialismos reales», el neoliberalismo se proclamó el modo de pensar de una época en la que murieron las grandes narrativas históricas. La narrativa neoliberal también es ahora parte del pasado.

Hay que saber que ése es el mundo en el que vivimos, a la hora de debatir el Fondo del Bicentenario y, eventualmente, como sería de desear, una nueva carta orgánica para el Banco Central. No porque así como está planteado, el Fondo sea una panacea económica, o por el lamentable final de la experiencia de Martín Redrado, sino porque es necesario saber que lo que estamos discutiendo es la autonomía política de la democracia. Porque éste no será el último gobierno que tengamos y porque los dilemas frente a los que estamos los argentinos serán con seguridad más profundos y más prolongados que los dos años que quedan del actual período gubernamental. ¿Será el cuidado de la «estabilidad de la moneda» el único objetivo que tenga que cumplir en el futuro el Banco Central? Aunque sea en homenaje al doloroso derrumbe que tuvo nuestra moneda convertible en pie de igualdad con el dólar, «protegida» por la carta orgánica aún vigente, habría que impedirlo.

Deberíamos saber lo que podemos llegar a pagar por el retiro de la política democrática a manos del saber tecnocrático.

Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar//2010/02/12/2654.php