La literatura de José Baroja —seudónimo del escritor chileno Ramón Mauricio González Gutiérrez— es un ejercicio de incomodidad. A medio camino entre el absurdo y lo grotesco, sus cuentos no pretenden ofrecer consuelo ni esperanza inmediata, sino exponer con crudeza los engranajes sociales que despojan al individuo de su dignidad, su voz y su cuerpo. Baroja escribe desde la periferia, no solo geográfica, sino también simbólica: desde donde la maquinaria del poder actúa sin metáforas.
En el cuento «El hombre del terrón de azúcar» (2013), el autor traza un microrrelato inquietante que pone en cuestión la indiferencia del sistema ante el sufrimiento humano. A través de la mirada de un niño, asistimos al secuestro —o desaparición— de un anciano, sin que el barrio ni los adultos se inmuten:
“Unos minutos después, unos hombres de verde entraban a la casa, lo tomaban con poca gentileza, lo arrastraban por el suelo y se lo llevaban” (El hombre del terrón de azúcar y otros cuentos).
La frialdad del procedimiento, la ausencia de preguntas y la falta de justicia son la verdadera sustancia del relato. Baroja no necesita recurrir a discursos explícitos: le basta mostrar el silencio del entorno para acusar la naturalización de la violencia institucional.
Pero si en este cuento la violencia es pública y visible, en «Jubilación» —otra de sus narraciones más estremecedoras— se presenta bajo el velo de lo ceremonial. Un funcionario es despedido por su empresa tras 40 años de trabajo, y como parte del protocolo, es incinerado tras una breve ceremonia corporativa:
“Después de las felicitaciones, el supervisor pidió que el jubilado se quitara la ropa y lo metieron al horno. […] Él iba con su mejor traje: un slip blanco y calcetines negros” (No fue un catorce de febrero y otros cuentos).
Aquí el autor desenmascara con ironía la lógica de explotación capitalista llevada al extremo. No hay compasión, no hay memoria. Solo eficiencia. El trabajador jubilado no es sujeto de derechos ni portador de historia; es un residuo a desechar. Y lo más perturbador: todo ocurre con la venia de sus colegas, que lo aplauden y brindan por él. Baroja subvierte así los rituales empresariales, revelándolos como dispositivos disciplinarios disfrazados de reconocimiento.
El gesto de Baroja no es inocente. Su literatura denuncia una sociedad en que la exclusión es práctica sistemática, regulada por normas que parecen razonables, pero que anulan vidas enteras. En su universo, los cuerpos no importan salvo como piezas fungibles. La violencia se ejecuta con burocracia, no con sangre. En esta lógica, no hay campo de batalla, solo escritorios, formularios, vitrinas.
Sus cuentos dialogan —a su manera— con una tradición crítica latinoamericana que va de Juan Rulfo a Jorge Díaz, pasando por Mario Levrero o el primer José Donoso. Pero a diferencia de muchos de ellos, Baroja no recurre a lo realismo mágico ni al costumbrismo: su lenguaje es económico, preciso, minimalista. La distopía no se anuncia como tal. Ya está aquí.
Desde esta perspectiva, leer a José Baroja no es solo una experiencia literaria: es un ejercicio de resistencia. Sus personajes no gritan, pero su silencio acusa. Su prosa no embellece, pero revela. En tiempos donde la banalidad del mal se ejecuta con uniforme y sin nombres, su obra nos recuerda que incluso el cuento más breve puede abrir una grieta en el muro del conformismo.
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