«¡Grandes noticias en Estados Unidos!», exclamó al verme la dueña de la librería a la que asisto en Beirut una mañana reciente, alzando los pulgares. «De seguro mejorarán las cosas luego de estas elecciones, ¿no?» Por desgracia no, le dije. Por desgracia no. Las cosas van a empeorar en Medio Oriente aun si dentro de […]
«¡Grandes noticias en Estados Unidos!», exclamó al verme la dueña de la librería a la que asisto en Beirut una mañana reciente, alzando los pulgares. «De seguro mejorarán las cosas luego de estas elecciones, ¿no?» Por desgracia no, le dije.
Por desgracia no. Las cosas van a empeorar en Medio Oriente aun si dentro de dos años Estados Unidos es bendecido con un presidente demócrata. Porque ahora los desastrosos filósofos que orquestaron el baño de sangre en Irak se lavan las manos de toda la tragedia y gritan «¡nosotros no!» con el mismo entusiasmo que la dama libanesa de la librería, mientras los expertos de la prensa dominante en la costa este de Estados Unidos preparan el terreno para nuestro retiro del país árabe… culpando de todo a esos iraquíes ambiciosos, sedientos de sangre, anárquicos, depravados e intransigentes.
Debo admitir que lo que Richard Perle entiende por un mea culpa de veras me quitó el aliento. He allí al ex presidente del Comité Asesor en Política de Defensa del Pentágono el que alguna vez nos dijo que «Irak es un muy buen candidato a la reforma democrática» aceptando que había «subestimado la depravación» iraquí. Por supuesto, hace responsable al presidente, y lo único que reconoce es que y ahora, lector, respire hondo, «si yo hubiera sido vidente y hubiera visto dónde estamos ahora, y la gente preguntara: ‘¿debemos ir a Irak?’, probablemente yo habría dicho: ‘No, consideremos otras estrategias…'»
Tal vez ese mea culpa odioso y farisaico me parezca todavía más objetable porque lo hace el mismo hombre que hace dos años, en una comunicación por radio en Bagdad, me insultó a gritos, me condenó por afirmar que Estados Unidos iba perdiendo la guerra en Irak y me acusó de ser «partidario del sostenimiento del régimen baazista». Su mentira, debo añadir, era particularmente maliciosa porque yo informaba de los secuestros y ejecuciones masivas de Saddam en la prisión de Abu Ghraib (y por eso me negaban la visa iraquí) cuando Perle y sus cohortes callaban ante las perversidades del dictador iraquí y cuando Donald Rumsfeld, amigote de aquéllos, estrechaba de buena gana la mano del monstruo en Bagdad en un intento por reabrir la embajada estadunidense en Irak.
Perle, claro, no está solo. Kenneth Adelman, neoconservador del Pentágono que también sonó los tambores de guerra, ha declarado a Vanity Fair que «la idea de usar nuestro poder para hacer el bien moral en el mundo» ha muerto. Y David Frumm, colega de Adelman y autor de algunos discursos de Bush, ha llegado a la conclusión de que el presidente «no absorbía las ideas» que escribía para él. Y me temo que esto no es lo peor que vamos a oír de quienes nos alentaron a invadir Irak y emprender una guerra que ha costado la vida a quizá 600 mil civiles.
Un nuevo fenómeno invade las páginas de The New York Times y todos esos otros grandes órganos del poder estadunidense. A los periodistas que apoyaron la guerra no les basta con denostar a Bush. No, ahora tienen otra bandera que ondear: los iraquíes no nos merecen. David Brooks quien alguna vez nos dijo que los neoconservadores como Perle no tuvieron nada que ver con la decisión del presidente de invadir Irak ha estado rebuscando con afán en el ensayo escrito en 1970 por Elie Kedourie sobre la ocupación británica de Mesopotamia en 1920. ¿Y qué descubrió? Que «los británicos trataron sin éxito de promover un liderazgo responsable», y cita la conclusión de un oficial británico de aquella época, según la cual los chiítas iraquíes «no tienen motivo para contenerse de sacrificar los intereses de Irak a los que conciben como propios».
Pero el artículo de Brooks en el New York Times también inspira espanto. Nos informa que hoy Irak padece una «completa desintegración social» y que los «errores estadunidenses» fueron exacerbados por «los mismos viejos demonios iraquíes: codicia, sed de sangre y una exasperante falta de disposición a transigir, incluso al punto de la autoinmolación». Brooks ha concluido que Irak «vacila al borde de la futilidad» (sea eso lo que fuere) y, si las tropas estadunidenses no pueden restaurar el orden, «será hora de poner fin efectivo al país», reduciendo la autoridad al nivel de «el clan, la tribu o la secta», que son esperen a oír esto «las únicas comunidades que son viables».
Para quienes crean que el artículo de Brooks representa una voz solitaria, he aquí a Ralph Peters, colaborador de USA Today y oficial retirado del ejército. Apoyó la invasión, dice, porque estaba «convencido de que Medio Oriente se encontraba tan corroído política, social, moral e intelectualmente que teníamos que arriesgarnos a invadir, o enfrentaríamos terrorismo y tumultos por generaciones». Pese a todos los errores de Washington, afirma, «dimos a los iraquíes una oportunidad única de construir una democracia bajo el imperio de la ley».
Sin embargo, parece que esos exasperantes iraquíes «prefirieron seguir con sus viejos rencores, violencia confesional, criminalidad étnica y su cultura de corrupción». ¿La conclusión de Peters? «Las sociedades árabes no pueden sostener la democracia como la conocemos.» En consecuencia, «es su tragedia, no la nuestra. Irak era la última oportunidad del mundo árabe de subir al tren de la modernidad, de dar un futuro a la región…» Aunque parezca increíble, al final expresa su convicción de que «si el mundo árabe e Irak se embarcan en una orgía de baños de sangre, la cruda verdad es que podríamos ser los beneficiarios», porque Irak habrá «consumido» a los «terroristas» y Estados Unidos «seguirá siendo la más grande potencia sobre la tierra».
Lo que hace a estos hombres indignos de prestarles mayor atención no es su descaro ¿acaso ninguno conoce la vergüenza?, sino la presunción racista de que la hecatombe en Irak es culpa de los iraquíes, de su atraso intrínseco, sus vicios y su incapacidad de apreciar los frutos de nuestra civilización. En ningún momento se preguntan si el hecho de que Estados Unidos sea «la más grande potencia sobre la tierra» pudiera formar parte del problema. Ni si los iraquíes que soportaron los peores años de la dictadura cuando Saddam tenía el apoyo de Estados Unidos, que fueron sancionados por la ONU al costo de medio millón de vidas de niños y luego brutalmente invadidos por nuestros ejércitos, tal vez no estuvieran en realidad tan terriblemente ansiosos de todas las maravillas que fuimos a ofrecerles. A muchos árabes, como he escrito antes, les gustaría un poco de nuestra democracia, pero también les gustaría otra clase de libertad: liberarse de nosotros.
Pero ya me entienden ustedes. Estamos preparando nuestras disculpas para emprender la retirada. Los iraquíes no nos merecen. Que se jodan. Esa es la grava que estamos extendiendo en el suelo del desierto para ayudar a nuestros tanques a salir de Irak.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya