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Reseña de La gran guerra de clases 1914-1918 (Kinkilimarro Liburuak, 2024), de Jacques R. Pauwels

Cuando la burguesía tomó partido en contra de la democracia

Primera Guerra Mundial
Fuentes: Rebelión [Imagen: Soldados alemanes muertos esparcidos entre los restos de un cráter de obús el 31 de julio de 1917, durante el transcurso de la batalla de Passchendaele. Créditos: John Warwick Brooke, imagen IWM (Q 5733) tomada de la Colección Oficial de la Primera Guerra Mundial del Ministerio de Información británico]

Sobre la Primera Guerra Mundial (1914-1918) sabemos lo que las clases dominantes, las mismas que provocaron la guerra, quieren que sepamos. En este sentido, es de común conocimiento que la guerra comenzó a raíz del asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, junto con su esposa Sofía en la ciudad de Sarajevo el 28 de junio de 1914 a manos de un eslavo meridional llamado Gavrilo Princip; al menos ese es el casus belli oficial que se usa para explicar la causa de la guerra, ya que tras ese incidente se pusieron en marcha los mecanismos fijados por las diferentes alianzas establecidas a lo largo de la ‘Paz Armada’, esto es, la reafirmación de apoyos entre los países aliados, la movilización de tropas y finalmente, tras la pertinente declaración de guerra, el inicio de la conflagración entre los países contendientes, algo que ocurrió el 4 de agosto de 1914, que paradójicamente no comienza con la invasión de Serbia por el Imperio austro húngaro, sino cuando Alemania invadió la neutral Bélgica. Asimismo, quienes postulan que las guerras no se deben a una única causa, sino que obedecen a múltiples factores, alegan como causas de la guerra estas otras: la rivalidad económica de las potencias beligerantes, los conflictos coloniales, el creciente nacionalismo de las potencias beligerantes, etc, con lo que dan a entender que la guerra fue la consecuencia inevitable de los acontecimientos que tuvieron lugar después del año 1871, año en que terminó la guerra franco prusiana con una aplastante derrota del II Imperio francés.

No obstante, la mayoría de los textos rehuyen explicar que la Primera Guerra Mundial fue un conflicto largamente preparado (y deseado) por las elites europeas para frenar la democratización de las sociedades como consecuencia del avance del socialismo, del feminismo y de los nacionalismos de las minorías étnicas de los grandes Estados multiétnicos de Europa. La razón es evidente: aunque la burguesía fue originariamente una fuerza moderadamente revolucionaria, a medida que las clases subalternas fueron tomando conciencia de que sus intereses no se correspondían con los de la burguesía y a medida que se consolidaban los diferentes Estados nacionales europeos (Francia, Reino Unido, Alemania…), en los que los intereses económicos de la burguesía dictaban la política económica de los gobiernos, la burguesía se transformó en una fuerza contrarrevolucionaria que encontró en la aristocracia y en el clero unos nuevos aliados de clase y las clases subalternas que luchaban por la democracia se convirtieron en sus enemigas. En ese sentido, a partir de ese momento -que podemos fijar entre la publicación del Manifiesto comunista (1848), de Marx y Engels, y la Comuna de París (1871)-, la burguesía adoptó un nuevo discurso político cuyos elementos definidores -más allá de un liberalismo reservado para las elites- eran un nacionalismo, un socialdarwinismo, un racismo y un supremacismo nietzschiano profundamente reaccionarios que encontraron en el militarismo aristocrático -ya que la mayoría de los oficiales de los ejércitos europeos pertenecían a la nobleza- y en la doctrina social de las diferentes iglesias (católica, luterana, anglicana y ortodoxa) los complementos indispensables para convertirse en el nuevo discurso ideológico dominante.

Ahora bien, aunque es cierto que a la burguesía conservadora de los años de la ‘Paz Armada’ le aterraba el avance de los movimientos sociales como el socialismo, el feminismo y los nacionalismos periféricos, que parecía que estaban preparando un ‘verano caliente’, que preludiaba un ‘otoño revolucionario’, ¿cómo es posible que el 4 de agosto de 1914 los hombres de las clases populares desfilasen entusiastas hacia la muerte? ¿Acaso esos movimientos sociales, principalmente el socialismo, no eran pacifistas e internacionalistas? ¿Qué es lo que hizo que un incidente en Sarajevo provocase la ‘bancarrota’ de la II Internacional y el abandono del pacifismo asumido como irrenunciable en el Congreso de Basilea de 1912? ¿Qué pasó en esos dos años?

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Responder a estas y otras muchas preguntas semejantes, que fluyen una vez que rompemos con el marco establecido por el discurso historiográfico dominante, es la tarea que acomete Jacques R. Pauwels en el libro La gran guerra de clases 1914-1918 (Kinkilimarro Liburuak, 2024).

¿Se estaba preparando un ‘verano caliente’ en 1914 o era una fantasía burguesa alejada de la realidad? Efectivamente en Reino Unido, Francia, Bélgica y Alemania y en menor medida en otros países europeos, el movimiento obrero tenía una fuerza considerable en las calles, tanto por el número de huelgas y conquistas arrancadas a los amos del capital como por la presencia de partidos socialdemócratas en los parlamentos de esos países; no obstante, también es cierto que la socialdemocracia -o al menos sus representantes más destacados, como Bernstein, por citar un único ejemplo-, había dejado de ser una fuerza revolucionaria para convertirse en una fuerza reformista, una deriva que puede explicarse por varias razones, aunque la principal es el hecho de que las conquistas que se estaban materializando en esos años hacían pensar que no era necesario tomar el Estado al asalto y hacer que fuera preferible la evolución que la revolución. En este sentido, la socialdemocracia era un peligro más aparente que real, por lo que el descontento social y las demandas obreras podían resolverse con la tradicional política del palo y la zanahoria.

Otra cuestión. Si bien es cierto que la socialdemocracia había dejado de ser revolucionaria, eso no significa que tuviese que abandonar el internacionalismo; de hecho, Jaurès fue un socialista francés reformista que mantuvo intacta su defensa del pacifismo y el internacionalistmo hasta que murió asesinado por un nacionalista exaltado el 31 de julio de 1914, apenas unos días antes del inicio de la gran guerra. Entonces, ¿qué hizo que la socialdemocracia apostase por el nacionalismo burgués en unos momentos tan decisivos? De nuevo Pauwels nos ofrece una buena respuesta. En rigor fue el reformismo lo que llevó a la socialdemocracia al nacionalismo y la vía usada fue el estatalismo, ya que la defensa de las reformas conquistadas implicaba la defensa del Estado que las convertía en ley y una vez que se llega a la defensa del Estado-nación se da el paso al nacionalismo. Ahora bien, el nacionalismo y el estatalismo estaban asociados a una serie de discursos claramente supremacistas que, a pesar de todos los discursos igualitarios de inspiración socialista, acabaron siendo aceptados por algunos dirigentes socialdemócratas. De ese modo, en pocos meses los obreros de los países beligerantes pasaron de entonar la Internacional que les hacía sentir hermanos en la defensa de un mismo proyecto de futuro a encontrarse frente a unos líderes que les convencían de que tenían que acudir a las trincheras para defender a la patria burguesa frente a otros trabajadores como ellos mismos que hasta hacía unos pocos meses los habían considerados como sus hermanos de clase.

Otro interrogante que despeja Pauwels en su libro es cómo fue posible, a pesar de las palabras de los líderes socialistas animándoles a ‘coger el fusil’ -en el mismo sentido en que lo hacían los nacionalistas exaltados, como George Cohan, autor de una famosa canción que animaba a los jóvenes a coger el fusil, sin advertirles de las consecuencias físicas y psicológicas que eso podría implicar-, que miles de hombres, obreros, campesinos, empleados domésticos, etc., trabajadores en general, se convirtiesen en soldados de un ejército dominado por aristócratas que les despreciaban. La respuesta es sencilla: las elites sociales desplegaron una serie de estrategias que fueron desde el sencillo reclutamiento obligatorio hasta la coacción, por ejemplo de los empleadores que amenazaban a sus empleados con perder su empleo si no se alistaban voluntariamente en el ejército, y la supervivencia, ya que muchos obreros fueron despedidos de sus fábricas y el reclutamiento voluntario les abría las puertas a un pequeño salario de subsistencia. Además, junto a esas estrategias estaban los discursos que idealizaban la guerra, la más viril de todas las actividades, y los mensajes de las Iglesias que hablaban de ‘sagrada cruzada’ o de ‘deseo divino’.

Con todos esos ingredientes la tan deseada guerra comenzó en el momento apropiado: antes las condiciones no estaban aún maduras; más tarde, es posible que el enemigo estuviese más preparado… He ahí la razón por la que un incidente que, en un primer momento ni siquiera evitó que las elites vienesas celebrasen un baile de gala, se transformó en el detonante de una barbarie militar cuyas víctimas fueron muchas más que los más de 10 millones de muertos de la Gran Guerra.

Los primeros días de la guerra satisficieron todas las expectativas de las clases dominantes: el número de huelgas se redujo a cero -ya que fueron prohibidas por ley-, en los parlamentos se eliminó la oposición interna -se llegaron incluso a cerrar sus puertas-, dejaron de convocarse elecciones -debido a que los representantes del pueblo ya no ejercían ninguna función real-, la censura y las restricciones a la libertad de expresión evitaron manifestaciones de oposición a la guerra, el ejército asumió poderes excepcionales -sobre todo durante los largos períodos en los que se declararon estados de sitio-, las condiciones laborales -horarios, salarios etc., pasaron a ser reguladas por decreto y se gestionaban en cada empresa por medio de comités tripartitos -patronal, Estado y trabajadores- en los que el Estado siempre se ponía a favor de los patronos -el negocio es el negocio. Sin embargo, las clases dominantes no tardaron mucho en comprobar que su estrategia belicista dejaba de dar los frutos deseados. Efectivamente, en el momento en que, a pesar de la censura, los horrores de la guerra empezaron a ser conocidos por todo el mundo: Ypres, Gallipoli, Tanneberg, Lemberg, Somme, Verdún, etc., la paz social que las elites lograron en el verano-otoño de 1914, empezó a resquebrajarse. A lo largo del año 1915 y 1916 las voces del internacionalismo proletario y del pacifismo volvieron a oírse con claridad, ahí están la Conferencia Internacional de Mujeres celebrada en Berna entre los días 26 y 28 de marzo de 1915 bajo los auspicios de Clara Zetkin; la Conferencia Internacional Socialista celebrada en Zimmerwald entre los días 5 y 9 de septiembre de 1915, en cuyo Manifiesto final, escrito por Trostky, se abogaba por el ‘restablecimiento de la paz entre los pueblos’; el texto Socialismo y guerra (septiembre de 1915), en el que Lenin sostiene que ‘quien desee una paz firme y democrática, debe pronunciarse en favor de la guerra civil contra los gobiernos y la burguesía’; o, finalmente, la II Conferencia Internacional Socialista celebrada en Kienthal entre los días 24 de abril y 1 de mayo de 1916 en cuyo manifiesto final, también propuesto por Trostky, se afirma lo siguiente: ‘Si no hemos sabido impedir la guerra, tenemos que hacer todo lo posible para imponerles a los beligerantes nuestra paz’ y termina con un llamamiento a la revolución. Los horrores de la guerra habían puesto fin a la paz social y el fantasma del comunismo volvía a recorrer Europa. Efectivamente, a lo largo del año 1917 se suceden las huelgas en toda Europa, los motines de soldados, etc., y, más allá de la entrada de EEUU, Brasil o China en la guerra, el hecho que lo va a cambiar todo fue el triunfo de la revolución en octubre de 1917 en la que había sido la Rusia de los zares hasta el triunfo de la revolución de febrero de 1917. En apenas 10 días, como escribió Reed en 1919, los bolcheviques (la facción internacionalista y revolucionaria del partido socialdemócrata ruso), sentaron las bases de un nuevo mundo: decreto sobre la paz, proposición de armisticio y de paz inmediata, decreto sobre la tierra, decreto sobre la transferencia del poder a los soviets, decreto sobre la jornada de trabajo, decreto sobre el control obrero, decreto sobre la prensa, declaración de los derechos de los pueblos de Rusia… Inmediatamente, el ejemplo cundió y las huelgas masivas se sucedieron por toda Europa a lo largo del año 1918 hasta llegar a la revolución alemana de noviembre.

Llegados a ese extremo, las clases dominantes prefirieron poner fin a la guerra y entregar el poder a un socialdemócrata como Erfurt -que evidentemente ya no era suponía ningún peligro para la burguesía-, antes de que triunfase una revolución como la que lideraron Rosa Luxemburg y los espartaquistas en enero de 1919 o los comunistas bávaros entre el 6 de abril y el 7 de mayo de 1919. Además, los viejos enemigos se aliaron en su apoyo a los ‘blancos’ rusos frente a los rojos que habían conquistado el poder en octubre de 1917.

No obstante, pese al fin de la guerra, los plebeyos continuaron las movilizaciones por toda Europa: revolución húngara, bienio rosso italiano, ‘trienio bolchevique’ en España, etc., y, en ese claroscuro en el que el viejo mundo aún no ha muerto y el nuevo mundo aun no ha llegado a nacer, surgió el monstruo que usaron las elites para frenar el avance de la democratización de las sociedades: el fascismo. En este sentido, el libro de Pauwels nos muestra de qué modo la burguesía va a intentar con el fascismo, cuyos elementos principales -intervencionismo en la economía en beneficio exclusivo del capital, disciplinamiento autoritario de las clases trabajadoras, limitación de los derechos políticos y sociales de las clases trabajadoras y de las mujeres…-, ya habían sido ensayados durante la guerra, aquello que no había logrado con la guerra: frenar definitivamente el avance de la democratización de la sociedad, un proceso que ponía en peligro sus privilegios. A la burguesía la democracia de los señores le bastaba.

En definitiva, la tesis que Pauwels defiende en este gran libro se puede resumir de la siguiente forma: la primera opción de las clases dominantes para mantener sus privilegios fue disciplinar a la clase trabajadora mediante una guerra, pero como en el contexto de la guerra surgieron experiencias como la Revolución rusa y la alemana, y en la inmediata posguerra la húngara y movilizaciones obreras por toda Europa, la segunda opción de la burguesía -que nunca había apostado por la completa democratización de las sociedades-, cuando no fue capaz de controlar el movimiento obrero y feminista dentro de los márgenes de la democracia liberal, fue el fascismo.

¡Un libro imprescindible, léanlo!

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