Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
A lo largo de más de dos décadas, Iraq se ha visto sometido a un experimento bélico de una toxicidad a gran escala. La Operación Tormenta del Desierto, lanzada en 1991, fue la primera ocasión en la historia militar en la que se utilizó de forma sistemática uranio empobrecido (UE) -un subproducto de los residuos nucleares- contra objetivos tanto civiles como militares. Pero las fuerzas estadounidenses utilizaron UE a una escala mucho mayor durante la guerra y la ocupación que empezó en 2003.
Los efectos de este experimento tóxico y biológico van más allá del recuento de muertos y la evidencia epidemiológica de las enfermedades. Van también más allá de la contaminación medioambiental causada por las armas cargadas con UE. Porque la toxicidad ha impregnado las realidades de la vida cotidiana iraquí. Es lo que los iraquíes tienen cada día que soportar y sortear cara a cara con la degradación física, política, social y medioambiental, lo que llamo aquí la «toxicidad de la supervivencia cotidiana».
De las guerras frías a las calientes
La primera de las investigaciones llevada a cabo sobre el uso de UE en la guerra se remonta a la era de la Guerra Fría. En la década iniciada en 1970, los laboratorios militares estadounidenses empezaron a experimentar con metales pesados alternativos y aleaciones a fin de utilizarlos contra la recién desarrollada línea de blindados y tanques del ejército de los soviets, que eran resistentes a la balística convencional a base de plomo y acero. El UE es dos veces y media más pesado que el acero y 1,5 veces más pesado que el plomo. Es también relativamente barato, porque se produce a partir del procesamiento de los residuos industriales nucleares de uranio. Tiene muchas de las «cualidades de penetración» buscadas en la época. Por tanto, a los proyectiles se les dio un nombre de marcada carga sexual: «penetradores de UE». Además el UE era superior a otros metales pesados y aleaciones debido a sus efectos incendiarios.
Aunque el UE existe en la naturaleza en formas diversas y se utiliza para fabricar determinados productos utilizados en el sector de la construcción, su uso bélico en altas concentraciones desencadena todo un espectro de toxicidad. La vida biotóxica de un proyectil de UE se libera al impactar a altas velocidades en la superficie del objetivo. Esta colisión produce un calor cinético colosal que hace que el metal se deshaga y la carne se queme y se desintegre. Cuando un proyectil de UE perfora un objetivo, por ejemplo, un vehículo de pasajeros, su calor explosivo carboniza todas las formas de vida y maquinarias.
Cuando el UE se desintegra debido al fuerte calor de la explosión, se transforma en partículas, en óxido de uranio, que impregna cuanto le rodea. Estas partículas son de agua insoluble y su tamaño puede ser alrededor de cien veces más pequeño que un glóbulo blanco. Contaminan el agua y el suelo y entran en la cadena alimentaria. Las partículas son tan pequeñas que el viento puede arrastrarlas decenas de kilómetros. El aerosol de uranio entra en el cuerpo a través de la ingestión, la inhalación o al entrar en contacto con una herida abierta.
La toxicidad del UE no se debe solo a su capacidad para matar la vida sino también a su capacidad para crear una gran variedad de patologías y sufrimientos. En los pulmones, el polvo del uranio radioactivo tiene un período de vida biotóxica cercano a un año. Puede causar muchos síntomas agudos debido a su toxicidad química inmediata, que irrita y destruye el tejido pulmonar. A medida que se abre paso por la corriente sanguínea, los óxidos de uranio se unen a compuestos orgánicos hasta formar complejos químicos y orgánicos que se depositan en los huesos, el sistema linfático, el hígado y los riñones. Más que su toxicidad química, es la toxicidad radioactiva del UE la que impulsa el desarrollo de diferentes tipos de tumores malignos y mutaciones genéticas. Y lo que es peor, la toxicidad de irradiación y la toxicidad química se dan de forma simultánea produciendo toda una serie de enfermedades agudas, crónicas y mortales.
Los laboratorios tóxicos del imperio
Una trágica ironía en la toxicidad del UE que aflige a Iraq es que aunque EEUU desarrolló esta arma para los objetivos de la Guerra Fría, se utilizó por vez primera cuando esa guerra había terminado. La Operación Tormenta del Desierto fue la primera guerra post-Guerra Fría y la primera ocasión en que EEUU experimentó con su arsenal de UE. Desde entonces ha sido también un arma elegida para el aventurerismo imperial y las operaciones en otros lugares.
El ejército estadounidense lanzó cientos de toneladas de UE durante la campaña militar que duró cuarenta días, la Operación Tormenta del Desierto. Gran parte de su uso se concentró en el sur de Iraq, así como en Kuwait y Arabia Saudí, donde se produjo el principal combate entre el ejército iraquí y las fuerzas de la coalición dirigidas por EEUU. Doug Rokke, el ex director del Proyecto de UE del Pentágono, describió la Operación Tormenta del Desierto como «la guerra más tóxica conocida por el hombre».
La fuerza de aquella tormenta tóxica quedó emblemáticamente plasmada en las imágenes de los cuerpos carbonizados y los miles de vehículos militares destruidos en la Autopista 80 (la «Autopista de la Muerte») entre Kuwait y Basora. El ejército estadounidense utilizó armas cargadas de UE para atacar supuestos almacenes y depósitos de armas químicas y biológicas que liberaron más toxicidad en el aire. El arsenal de UE se utilizó también para atacar muchos objetivos civiles como plantas depuradoras y centrales eléctricas por todo el país.
El ejército estadounidense utilizó armamento de UE de forma más sistemática y extendida aún durante la invasión de 2003 y a lo largo de la ocupación. En la guerra urbana, se disparaba contra vehículos y edificios en áreas civiles densamente pobladas. Se usó en «operaciones de contrainsurgencia», como las dos batallas de Faluya en 2004.
A lo largo de dos décadas, la utilización de UE y sus efectos ha constituido un tema de controversia científica y política. En EEUU, esta controversia se pone en evidencia en las pruebas científicas de los vínculos -y la negativa oficial de esos vínculos- entre el UE y toda la variedad de inexplicables enfermedades que aquejaron a los veteranos estadounidenses. Estas enfermedades, denominadas en líneas generales el «Síndrome de la Guerra del Golfo», afectaron a uno de cada cuatro veteranos de esa Guerra. El Pentágono rechazó como inadecuadas las pruebas basadas en investigaciones científicas, y siguió negándose a facilitar la atención médica que reclamaban los veteranos por la exposición sufrida al UE. El Pentágono afirmaba la «seguridad» del armamento de UE apoyándose en una serie de cuestionables informes de la Corporación Rand y el Instituto de Medicina, una organización sin fines de lucro.
En 2004, los resultados de un estudio de cinco años patrocinado por el Pentágono insistían en que el UE no era ni suficientemente tóxico ni radioactivo como para poder amenazar la salud de los soldados. Un oficial implicado en el estudio informó que el UE es «un sistema letal de armamento, aunque seguro». Ese estudio ha sido criticado por la Academia Nacional de Ciencias de EEUU, entre otros, como un intento de encubrir la realidad. El Pentágono mantiene que la capacidad destructiva del UE es militarmente ventajosa y, por tanto, un elemento necesario y legítimo del arsenal estadounidense.
Desde 1991, se ha venido desplegando armamento estadounidense y británico cargado con UE en una serie de operaciones militares. Se utilizó durante el bombardeo de Kosovo por la OTAN en 1999 y en la invasión y ocupación de Afganistán. La preocupación ante el aumento de las tasas de cáncer y otros trastornos relacionados con el UE ha ido también en aumento en esos países. Al parecer, Israel utilizó también armamento con UE en la Operación Plomo Fundido en Gaza en la guerra de diciembre 2008-enero 2009 y en su reciente ataque aéreo contra varios objetivos en la capital siria, Damasco.
En estos momentos, no hay tratados o leyes internacionales que prohíban el uso de UE. Por tanto, depende de cada Estado la adquisición o utilización de armas con UE. Hay países, como Alemania, Canadá, la República Checa, Noruega y los Países Bajos, que se han comprometido a no utilizar uranio empobrecido. Sólo EEUU y Gran Bretaña han admitido que emplean UE en sus operaciones militares.
La descomposición del sistema sanitario en el Iraq asolado por la guerra
A raíz de la guerra de 1991, Iraq fue testigo de un incremento de casos inexplicables de deformidades físicas tanto en vidas humanas y no humanas en las zonas que habían sido sometidas a duros bombardeos y fuego de artillería por parte del ejército estadounidense. Los campesinos se quejaban de mutaciones genéticas en el ganado y en las cosechas. Hubo un aumento inexplicable de abortos, anomalías congénitas y casos de cáncer entre bebés y niños. En palabras de un pediatra iraquí que trabaja en Basora: «Algo sucedió con nuestro medio ambiente durante la guerra».
La mayor parte de las observaciones e investigaciones de los doctores y científicos iraquíes fueron rechazadas por EEUU como propaganda del régimen. Sin embargo, las transformaciones en el medio ambiente iraquí trascendieron el colapso de la vida física, generando cambios en las estructuras sanitarias en el país. Las sanciones impuestas por Naciones Unidas agravaron el impacto y los efectos de la toxicidad medioambiental que asolaron el país.
Por todo Iraq, las salas de oncología fueron emblemáticas de esta descomposición de la deteriorada capacidad de la medicina y la ciencia para salvar y recuperar la vida. En el principal hospital pediátrico de la capital, las familias de todo el país acudían con sus bebés y niños en búsqueda de tratamiento para diferentes tipos de complejas situaciones. Los doctores llamaban a las salas de oncología «la República Popular de China» en referencia a su situación de hacinamiento y congestión. A menudo, más de un niño compartía la misma cama con otros en las habitaciones de seis camas. Las madres y familiares tenían que dormir en el suelo del hospital junto a sus niños enfermos.
En esta mezcla de cuidados y toxicidad, los doctores luchaban por salvar vidas afrontando la ausencia de suministros básicos, la escasez de medicamentos para el cáncer, el deterioro de las instalaciones sanitarias y las nefastas condiciones económicas causadas por las sanciones. Durante el curso de una década, y frente a lo que yo llamo «vida ingobernable», la vida se ha reducido a una mera supervivencia vital al carecer de potencial para la revitalización, por lo que muchos doctores escaparon de la precariedad de Iraq buscando mejores perspectivas laborales.
Este colapso de las estructuras de atención sanitaria sigue persistiendo diez años después de la invasión de EEUU. Cada año, decenas de miles de iraquíes tienen que viajar al extranjero en búsqueda de cuidados sanitarios. Sus itinerarios terapéuticos les llevan a diversos enclaves médicos privados regionales en países como la India, Irán, Turquía, Jordania y Líbano. A diferencia de la caricatura del turista sanitario que viaja buscando cirugías cosméticas u otros procedimientos electivos, muchos iraquíes venden sus pertenencias o dependen de la ayuda que les pueda prestar la familia, los amigos, la tribus y los partidos políticos, para poder financiar el tratamiento ante graves problemas de salud.
En Beirut, el Centro Médico de la Universidad Americana está repleto de pacientes iraquíes que buscan tratamiento médico y quirúrgico para esos graves problemas de salud. Cerca de una tercera parte de los aproximadamente cinco mil pacientes iraquíes que han frecuentado este hospital desde 2003 llegan para cirugías oncológicas, radiación o quimioterapia. Aunque la atención oncológica es gratis en Iraq, los pacientes optan por seguir costosas alternativas en el extranjero debido a la complicada burocracia y a la carencia de tecnología y medicamentos oncológicos en casa.
Durante los últimos diez años, los dirigentes iraquíes y las corruptas instituciones gubernamentales han sido incapaces (o no han estado dispuestos) de proporcionar atención sanitaria básica a los ciudadanos, especialmente al creciente número de casos de cáncer. En el sur de Iraq, incluso las familias de las empobrecidas áreas rurales no tienen otra opción que buscar atención médica en el vecino Irán.
El colapso de la atención sanitaria se refleja también en la falta de confianza entre médicos y pacientes; esta es otra razón esencial de que los pacientes busquen tratarse en el extranjero. El sistema sanitario de Iraq está plagado de errores de diagnóstico, maltrato y negligencias. Los pacientes acusan a los doctores en Iraq de ser incompetentes, avariciosos e indiferentes. Un paciente, al comentar la falta de confianza en los doctores, lo resumió así: «Todos los buenos doctores se han marchado y los que quedan han perdido su humanidad». Aunque Iraq fue un día famoso como uno de los principales países en la región por sus capacidades e infraestructuras sanitarias, la degeneración del sistema sanitario iraquí empezó a producirse bajo los efectos de la guerra de 1991 y los doce años de sanciones.
Miles de doctores y especialistas iraquíes han huido del país en búsqueda de seguridad y una carrera con un futuro mejor en otra parte. Desde 2003, este éxodo se ha incrementado debido a la continuada violencia dirigida contra ellos. Cientos cuando no miles de médicos han sido amenazados, secuestrados para pedir un rescate y/o asesinados. Algunos doctores se han negado a realizar operaciones quirúrgicas en pacientes por temor a las represalias o exigencias de «dinero sangriento» de enfadados familiares que podían no aceptar resultados desfavorables. El Parlamento iraquí aprobó recientemente una ley que permite que los doctores lleven armas para protegerse.
Daños y supervivencia
El fracaso de los dirigentes políticos a la hora de reconstruir las infraestructuras del país sigue dando forma al malestar político y social. En las ciudades iraquíes, la gente se ve obligada cada día a lidiar con la congestión paralizante del tráfico, con los controles de seguridad, con los muros de hormigón y con el ruidoso zumbido y el humo de los generadores de diesel utilizados para compensar los cortes de electricidad causados por la guerra. La pobreza, las discapacidades y el desempleo son rampantes. La violencia sectaria en forma de coches-bomba, suicidas-bomba y ataques de las milicias golpean las calles, las barriadas, los mercados y los lugares religiosos, convirtiendo el espacio urbano en el espectáculo de la muerte. Se elige a asesinos para el parlamento y los dirigentes políticos y religiosos incitan a la violencia, asegurándose en cambio para ellos riqueza, propiedad y poder. La corrupción es un fenómeno enconado que pudre aún más el tóxico ambiente cotidiano.
Las lesiones y el viaje por la supervivencia de Abu Ahmed, un hombre de Faluya de treinta y cinco años, ilustra esa toxicidad cotidiana (1). En julio de 2006, durante el momento álgido de la violencia sectaria, un francotirador paramilitar estadounidense, al parecer un contratista de Blackwater que en aquellos momentos se encontraban en Faluya, le pegó un tiro en la cara a Abu Ahmed. La bala hizo añicos el parabrisas de su coche y le destrozó la cara. Los transeúntes que pasaban por la zona le llevaron rápidamente al hospital más cercano de Faluya. Allí, los doctores le inyectaron la sangre perdida y le limpiaron la herida. La bala, que se le extrajo del rostro, le destruyó gran parte del pómulo izquierdo, produciéndole un cráter de dos pulgadas que le hacía imposible cerrar bien la boca. Abu Ahmad tuvo que readaptarse lentamente a las funciones diarias más básicas de beber y masticar los alimentos.
El hospital de Faluya no podía hacer mucho más. Le dijeron que necesitaba un hospital más especializado y cirujanos capaces de llevar a cabo una cirugía reconstructiva. No se atrevió en aquel momento a aventurarse hasta la capital a causa de la violencia. Una milicia sadrista, que se había infiltrado en la administración del ministerio de sanidad, se dedicaba a secuestrar pacientes de las camas del hospital y a asesinarles. Su única alternativa era buscar atención sanitaria fuera del país.
La extensa familia de Abu Ahmed consiguió algún dinero vendiendo un pequeño trozo de tierra. Con eso y con sus propios ahorros, Abu Ahmed decidió dirigirse a Ammán para consultar con un especialista. En ese período, oleadas de iraquíes desplazados por la violencia sectaria salían del país para dirigirse a Jordania y Siria. Las autoridades jordanas negaban sistemáticamente la entrada a los iraquíes chiíes, obligándoles a establecerse temporalmente en Siria, un país mucho más hospitalario.
Abu Ahmed, un sunní de la provincia de Anbar, había estado trabajando durante años como conductor entre Ammán y Faluya. Por tanto, regresaba de Jordania cuando ocurrieron los hechos del disparo. Sin embargo, cuando fue a buscar tratamiento médico, los guardias de la aduana jordana le denegaron la entrada. Al intentar explicarles el motivo de su viaje, se quitó la yesmagh (kufiya) que le rodeaba el rostro para mostrarles la herida. Después de escuchar su historia, los aduaneros insistieron aún más en rechazarle. Al ver la herida, manifestaron sospechas de que Abu Ahmed estuviera implicado en un «grupo terrorista». Desde su punto de vista, ¡¿qué otra cosa podía explicar que los paramilitares estadounidenses le dispararan así, por las buenas?!
Cuando Abu Ahmed regresó a Faluya, le aconsejaron que viajara a Siria, donde el tratamiento médico y quirúrgico era más barato que en Jordania. Después de que le hicieran la primera cirugía reconstructiva en Siria, su familia le presionó para que repitiera el viaje y se hiciera pruebas de cáncer porque su herida era, literal y figurativamente, una herida abierta y por tanto mucho más vulnerable a la toxicidad. La familia de Abu Ahmed, como muchos otros vecinos de Faluya, estaba preocupada por las crecientes tasas de cáncer en las personas que resultaron heridas por la munición estadounidense.
Según Abu Ahmed, este tipo de práctica de control del riesgo es de común conocimiento porque la gente está sufriendo y teniendo que afrontar crecientes tasas de cáncer, mutaciones genéticas, malformaciones congénitas y discapacidades. En 2003, su tribu fue víctima de un ataque aéreo estadounidense a gran escala que mató a once personas e hirió a docenas, incluidas mujeres y niños. Parte de los que resultaron heridos cayeron enfermos poco después y murieron rápidamente tras desarrollar cánceres u otras enfermedades desconocidas. La tribu fue también víctima de otros ataques de las fuerzas estadounidenses.
En 2012, Abu Ahmed fue operado en el Centro Médico de la Universidad Americana de Beirut para reconstruir la herida facial mediante injertos de hueso y piel. Aunque la cirugía restauró la funcionalidad y algunos aspectos cosméticos de su herida, vive con el temor y la posibilidad de desarrollar un cáncer. Para él y su extensa familia, las heridas de guerra y el cáncer son un fenómeno estrechamente unido en estas redes de toxicidad. Su herida no es una mera metáfora de la precariedad del cuerpo social; es la materialización de la toxicidad intersticial de la guerra en su supervivencia cotidiana.
Conclusión
Desde 1991, Iraq ha sido uno de los principales lugares del experimento bélico de EEUU para exportar toxicidad y discapacidad a través del mundo. Cientos de lugares conocidos en Iraq están contaminados con UE. Según un informe, los costes de la limpieza alcanzarían los treinta millones de dólares. Recientes investigaciones médicas y medioambientales realizadas en el país están empezando a documentar oficialmente los vínculos entre las altas tasas de cáncer y las malformaciones congénitas en una serie de ciudades iraquíes expuestas al UE y a otras armas tóxicas. Sin embargo, con el rechazo actual de EEUU de la letal y prolongada toxicidad del uranio empobrecido y el caos político de Iraq, pocas esperanzas hay de que el problema pueda abordarse como es debido en un futuro inmediato.
La toxicidad de Iraq y las cicatrices sociales resultantes se extienden de forma tan profunda como la composición genética y molecular de la sociedad, lo que afectará a las generaciones que están por venir. A pesar del fin de la ocupación en 2011, la toxicidad sigue determinando la supervivencia cotidiana en Iraq. El cuerpo de Abu Ahmed y el de millones de iraquíes continúan soportando el venenoso regalo estadounidense de la liberación. Sus vidas y heridas podrían ser vulnerables a la toxicidad porque están abiertas y son compartidas. Luchan la supervivencia diaria en unas condiciones que se mantienen como testimonio de los horrores del experimento tóxico del imperio.
Nota:
(1) La información sobre Abu Ahmed procede de las entrevistas realizadas para el libro que estoy actualmente escribiendo: «Ungovernable Life: War and Mandatory Medicine in Iraq».
Omar Dewachi es ayudante de cátedra de Antropología Médica y Salud Pública en la Universidad Americana de Beirut. Estudió medicina en Iraq durante la década de los años noventa, doctorándose en Antropología Social en la Universidad de Harvard en 2008. Ha dirigido un trabajo de campo etnográfico acerca del éxodo de los doctores iraquíes hacia Gran Bretaña y todo Oriente Medio. En la actualidad, está realizando una investigación sobre los pacientes iraquíes que buscan atención sanitaria en Beirut para enfermedades relacionadas con el cáncer y otras heridas provocadas por la guerra.
Fuente: http://www.jadaliyya.com/pages/index/13537/the-toxicity-of-everyday-survival-in-iraq