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Reseña del ensayo "Prodigios y vértigos de la Analogía. Sobre el abuso de la literatura en el pensamiento" de Jacques Bouveresse

A propósito de los vértigos analógicos, la pulcritud filosófica y otros asuntos anexos

Fuentes: Rebelión

Jacques Bouveresse, Prodigios y vértigos de la Analogía. Sobre el abuso de la literatura en el pensamiento. Libros de Zorzal, Buenos Aires, 2001. Traducción de Helena Alapin (Prólogo, traducido por Laura Wittner, de Alan Sokal y Jean Bricmont). La mejor forma de iniciar este comentario que pretende ante todo destacar algunos textos y argumentos filosóficos, […]


Jacques Bouveresse, Prodigios y vértigos de la Analogía. Sobre el abuso de la literatura en el pensamiento. Libros de Zorzal, Buenos Aires, 2001. Traducción de Helena Alapin (Prólogo, traducido por Laura Wittner, de Alan Sokal y Jean Bricmont).

La mejor forma de iniciar este comentario que pretende ante todo destacar algunos textos y argumentos filosóficos, sin ocultar acuerdos entusiastas con la finalidad y estilo filosóficos del autor, acaso sea reproducir una cita de Paul Valery con la que Jacques Bouveresse (JB) abre este ensayo editado originalmente en Francia de 1999:

    El mal de tomar una hipálage por un descubrimiento, una metáfora por una demostración, un vómito de palabras por un torrente de conocimientos capitales, y tomarse a sí mismo por un oráculo, este mal nace con nosotros [la cursiva es mía]

Será así, o podemos tomarlo como una conjetura fructífera, pero la mera consciencia de ese potencial peligro innato otorga posibilidades de control y nos ayuda en nuestros cuidados. JB arguye sobre ello a lo largo del ensayo.

Al anterior texto le sigue, en la obertura de este ensayo sobre los peligros de la analogía, otro que no merece ser olvidado. Es de Bernard Bolzano, el autor de aquellas paradojas del infinito. Dice así:

    Uno de los rasgos más sorprendentes de los pensadores de nuestra época es que no se sienten ligados por -o al menos no satisfacen más que mediocremente-las reglas hasta ahora en vigor de la lógica, en especial el deber de decir siempre precisamente con claridad de qué se habla, en qué sentido se toma tal o cual palabra, luego indicar por qué razones se afirma tal o cual cosa, etc.

De qué se habla, en qué sentido, por qué razones. El ensayo de JB habla de asuntos que tienen que ver con la argumentación filosófica, en el sentido de buscar validez y rigor, con la interpretación filosófica de destacados resultados científicos y pretende intervenir además en el interminable debate sobre imposturas intelectuales y, al mismo tiempo, en discusiones y temáticas filosóficas inextinguibles.

Jacques Bouversse publicó en 1999, en Editions Raisons d’Agir, Prodigues et Vertiges de l’Analogie. Fue traducido por Helena Alapin con el título Prodigios y vértigos de la analogía. Sobre el abuso de la literatura en el pensamiento y publicado para los Libros del Zorzal, una editorial argentina, en 2001. Se ha publicado más recientemente una reedición del volumen, en 2005 si no ando errado.

JB sigue aquí la línea abierta por las Imposturas intelectuales de Sokal y Bricmont. Estos dos físicos, y filósofos (digamos) no profesionales, han escrito el prólogo del volumen. Lo esencial del ensayo es señalada por ellos en los siguientes términos:

    Bouveresse analiza también con astucias la sociología de la vida intelectual y las tácticas utilizadas por algunas figuras de los medios (y sus seguidores) para inmunizar sus ideas contra la crítica razonada. He aquí una de ellas (p. 80): primero, se lanza una ambiciosa y revolucionaria afirmación filosófica, citando como sostén un prestigioso resultado científico, como el teorema de Gödel; luego, cuando los críticos se tornan demasiado precisos e insistentes, se explica que el uso de la ciencia fue «solamente metafórico», y se les reprocha a los críticos haber sido tan tremendamente literales. He aquí otra (pp. 33-34): nuevamente se empieza por hacer una extravagante declaración; después, al ser objetado, se acusa a los oponentes de ser «flics de la pensée» («policías del pensamiento»), «gendarmes» u «censeurs» («censores»). Cuando las personas a cargo de las colecciones más importantes en las editoriales, los titulares de cátedra de la universidad y aquellos que ocupan puestos destacados en los medios alegan repetidamente que toda crítica a sus puntos de vista no es más que censura, la situación se vuelve, como observa Bouveresse bastante cómica.

De ahí las elogiosas palabras finales con las que Sokal y Bricmont finalizan su escrito de presentación:

    Cuando escribimos nuestro libro, tuvimos la secreta esperanza de que los filósofos profesionales y los historiadores intelectuales aprovecharan esta oportunidad para continuar desde donde habíamos dejado y agudizar nuestras críticas. El libro de Bouveresse ha satisfecho esta esperanza más allá de toda expectativa

No se pretende volver aquí sobre el caso Sokal -sobre el caso Social Text, para ser más exactos ni sobre los asuntos allí tratados, que JB centra básicamente, con todo lujo informado de detalles, en el (mal)uso del teorema de incompletud de Gödel por parte de Regis Debray1, sino en cuestiones afines -y, en mi opinión, vinculadas al mismo marco filosófico- relacionadas con el irracionalismo, el relativismo epistémico, los ataques desconsiderados al realismo no ingenuo2 y, por otra parte, con el rigor y la decencia intelectuales (que algunos han osado caracterizar, con «audaz» expresión políticamente «incorrecta», como atributos esenciales de la «policía del pensamiento»).

De la finalidad de la crítica de JB, y de la derivada filosófica y cultural nada marginal de lo aquí discutido, es muestra clara este importante paso:

    Casi no tengo necesidad de precisar que no hay nada personal en las críticas que formulo contra algunos de nuestros intelectuales, en especial contra Debray, y que no encuentro ningún placer particular en hacerlo. El caso de Debray es paradigmático, porque él trata de utilizar lo que es más peligroso, a saber un resultado lógico muy técnico, para justificar conclusiones muy amplias y susceptibles de impresionar fuertemente al público no informado acerca de un objeto que a primera vista es lo más alejado que se pueda pensar de aquello de lo cual se trata, a saber, la teoría de las organizaciones sociales y políticas. A partir del teorema de Gödel, Debray deduce, sin inmutarse, la naturaleza fundamentalmente religiosa del vínculo social (la conclusión no es novedosa, pero el argumento ciertamente lo es). Es lo mismo que elegir simultáneamente el punto de partida más difícil de manejar y la mayor distancia a franquear para alcanzar el fin, dos medios que transformarían seguramente la perfomance, si ésta fuera exitosa, en una verdadera hazaña intelectual. Llevar la indecisión al corazón mismo de la razón y obligar a ésta a exigir su propia superación es una operación clásica en filosofía. Pero pronunciar el veredicto a través de la razón matemática en persona e imponerla luego a la razón política es por cierto lo más decisivo y al mismo tiempo lo más refinado que se puede imaginar en el género. [las cursivas son mías]

Reproduzco, pues, algunas notas y textos y señalo argumentos, recogidos en el ensayo de JB, que creo de interés para debates filosóficos que, como sabía y quería Kant, eran y sigue siendo inextinguibles.

El mejor comentario que se ha escrito, señala JB, sobre el affaire Sokal y el libro que éste y Bricmont publicaron posteriormente, fue paradójicamente escrito mucho antes que se publicaran las Imposturas. Hace de ello ochenta años. Robert Musil, en 1921, reseñó La decadencia de Occidente de Spengler. Después de comentar los apartados matemáticos del libro -«la manera de trabajar de Spengler evoca al zoólogo que clasificaría entre los cuadrúpedos a los perros, las mesas, las sillas y las ecuaciones de 4º grado»- el autor de El hombre sin atributos da una brillante demostración de la manera en que se podría, a partir de ese procedimiento, justificar la definición de mariposa como «chino enano alado de Europa Central». Hela aquí:

    Hay mariposas amarillo limón; existen también chinos amarillo limón. En un sentido, se puede entones definir la mariposa: chino enano alado de Europa Central. Mariposas y chinos pasan por símbolos de la voluntad. Se entrevé aquí por primera vez la posibilidad de una concordancia, jamás estudiada todavía, entre el gran período de la fauna lepidóptera y la civilización china. Que la mariposa tenga alas y no las tengan los chinos, no es más que un fenómeno superficial. Si un zoólogo hubiera comprendido aunque más no fuera una ínfima parte de los últimos y más profundos descubrimientos de la técnica, no debería ser yo quien examinara en primer lugar la significación del hecho de que las mariposas no han inventado la pólvora; precisamente porque los chinos se les adelantaron. La predilección suicida de ciertas especies nocturnas por las lámparas encendidas es todavía un débito, difícilmente explicable al entendimiento diurno, de esta relación morfológica con China.

El método criticado, que subyace en opinión de JB en muchos de los escritos comentados por Sokal y Bricmont, se basa en dos principios básicos: 1) poner sistemáticamente de relieve las semejanzas más superficiales entre sistemas o individuos heterogéneos; 2) ignorar las diferencias profundas presentándolas como detalles desdeñables que sólo interesan a los muy puntillosos y mezquinos. Combinando 1 y 2, y esgrimiendo con aires de víctimas el sentido de 2, conseguimos dar si fuera el caso (y suele ser el caso) gato por liebre.

De ahí que afirmaciones como un comentario de Bernard-Henry Lévy, que JB reproduce en la página 47, puedan haber sido escritas, propagadas y comentadas, con indudable éxito, en ámbitos universitarios y en espacios ciudadanos en la usual lucha política cultural. Vale la pena tomar nota, no tiene desperdicio:

    Cada uno sabe hoy que el racionalismo ha sido uno de los medios, uno de los ojos de aguja por donde se ha deslizado la tentativa totalitaria. El fascismo no se originó en la oscuridad sino en la luz. Los hombres de la sombra son los que resisten… Es la Gestapo la que blande la antorcha. La razón es el totalitarismo. El totalitarismo se ha revestido siempre con el prestigio de la antorcha del policía. He aquí «la barbarie con rostro humano» que amenaza al mundo hoy [las cursivas son mías].

 

El texto está fechado en 1977 y fue publicado en Le Matin. Era la moda, que se extendió como la fiebre española y arrasó con casi todo, de los nuevos filósofos. Glucksmann, entonces, uno de esos nuevos filósofos, ha sido recientemente asesor y partidario del señor Sarkozy en las elecciones presidenciales francesas.

El sarcasmo de JB sobre el texto de Bernard-Henry Lévy es (políticamente) inolvidable:

    El razonamiento es admirable y habría sido sin duda muy bien acogido por un hombre como Cavaillès: los resistentes estaban obligados a la clandestinidad; por lo tanto, sus adversarios eran la luz, o sean, las Luces.

Alumno de doctorado de Brunschvicg, Jean Cavaillès, nacido en 1903, fue docente en la Sorbonne. Tras la invasión, se transformó en uno de los líderes de la resistencia francesa, organizando los grupos del norte del país y de Bélgica. Desde 1941 se dedicó a misiones de sabotaje y fue cofundador del periódico Liberation. Arrestado en septiembre de 1942, escapó en diciembre de ese mismo. Pero el 28 de agosto de 1943 fue arrestado nuevamente. Interrogado y cruelmente torturado, permaneció en silencio. Fue fusilado en febrero de 1944. Durante su primera detención Cavaillès escribió Sobre la lógica y la teoría de la ciencia. El ensayo fue publicado póstumamente.

Cavaillès, pese a su corta vida, fue un lógico matemático destacado. La aproximación de Debray al más importante teorema lógico de todos los tiempos sigue una línea interpretativa criticada por JB:

    Desde el día que Gödel demostró que no existe una demostración de consistencia de la aritmética de Peano formalizable en el cuadro de esta teoría (1931), los politólogos tenían los medios de comprender por qué era necesario momificar a Lenin y exponérselo a los camaradas «occidentales» a un mausoleo, en el Centro de la Comunidad Nacional.

Bouveresse no se niega, claro está, a extraer implicaciones filosóficas del teorema de incompletud. No es ése el tema. El asunto esencial es la pulcritud de la tarea, con qué masa de saber, esfuerzo y tenacidad trabajamos. Pensar filosóficamente sobre cualquier asunto exige antes que nada estar informados sobre él y pensar. No podía ser de otro modo:

    […] Hay manifiestamente conclusiones importantes -pero no necesariamente tan tajantes como generalmente se piensa- a extraer en lo que atañe, por ejemplo, a la filosofía del espíritu y las relaciones entre el espíritu y la máquina. Gödel mismo pensaba que su teorema debería de tener también incidencia sobre nuestra manera de abordar el problema religioso o, más exactamente -es uno de los grandes reproches que él dirige a nuestra época- de ignorarlo. Pero la forma en la que se expresó en su momento acerca de este tipo de cuestiones constituye, frente a la manera de proceder de Debray3, un modelo de precisión y prudencia. Justamente nunca publicó nada sobre este tipo de problemas y precisamente porque estaba mejor situado que nadie para saber de qué hablaba y sobre todo para saber lo que es exactamente un sistema formal, nunca habría tenido la fatuidad de hablar de un teorema de Gödel a propósito del discurso social o político o, como dice Serres, aplicado a los grupos sociales e incluso «reencontrado» en ellos. Esta manera de expresarse sugiere inmediatamente que se tarta de algo más técnico y más ambicioso que la introducción de una simple metáfora.

Tampoco el relativismo y el idealismo óntico quedan fuera de los asuntos tratados. Spengler y la sombra alargada de La decadencia de Occidente, base teórica muy presente en numerosas variaciones filosóficas postmodernistas, se hacen muy presentes a partir del sexto capítulo del ensayo que estamos comentando. JB recoge una interesante argumentación de Musil contra la tesis de la inexistencia de la realidad y la afirmación de que la Naturaleza es una función de la cultura, de cada cultura. La siguiente:

    ¿Por qué entonces las hachas del paleolítico y las palancas del tiempo de Arquímedes han funcionado exactamente como lo hacen hoy? ¿Por qué un vulgar mono puede servirse de una palanca o de una piedra como si conociese la estática y la ley de los sólidos y una pantera deducir de una huella la presencia de la presa, como si la causalidad le fuera familiar? Si no se quiere suponer una «cultura» común al mono, al hombre de la edad de piedra, a Arquímedes y a la pantera, no se puede sino admitir la existencia de un regulador común exterior a los sujetos, es decir, una experiencia susceptible de extensión y de perfeccionamiento, la posibilidad de un conocimiento, una versión cualquiera de la verdad, del progreso, del desarrollo; en una palabra, esa mezcla de factores subjetivos y objetivos de conocimiento cuya distinción constituye justamente el penoso trabajo de selección de la epistemológica (Erkenntnistheorie) que Spengler ha evitado, sin duda porque opone decididamente demasiados obstáculos al libre vuelo del pensamiento [la cursiva es mía].

JB sostiene que no hay que ser un relista ingenuo indocumentado ni un chato materialista para encontrar natural y razonable la suposición de que independientemente de la época, de la cultura y de lo que las gentes involucradas pudieran saber o ignorar, «podían existir -contra Latour- hace millones de años los mismos agentes patógenos y provocar la mismas enfermedades y muertes que las de actualidad» (es decir, la misma realidad acaso evolucionada en algunos aspectos).

La posición Musil la relaciona JB con una destacable consideración de Martin Rudwick:

    Si la actividad científica es de algún modo «una maquina de aprender» social, por la que los seres humanos pueden obtener algún tipo de conocimiento confiable del mundo natural, entonces la cuestión de la referencia externa no puede ser eliminada o evitada. Sin dejar de lado los grandes avances que surgieron por haberse concentrado en los portadores humanos de las ideas y de las creencias científicas, es tiempo ya de encontrar nuevas y más adecuadas formas de describir la relación entre nuestras construcciones sociales respecto de la investigación científica y las constricciones, cualesquiera fueran ellas, que pueden ser impuestas a estas construcciones por parte del mundo natural [la cursiva es mía]

Sería, en términos clásicos, la hipótesis materialista, la tesis realista de un universo independiente cuya naturaleza es descubierta progresivamente por la ciencia. La crítica a la evasiva sociología de la ciencia a la Latour, a la idea (nunca abiertamente manifestada) del mundo como mera (o básicamente) construcción social, es apuntada por JB en los términos siguientes:

    Por supuesto, la gente como Bruno Latour es completamente capaz de reconocer, llegado el momento, que a pesar de todo también cree en la existencia de una realidad objetiva independiente. Pero lo menos que se puede decir, como la prueba el articulo sobre Ramsés II, es que mantienen con mucho cuidado una ambigüedad confortable, y en los tiempos que corren seguramente más redituable que las «ingenuidades» o las imprudencias de los realistas explícitos.

El artículo de Latour al que JB hace referencia se preguntaba dónde se encontraban los objetos antes de que los científicos los descubrieran. De forma tal que, escribía Latour, «3.000 años más tarde nuestros sabios enferman finalmente a Ramses II, que muere víctima de una enfermedad descubierta en 1882, diagnosticaron en 1976».

También sobre las reglas de la lógica y la supuesta libertad de pensamiento hay diversos pasos de interés en el volumen de JB. Este por ejemplo (páginas 134-135), es de cita obligada:

    De las reglas de la lógica, por ejemplo, se hubiera dicho antaño que son constitutivas de lo que se llama pensar: es imprescindible comenzar por respetarlas si se quiere expresar un contenido cualquiera de pensamiento. Para filósofos como Kant y Frege, no se puede pensar contra la lógica, porque un pensamiento ilógico, sencillamente, no es un pensamiento. Nunca se les hubiera ocurrido a estos pensadores tratar la obligación de respetar las leyes lógicas, en sentido estrecho, o las del pensamiento, en un sentido más amplio, como una invención de moralistas amargados y puritanos. Incluso si las reglas de la lógica tienen también incontestablemente una dimensión ética, hay de todas maneras una diferencia entre ellas y las reglas morales propiamente dichas: el que viola las reglas morales actúa seguramente mal, pero actúa, mientras que quien viola reglas constitutivas de lo que se llama «pensar» no solo piensa mal, sino que no piensa nada. Pero es todavía una de las cosas que, desde hace un tiempo, hemos cambiado radicalmente. El desplazamiento de la cuestión hacia el terreno de la moral corresponde a la suposición de que aquel que no tiene para nada en cuenta las reglas de la lógica puede no solo pensar sino incluso pensar mejor y más profundamente que aquel que se obstina en respetarlas.

No sólo se piensa mal, sino que, de hecho, no se está pensando. Mejor formulación imposible.

Las reglas lógicas, sus principios elementales de la lógica, del análisis y del razonamiento en general parecen haber adquirido, señala JB, un estatus en absoluto diferente de unas normas morales impuestas de manera sesgada y represiva. Pero, como señala en la nota a pie de la página 135, no es el caso:

    Roger-Pol Droit recuerda que según Nietzsche, existen lazos entre el orden científico y el orden moral. Pero Nietzsche también deplorada el hecho de que en ese momento no tuviera ninguna idea de lógica en las escuelas alemanas. De todos modos, la ciencia es una cosa tan diferente del orden científico como la moral puede serlo del orden moral. Y Sokal y Bricmont piden a los literatos que respetan la ciencia y no el orden científico (cualquiera sea el significado e esta expresión). Pienso, por otra parte, que si aquellos que argumentan a la manera de Roger-Pol Droit quisieran ser del todo coherentes, deberían ir hasta las últimas consecuencias pidiendo también que los científicos abandonen completamente el «rigor» del que hacen gala y se muestren mucho más tolerantes y amables en su manera de concebir y utilizar cosas tales como la demostración matemática, la experimentación y la medida [la cursiva es mía].

La posición de JB es nítida: nadie tiene intención de impedirle a él, a Roger-Pol Droit, o a cualquier ciudadano, decir o escribir lo que le apetezca, incluso el «tipo de idiotez (no veo como llamarla de otra manera)» contra el que ha argumentado sosegadamente. La cuestión es que no exija -amparado en el marco afable y engañoso de que debemos cultivar la amistad, el entendimiento y la comprensión universal- «que uno se abstenga de criticar, como corresponde, declaraciones de ese tipo».

Por otra parte, hay otra cosa más a añadir a la amplia mochila no sectaria del estilo filosófico de JB, una referencia (página 147) a Alexandr Zinoviev y Cumbres abismales, aquel magnífico libro publicado en 1976 por L’Age d’Homme, sobre el que en España nos llamó la atención Francisco Fernández Buey

    La sociedad ejerce una presión sobre los hombres, forzándolos a respetar los dobles ideológicos de la ciencia. Es así que numerosas proposiciones de la teoría de la relatividad que fueron en su tiempo perseguidas por herejía bajo forma ideológica, están casi canonizadas en nuestros días. Las tentativas de expresar algo, que las contradicen en apariencia, encuentran una resuelta oposición de parte de las fuerzas sociales influyentes (por ejemplo bajo la forma de acusaciones de oscurantismo, de reacción, etc).

    No todas las ciencias tienen el honor de producir dobles ideológicos; sólo las más propicias poseen este derecho. De este modo, un teorema bien conocido acerca del carácter incompleto de ciertos sistemas formales, que posee un sentido en lógica, se transforma en una verdad banal sobre la imposibilidad de formalizar enteramente una ciencia, una especie de «perogrullada», mientras que otra verdad sobre la existencia de ciertos problemas insolubles por esencia fue eximida de esta suerte, aunque de ella se pudieran extraer muchas más consecuencias de todo tipo. Aquí también hay desgracias y ascensos, rehabilitaciones y gratificaciones. Aparentemente, todo esto se efectúa en el cuadro de la ciencia. En efecto, en el presente caso, la ideología aspira a ponerse el ropaje de la ciencia. [la cursiva es mía]

El amplio sentido del uso de ideología por Zinoviev incluye, desde luego, vértices filosóficos.

Curiosa y destacadamente, JB cita en este punto a Foucault quien ya hizo notar que para hablar de ciencia los filósofos tenían una tendencia -«una enojosa propensión»- a construirse una ciencia a su medida, una ciencia para filósofos, y sobre todo una historia para filósofos que él pretendía desmontar.

    Lo crucial es saber justamente si resulta admisible que un filósofo maneje sólo cierta semejanza de lenguaje con el material científico inicial para testimoniar sobre el origen de lo que expone o si uno tiene derecho a esperar de él una forma más o menos seria de tratar un resultado científico que busca transponer y generalizar.

Se trata, en definitiva, de que, aun admitiendo con David Stove, que el pensamiento racional, «el suave resplandor de la mente» (Hume), sea históricamente escaso, local y efímero, tenga el derecho de existir y que es precisamente ese derecho lo que (acaso como lucha ininterrumpida) debe seguir siendo defendido. Si por improbable que pueda parecer se logra usar un poco más de razón en las conductas y asuntos humanos «que no lo admiten seguramente en demasía, quizás, como se dice, no haría demasiado bien, pero tampoco se percibe qué mal podría causar » (p. 170).

No hacer demasiado bien, señalando, eso sí, que no existe percepción del mal posible. Mayor temperación imposible.

Bouveresse recuerda un excelente aforismo de Lichtenberg:

    Entre comprender y no comprender hay un buen número de categorías, en las que las nueve décimas partes de la gente se instalan con toda comodidad.

Acaso sea inevitable ese estatus y la comodidad y tranquilidad epistémicas de tantos ciudadanos. La cuestión es, una vez más, la placidez (sin inquietudes ni deseos de superación) de la ubicación en que uno se ha instalado.

Bien mirado, lo esencial de este asunto ya fue señalado por el mismísimo fundador de la mecánica ondulatoria en 19484:

    Lo que intento decir es que la búsqueda honesta del conocimiento a menudo requiere permanecer en la ignorancia durante un período indefinido. En lugar de llenar los huecos por mera conjetura, la ciencia auténtica prefiere asimilarlos; y no tanto por escrúpulos conscientes sobre la legitimidad de las mentiras como por la consideración de que, por fastidioso que sea el vacío, su superación mediante impostura elimina el imperativo de perseguir una respuesta admisible [la cursiva es mía]

JB nos regala también una cita de Locke en la obertura de su ensayo. La siguiente:

    No hay mejor medio para poner de moda o defender doctrinas extrañas y absurdas, que abastecerlas de una legión de palabras oscuras, dudosas e indeterminadas. Esto, sin embargo, vuelve a estos refugios más parecidos a cavernas de bandidos o madrigueras de zorros que a fortalezas de guerreros generosos. Y si es penoso echar a quienes allí se esconden, no es a causa de la fuerza de esos lugares, sino a causa de las zarzas, las espinas y la oscuridad de los arbustos que los rodean. Pues como la falsedad es incompatible con el espíritu del hombre, sólo la oscuridad puede servir de defensa a lo que es absurdo.[la cursiva es mía]

No es necesario entrar en la metáfora bélica de Locke. Sin duda la preocupación extrema puede dar pie a abusos que impidan la irrupción de novedades, pensamientos críticos y lenguaje son trillados. Pero hacer todo ello con pulcritud, rigor y sin engaños ni lecturas precipitadas parece un buen plan de trabajo intelectual (y moral) para todos los días de la semana, del mes y, en fin, de nuestra vida.

 

Anexo 1: La alargada sombra del teorema de Gödel

Régis Debray y Jean Bricmont, A la sombra de la Ilustración. Debate entre un filósofo y un científico. Barcelona, Paidós 2004, 168 páginas. Traducción de Pablo Hermida Lazcano.

Discutían críticamente Sokal y Bricmont en Imposturas intelectuales el empleo abusivo, por parte de algunos filósofos y científicos sociales, de categorías y resultados muy particulares tomados de las ciencias formales y físico-matemáticas. Uno de los intelectuales criticados, si bien muy puntualmente, fue Régis Debray quien en Crítica de la razón política había hecho alusiones al teorema de incompletud de Kurt Gödel. El mismo Debray llegó a entrevistarse con Sokal y Bricmont a propósito de la aparición de Imposturas. El compañero del Che en Bolivia (además de magnífico conversador con Allende) y el compañero de Sokal en Imposturas prosiguieron y profundizaron este encuentro, ampliando el marco de la discusión, primero en forma de correspondencia y luego mediante nuevos encuentros que dieron lugar A la sombra de la Ilustración, una interesante conversación entre un científico natural (Bricmont es catedrático de Física teórica en la Universidad de Lovaina) y un humanista, politólogo o científico social (Debray es catedrático de Filosofía y presidente del Instituto europeo de Historia y Ciencia de las Religiones) donde discuten sobre temas políticos, epistemológicos y filosóficos generales.

Hay, además, un punto de coincidencia política que no debería olvidarse. Ambos vieron, cuando pocos veían, que la supuesta injerencia humanitaria en Kosovo, sin mandato de la O.N.U., disponía para una próxima guerra preventiva imperial. En el epílogo del volumen, hay un neto reconocimiento de Bricmont al coraje de Debray en este punto y una denuncia del linchamiento mediático al que estuvo sometido.

Los temas discutidos aparecen estructurados en cuatro secciones: 1. El debate y la lógica. 2. La racionalidad y la ciencia. 3. El conocimiento y la historia. 4. Lo religioso y lo político. Un breve epílogo cierra la conversación. A destacar la bibliografía seleccionada y comentada por el propio Bricmont, así como las notas que supongo también de su autoría. Por ejemplo, este comentario sobre Althusser y Para leer el Capital: «Gracias a una retórica seductora combinada con un cierto número de observaciones correctas sobre el idealismo, Althusser llega a defender una aproximación «científica» al marxismo en la cual, de hecho, se elude por completo la cuestión de las pruebas empíricas que permitirían ver con claridad que estamos ante una ciencia… El hecho de que se hubiera podido sostener en esa época (1965) un discurso semejante, y que éste ejerciera una influencia en la formación de los profesores normalistas ilustra el «corte» entre filósofos y científicos en Francia. Esta singladura aboca rápidamente a una actitud escolástica hacia «textos» dotados de un carácter implícitamente sagrado» (pp. 151-152).

La conversación se desarrolla por derroteros no siempre previsibles, con giros de interés y con polémicas abiertas. Me permito señalar alguno de estos momentos: 1) sobre Latour y la nueva sociología de la ciencia (pp. 19-20), donde Debray, no sin razones, señala que «no nos pondremos de acuerdo con respecto a Latour y, desde luego, tendremos que volver a hablar de sus trabajos, de los que usted se burla con demasiada ligereza»; 2) sobre las creencias y motivaciones plurales del individuo (pp. 30-31); 3) en torno al marxismo y al naturalismo (pp. 65-66): 4) sobre el debate en torno a la guerra entre Einstein y Freud (pp. 81-84), o, finalmente, sobre valores y presencia universal de lo trascendente (pp. 112-116).

No deja de ser sorprendente que, de entrada, ya en el primer capítulo del ensayo el propio Debray no tenga reparos en reconocer que sobre la intención misma de Imposturas estaba plenamente de acuerdo, y que «había festejado la chanza de Social Text… Estuvieron acertados sobre todo al quitarme la razón a propósito de una frase poco afortunada sobre la incompletud» (p. 18). El mismo Debray apunta que en una comunicación a la Sociedad francesa de Filosofía, en 1996, ya distinguió entre lo que era un fuente de inspiración interesante y la imposibilidad de asimilar un sistema político-social a un sistema lógico-deductivo (p. 24). Y acaso quepa señalar críticamente que no siempre el crítico y amante del rigor Bricmont está a la altura de las circunstancias por él sensatamente señaladas. Así, en su presentación del mismo teorema de incompletud en las págs. 22-23, o en su crítica al marxismo (véase lo dicho sobre Gramsci y la naturaleza humana en la página 65). Pero no menos puede decirse de Debray. Así, cuando negro sobre blanco sostiene que si la mundialización liberal significa el mercado sin Estado, entonces «la crítica de extrema izquierda del estado habría sido su valedora (sic)» (p. 71). O, cuando al hablar de De Gaulle, señala que no pueden compararse 35 años de ejercicio de análisis histórico, que es lo que hizo el general resistente, «con una intuición de Lenin de 1917 o una constatación de Russell en 1920. Los análisis de De Gaulle se referían al devenir del siglo, no a coyunturas concretas (pp. 90-91). O acaso esta perla final: «Conecto de forma deliberada un fenómeno ideológico con un sustrato técnico: el plomo. Fin del plomo, fin de los tipógrafos, fin de las columnas vertebrales de los partidos. El día en que L´Humanité entró en videocomposición, ¡se acabó!» (p. 97). Es una metáfora, sin duda, pero hay metáforas inútiles. Esta es una de ellas.

Pueda señalarse que tal vez A la sombra de la Ilustración sea un libro excesivamente parisino. Si se percibe así, para completar el ámbito geográfico y observar que la sombra de Gödel y sus teoremas suele ser muy alargada, permítaseme dos observaciones finales. La primera: si se desea una magnífica aproximación a la recepción de los teoremas de Gödel en ese territorio que llamamos España, y comentarios subsiguientes y no siempre menos desacertados que el de Debray, véase: Paula Olmos y Luis Vega «La recepción de Gödel en España», Endoxa nº 17, 2003, pp. 379-415. Y la segunda anotación, para cerrar el círculo: hace nos 20 años, en las clases de metodología de las ciencias sociales de 1983-1984, Manuel Sacristán daba cuenta de la crisis de fundamentos de la matemática como arranque de la filosofía de la ciencia del siglo XX, señalado que la irrupción del teorema de incompletud de Gödel y su consecuencia más directa -que no se podían buscar fundamentos absolutos ni siquiera en las ciencias formales- había dado lugar a especulaciones infundadas que todavía se podían leer. Recordaba entonces que en un suplemento dominical de la época, un periodista comentaba un libro en el que se afirmaba que los sistemas políticos no podían ser completos, «supongo que quería decir que no podían ser perfectos o algo así»- y que eso era, en definitiva una aplicación del teorema de Gödel. Sacristán comentaba que se trataba de la reseña periodística de un libro de Debray, Crítica de la razón política. Curiosamente, el mismo libro que fue criticado puntualmente por Sokal y Bricmont y que está en el arranque de esta interesante conversación filosófica.