A la altura de los cuartetos de Beethoven Antonio Fernández-Rañada, Ciencia, incertidumbre y conciencia. Heisenberg. Nivola, Madrid, 2004, págs. 276. En un texto escrito al poco del fallecimiento del creador de la teoría de la relatividad («La obra científica de Einstein», 1955), después de reconocer la decisiva importancia de sus contribuciones científicas, Werner Heisenberg, el […]
Antonio Fernández-Rañada, Ciencia, incertidumbre y conciencia. Heisenberg. Nivola, Madrid, 2004, págs. 276.
En un texto escrito al poco del fallecimiento del creador de la teoría de la relatividad («La obra científica de Einstein», 1955), después de reconocer la decisiva importancia de sus contribuciones científicas, Werner Heisenberg, el creador de la teoría cuántica de matrices, criticaba a Einstein por su ingenua fe en la posibilidad de solucionar los problemas políticos a base de buena voluntad, porque los entonces vigentes valores nacionales o patrióticos le eran francamente extraños, por su odio exagerado al militarismo y por su creencia en que la paz sólo podía conseguirse con el control de las actividades de los Estados nacionales. Y añadía: «los horrores del nazismo le hicieron escribir una carta al presidente Roosevelt, incitándolo enérgicamente a que los Estados Unidos fabricaran bombas atómicas…». La citada carta de 1939, que, como es sabido, Leo Szilard escribió y Einstein firmó, no incitaba a la fabricación enérgica de nada. Fernández-Rañada, catedrático de Electromagnetismo en la Universidad Complutense y autor de esta biografía científica, comenta: «Realmente el obituario de Heisenberg raya en la infamia» (p. 255) (Para una detallada descripción del auténtico papel de Einstein en el proyecto Manhattan, véase: Francisco Fernández Buey, Albert Einstein. Ciencia y conciencia, Retratos del Viejo Topo, Barcelona, 2005, especialmente pp. 193-258; la carta a la que se refería Heisenberg está reproducida en las págs. 207-209).
Es probable que no fuera ésta la única ocasión en la que el gran físico muniqués -del cual también celebramos en este 2005 el primer centenario de su nacimiento- se aproximó a territorios éticos tan poco aconsejables. Al análisis de su obra científica y de sus posiciones políticas está dedicada este magnífico ensayo de Fernández-Rañada cuyas documentadas, sentidas pero matizadas críticas, no son obstáculo para una comprensible admiración por la obra de uno de los unos grandes físicos del siglo XX. «Su principio de incertidumbre y su teoría cuántica de matrices, por citar sólo sus dos contribuciones mayores, son comparables por su importancia como realizaciones humanas a la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, los dramas de Shakespeare, los cuartetos de Beethoven o la filosofía de los antiguos griegos» (p. 7).
No hay exageración en el comentario. Entre 1923 y 1927, un reducido grupo de físicos produjo un caudal de ideas que permitieron una nueva teoría cuántica de la materia, que hoy seguimos aceptando, y cuyas bases conceptuales se establecieron en el congreso Solvay celebrado en Bruselas en octubre de 1927. Heisenberg, junto con Niels Bohr, Louis de Broglie, Erwin Schrödinger, Paul Dirac y Max Born, fue uno de los grandes protagonistas de esta decisiva historia. Antes de cumplir los 23 años, había propuesto en 1924 su mecánica de matrices; entre 1925 y 1927 participó activamente en las discusiones que dieron forma final a la teoría; anunció, a sus 25 años, al iniciarse 1927, su principio de incertidumbre y, finalmente, en 1932 fue el primer físico en desarrollar una teoría sobre la estructura de los núcleos atómicos. Las relaciones de incertidumbre o de indeterminación, o, simplemente, el principio de Heisenberg, señalan que el producto de las incertidumbres -o imprecisión con la que determinamos su valor- de la posición y el momento (masa por velocidad) de una partícula es siempre superior a una cantidad no variable: el cociente entre h, la constante de Planck: 6,6. 10-34 julios.seg, y el cuádruplo de . No podemos disminuir arbitrariamente la incertidumbre, la imprecisión en la medida, de una de las dos variables -pongamos por caso, la posición- sin aumentar al mismo tiempo la imprecisión de la otra medición (el momento o la velocidad). Existe una limitación intrínseca en nuestro conocimiento simultáneo de ambas variables: no nos es posible determinar con exactitud, y al mismo tiempo, la posición y la velocidad de una partícula.
Uno de los temas centrales que vertebran esta biografía tiene que ver directamente con el título del ensayo: la ciencia y la conciencia, el saber positivo y el compromiso político y moral. Una de sus tesis básicas puede resumirse en los términos siguientes: durante años el único estudio sobre la bomba alemana fue un ensayo del periodista suizo R. Jungk (Más brillante que mil soles, 1949) en el que se defendía que Heisenberg y sus colaboradores podían haber construido la bomba si hubieran querido pero que no lo habían hecho para evitar ofrecer al régimen hitleriano un arma tan terrible. ¿Podemos disculpar entonces la actuación de Heisenberg? «Los documentos y estudios aparecidos en las últimas décadas, en especial las grabaciones de Farm Hall, han cambiado la situación» (p. 11). Curiosamente, Francisco J. Yndurain recordaba recientemente que cuando Walter Gerlach se enteró que los norteamericanos habían hecho estallar, con éxito mortífero, las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, dirigiéndose al grupo de científicos alemanes que estaban recluidos con él en Farm Hall les espetó: «¡Si esto es cierto, ustedes son unos incompetentes!». Era cierto, y uno de los científicos recluidos era Werner Heisenberg (quien, por cierto, recibió su doctorado con la calificación más baja posible porque en el examen de física que tuvo que superar demostró un desconocimiento total de todo lo que no fuese pura teoría física, hasta el punto que Wilhelm Wien, miembro del tribunal, era partidario de suspenderle, de suspender en su doctorado a uno de los grandes científicos del XX).
Además de la presentación de la vida y obra de Heisenberg, Fernández-Rañada señala aquí y allá sus posiciones metodológicas, llenas de sensatez compartible. Por ejemplo, las dedicadas a los movimientos antirracionalistas que presentan la ciencia como «mero producto sin base empírica de acuerdos culturales, basados en el interés de grupos, las circunstancias del momento o el mero capricho» (p. 29). Posiblemente, como señaló Forman, el ambiente de crisis cultural coadyuvó al abandono por la mecánica cuántica de la noción de causalidad de la física clásica, pero también es razonable pensar que esa misma teoría hubiera surgido y triunfado en otro ambiente cultural muy distinto. Pensemos, por ejemplo, en las importantes contribuciones a la teoría del físico inglés Paul Dirac, surgidas en coordenadas científico-culturales muy alejadas.
La edición multicolor de esta colección de Nivola, o incluso la excesiva presencia de fotografías o de textos seleccionados, puede no entusiasmar a todos los lectores, pero es todo un acierto que aspectos físico-matemáticos que exigen conocimientos especializados estén situados al margen del texto principal -por ejemplo, la presentación de la ecuación de Schrödinger, pp. 88-89, o «La mecánica de matrices», pp. 68-69-, aunque no es seguro que el criterio esté siempre bien aplicado. Por ejemplo, el apartado no técnico dedicado a «Empirismo y libre invención de conceptos» (pp. 75-79).
Dos recomendaciones: las páginas que Fernández-Rañada dedica al viaje a Copenhague de Heisenberg para visitar a su antiguo maestro y amigo Niels Bohr en 1941 (pp. 223-230) y las dedicadas a la incomprensión de los científicos alemanes de ideas físicas básicas para la elaboración de una bomba atómica (pp. 212-214), que deja en el aire la pregunta de si la Alemania nazi hubiera podido construir la bomba si no hubiera perseguido y «espantado» a sus mejores científicos. Probablemente no. Un dato: el producto bruto de EE.UU. -sustrato básico que les permitió gastar, en plena guerra mundial, el billón de dólares anuales que consumía el proyecto Manhattan, un proyecto que, en aquel momento, no tenía el éxito garantizado- era en aquellos años el doble que el alemán y diez veces superior al japonés.
En una ocasión, Heisenberg preguntó a Bohr sobre si, dado que la estructura atómica de la materia era poco asequible a una descripción intuitiva, podríamos entenderla alguna vez. Después de una breve vacilación, Bohr le respondió. «Creo que sí, pero debemos saber primero qué significa la palabra entender«. No es fácil saber qué respuesta puede satisfacernos ante una pregunta así, pero sea cual sea el grado de exigencia requerido, puede sostenerse sin exageración que este ensayo de Fernández-Rañada nos ayuda a entender, en la diversa medida de nuestras fuerzas físico-matemáticas, no sólo aspectos de la obra científicos de Werner Heisenberg sino los dramas políticos y sociales que subyacían -y subyacen- en esa cosa, nada marginal, que llamamos ciencia. O tecnociencia, como se prefiera.
Salvador López Arnal