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En las entrañas de la guerra civil irakí

Ahora la Jihad se hace contra los chiítas, no contra los usamericanos

Fuentes: The Guardian

Traducido para Rebelión por LB.

Una mañana hace algunas semanas me encontraba sentado en un coche charlando con Rami, un antiguo comando de la Guardia Republicana de cuello robusto que actualmente se dedica a suministrar armas a sus compañeros insurgentes sunitas.

Rami me explicaba cómo había cambiado la insurgencia desde los primeros frenéticos días posteriores a la invasión usamericana. «Solía atacar a los usamericanos cuando la jihad se hacía contra ellos. Ahora ya no hay jihad. Date una vuelta y echa un vistazo por Adhamiya [la zona insurgente sunita de ominosa reputación]: verás a todos los comandantes sentados bebiendo café. Ahora sólo combaten los chavales y ya no luchan contra los usamericanos: ahora se dedican exclusivamente a matar chiítas. Son muchachos que se pasean con dos armas cada uno y recorren las calles en busca de presas. Matan por cualquier cosa, por un arma, por un coche, y todo eso puede hacerse pasar por jihad

Según me contó Rami, ya no participaba en los combates, pero obtenía jugosos beneficios vendiendo armas y municiones a los hombres de su barrio del norte de Bagdad. Hasta hacía pocos meses los insurgentes combatían con armas y municiones obtenidas del saqueo de los depósitos del antiguo ejército irakí. Sin embargo, ahora que los sunitas se encontraban acorralados en sus barrios y luchaban a diario contra las fuerzas chiítas del Ministerio del Interior, mejor equipadas que ellos, necesitaban nuevas fuentes de aprovisionamiento de armas y dinero.

Rami me contó que uno de sus principales suministradores había sido un intérprete que trabajaba para el ejército usamericano en Bagdad. «Había hecho un trato con un oficial usamericano. Nosotros les comprábamos AKs nuevecitos y municiones«. Dijo que el oficial usamericano, al que nunca había visto pero que sospechaba era un capitán destacado en el aeropuerto de Bagdad, había ayudado incluso a desviar un camión repleto de armas apenas atravesó la frontera jordana.

Últimamente, la mayoría de los suministros que recibe Rami proceden del flamante ejército irakí, equipado por los usamericanos. «Les compramos municiones a oficiales encargados de la custodia de los almacenes. Una caja pequeña de balas de AK-47 cuesta 450 dólares. Si el tipo vende mil cajas se hace rico y puede largarse del país.» Pero a medida que la seguridad se va deteriorando, a Rami le resulta cada vez más difícil viajar por Bagdad. «Ahora tengo que pagarle a un taxista chiíta para que me traiga la munición. Le pago 50 dólares por viaje«.

La caja de balas que hoy Rami compra por 450 dólares hace un año le habría salido por entre 150 y 175 dólares. El precio de un kalashnikov ha subido de 300 a 400 dólares en el mismo período. La inflación del precio de las armas refleja el descenso de Irak hacia la guerra civil, pero, en un fenómeno que ha pasado inadvertido para el mundo exterior, también ha cambiado la insurgencia chiíta. El conflicto en el que van a aterrizar en las próximas semanas otros 20.000 soldados usamericanos es muy diferente del que sus compatriotas experimentaron hace apenas un año.

En Bagdad, a finales de octubre llamé a un insurgente sunita al que conocía desde hacía más de un año. Era comandante de grado medio de una pequeña célula que combatía a los usamericanos en aldeas sunitas del norte de Bagdad. Los frentes de batalla sectarios en la ciudad se habían ido fortaleciendo durante meses y nos llevó 45 minutos de tiras y aflojas ponernos de acuerdo sobre un lugar donde reunirnos con seguridad. Al final, acordamos reunirnos en un destartalado café de trabajadores.

Secuestrado

«No son buenos tiempos para ser sunita en Bagdad«, me confesó Abu Omar en voz baja. Durante tres años había estado en la lista de personas buscadas de los usamericanos pero nunca antes lo había visto tan inquieto. Se había recortado la barba al estilo chiíta y no paraba de mirar a la puerta. Me contó que unos días antes habían secuestrado a su hermano y que estaba convencido de que su nombre era el siguiente en la lista de la milicia chiíta. Había huído de su casa, situada en el norte de la ciudad, y se alojaba en casa de unos familiares en un bastión sunita al este de Bagdad. Estaba más triste que irritado. «La culpa la tenemos los suníes«, me dijo. «En mi zona algunos tipos ignorantes de Al Qaeda han estado secuestrando a granjeros chiítas pobres, matándolos y arrojando sus cuerpos al río. Yo les decía: ‘Eso no es jihad. ¡No podéis matar a todos los chiítas! ¡Eso está mal! Las milicias chiítas son como perros rabiosos, ¿para qué provocarles?’«

Luego añadió: «Estoy intentando hablar con los usamericanos. Quiero darles garantías de que nadie les atacará en nuestra zona si impiden que entren los chiítas«.

Este hombre, que se había pasado los últimos tres años combatiendo a los usamericanos, estaba ahora ansioso por hablar con ellos, no para firmar la paz sino porque consideraba que los usamericanos eran el menor de dos males. Se encontraba atrapado en el mismo dilema que afrontan muchos líderes insurgentes sunitas que han comenzado a dudar del buen juicio de su alianza con los extremistas de al-Qaeda. Otro comandante insurgente me dijo lo siguiente: «Al principio al-Qaeda tenía el dinero y la organización, mientras que nosotros no teníamos nada«. Sin embargo, esta alianza pronto arrastró a los insurgentes, y luego a toda la comunidad sunita, a una confrontación contra las milicias chiítas cuando al-Qaeda y otros extremistas comenzaron a masacrar a millares de civiles chiítas. Comandantes insurgentes como Abu Omar pronto se encontraron superados en número y armamento y combatiendo contra las organizadas milicias chiítas respaldadas por las fuerzas de seguridad bajo control mayoritario chiíta.

Una semana después de nuestra conversación Abu Omar me invitó a asistir a una reunión con comandantes insurgentes. Me pidieron que esperara en la recepción de cierto partido político sunita. Un taxista me llevó a una casa situada en un vecindario sunita que había sido recientemente abandonada por la familia chiíta que vivía en ella. El taxista entró conmigo y resultó que él mismo era uno de los comandantes.

La familia chiíta había abandonado la casa precipitadamente. Había una pila de cajas de cartón amontonadas junto a la puerta, algunos muebles estaban cubiertos con sábanas blancas y unos cuantas pinturas baratas yacían apiladas contra la pared. El edificio había sido expropiado por los mujahedines sunitas locales. Nos sentamos en sofás en una polvorienta sala.

Abu Omar había estado reuniéndose con comandantes de grupos con nombres tales como la Brigada Furiosa, los Batallones de la Revolución de 1920, el Ejército Islámico y el Ejército Mujahedin, al objeto de discutir las posibilidades que tenían de combatir simultáneamente una guerra de insurgencia contra los usamericanos y una incipiente guerra civil contra los chiítas.

Abu Omar había propuesto animar a los jóvenes sunitas a alistarse en el ejército y la policía para restaurar el equilibrio confesional. Sugirió conceder un alto el fuego a los usamericanos, en un intento de detener las incursiones contra su zona de los comandos del Ministerio del Interior. Al Qaeda había manifestado su oposición a todas esa medidas. Ahora Abu Omar buscaba el apoyo de otros comandantes insurgentes.

«Haz política»

Una acalorada discusión estaba teniendo lugar. Uno de los hombres, adornado con un fino bigote, una barriga enorme y una keffiya roja echada sobre el hombro, sostenía un ejemplar del Corán con una mano y un teléfono móvil con la otra. Le pregunté cuáles eran sus objetivos. «Combatimos para liberar nuestro país de la ocupación de los usamericanos y de sus esbirros irano-chiítas«.

«Hermano, no estoy de acuerdo«, dijo Abu Omar. «Mira, los usamericanos están tratando de hablar con nosotros los sunitas y nosotros necesitamos convencerles de que somos capaces de hacer política. Necesitamos utilizar a lo usamericanos para combatir a los chiítas«. Abu Omar les miró nerviosamente. Sugerir la conveniencia de hablar con los usamericanos le podría haber costado fácilmente el estigma de traidor. «¿Dónde está la jihad y los mujahedin?«, prosiguió. «Bagdad se ha convertido en una ciudad chiíta. ¡Nuestros hermanos están siendo masacrados a diario! ¿Dónde están esos héroes de al-Qaeda? Perderemos un barrio detrás de otro si no diseñamos una estrategia».

El comandante taxista, que estaba sentado en un sofá con las piernas cruzadas, se unió a la discusión: «Si los usamericanos se marchan, [los chiítas] nos masacrarán«. Un hombre de protuberante barriga agitó sus manos con gesto desdeñoso: «Seremos nosotros los que masacraremos a los chiítas. ¡Les enseñaremos cómo las gastamos los sunitas! No habrían conseguido nada sin la ayuda usamericana«.

Concluida la reunión, el taxista salió a inspeccionar la carretera, tras lo cual salieron todos los demás. «No mires hacia arriba, puede que nos estén vigilando. Hay espías chiítas por todas partes«, dijo el hombre corpulento. Al día siguiente arrestaron al taxista.

Para diciembre los peores temores de Abu Omar ya se estaban convirtiendo en realidad. Los sunitas se habían quedado acorralados en un rincón mientras combatían en dos frentes simultáneamente. Para entonces Abu Omar ya había desaparecido. Nunca encontraron su cuerpo.

Bagdad estaba ahora dividida: las líneas de combate atravesaban los barrios dividiéndolos en sectores chiítas y sunitas. Miles de familias habían sido obligadas a abandonar sus hogares. Tras cada bombazo a gran escala contra civiles chiítas las calles aparecían regadas con docenas cadáveres mutilados de sunitas. Las patrullas de las milicias y los controles que instalaban hacían que los hombres con nombre sunita no se aventuraran lejos de sus barrios, mientras que algunas zonas sunitas pasaron a ser completamente controladas por grupos insurgentes, por el Consejo de la Shura de los Mujahedin y por el Ejército Islámico. Los grupos de autodefensa sunitas se constituyeron en unidades de reserva bajo el control de esos grupos insurgentes.

Igual que Abu Omar antes que él, Abu Aisha, un comandante sunita de grado medio, acabó comprendiendo que la amenaza que representaban los chiítas probablemente era mayor que la urgencia de combatir a los usamericanos. Abu Aisha luchó en los barrios sunitas occidentales de Bagdad, era un antiguo suboficial del ejército irakí y practicaba una forma extrema del Islam conocida como Salafismo.

Interferencias.

Profundas lineas recorrían su estrecha frente y entrecerraba sus ojos cada vez que trataba de responder a una pregunta. Daba la impresión de que sopesaba cada respuesta antes de hablar. Decía haber participado en docenas de ataques contra tropas usamericanas e irakíes, la mayoría de ellos mediante artefactos explosivos caseros, pero también en emboscadas y en la ejecución de supuestos espias chiítas. «Ya no utilizamos los mandos a distancia para hacer detonar nuestras bombas«, reveló a mitad de la conversación. «Ahora sólo funcionan los cables, pues los usamericanos interfieren las señales«.

En su teléfono móvil me mostró con orgullo imágenes borrosas de cadáveres que yacían en las calles con las manos atadas a la espalda. Decía que eran agentes chiítas y que los había matado él mismo. «Ahora hay una nueva jihad«, dijo, haciéndose eco de la advertencia de Abu Omar. «Ahora la jihad se hace contra los chiítas, no contra los usamericanos«. En Ramadi todavía se hacía la jihad contra los usamericanos porque allí no hay chiítas contra los que luchar, pero en Bagdad su grupo sólo atacaba a los usamericanos cuando acompañaban a las fuerzas chiítas o cuando venían a arrestar a alguien.

«Hemos sido engañados por los árabes jihadistas«, admitió, aludiendo a al-Qaeda y a los combatientes extranjeros [distintos de los invasores occidentales]. «Ellos tenían una agenda internacional y nosotros la implementamos. Pero ahora todos los líderes de la jihad en Irak son irakíes«.

Abu Aisha continuó describiendo el modo como se estaban reorganizando los sunitas. Después de que las familias sunitas hubieran sido expulsadas de áreas mixtas a lo largo y ancho de Bagdad, su zona en los suburbios meridionales estaba preparada para defenderse contra los ataques de cualquier milicia. «Ameriya, Jihad, Ghazaliyah«, enumeró, «todas esas zonas se están convirtiendo en parte del nuevo Estado islámico de Irak y cada una de ellas está al mando de un emir«. De forma creciente, la insurgencia irakí se está desprendiendo de su estructura celular para pasar a organizarze por barrios. Los comités de defensa locales se han fundido con el movimiento insurgente.

«Cada grupo se hace cargo de una calle determinada«, explicó Abu Aisha. «Disponemos de líneas de defensa, trincheras y bombas trampa. Cuando llegan los usamericanos les dejamos pasar, pero si se presentan con tropas irakíes les partimos la madre«.

Pocos días después Rami me hablaba de los insurgentes sunitas de su zona al norte de Bagad. Una red de barricadas y pequeños arcenes bloqueaba las calles alrededor del coche en cuyo interior charlábamos sentados. Un convoy de dos coches con cuatro hombres en su interior pasó a toda velocidad. «Ah, ésos son hermanos que van en misión«, dijo Rami.

Como a todo varón en edad de luchar, a Rami le llamaron para que se integrara en el grupo de vigilancia local, protegiendo el barrio de noche o llevando a cabo incursiones o ataques con mortero contra los barrios chiítas vecinos Sin embargo, Rami pagó 30 dólares semanales a un comandante local y quedó exempto. Según Rami y otros comandantes, los insurgentes se financian de tres maneras. Cada familia de la calle paga al grupo local una tasa de unos 8 dólares. «Y cuando necesitan mucha munición por los enfrentamientos«, explicó Rami, «pagan 5 dólares extra«. Luego están las donaciones realizadas por acaudalados hombres de negocios sunitas, financieros y grupos insurgentes dotados con más recursos. Una tercera fuente de ingresos procede de la «ghaniama», o botín, que rápidamente se está convirtiendo en el combustible principal de la guerra sectaria.

Un negocio

«Cada vez que arrestan a un chiíta nos apoderamos de su coche, lo vendemos y utilizamos el dinero para aprovisionar a los combatientes y para hacer la jihad«, explicó Abu Aisha. El jeque de la mezquita o los comandantes locales colectan el dinero y lo distribuyen entre los combatientes. Algunos perciben un salario fijo y a otros se les paga por «operación». El dinero que sobra se gasta en munición.

«Se ha convertido en un negocio: ellos te dan dinero pare matar a chiítas, nosotros nos apoderamos de sus casas y vendemos sus automóviles«, dijo Rami. «Los chiítas hacen lo mismo«.

«La semana pasada, en la autopista principal que pasa por nuestra zona mataron a un oficial del ejército chiíta. Tenía un Toyota sedán completamente nuevo. Los idiotas lo quemaron. Les ofrecí 40.000 dólares por él y me dijeron que no. Imagínate cuántas jihads podrían haber hecho con 40 kalashnikovs«.

Los nombres de las personas que aparecen en este reportaje han sido alterados.

Texto original: http://www.guardian.co.uk/Iraq/Story/0,,1989397,00.html