A 52 grados centígrados, Bagdad es un horno. Pero eso no se compara con el infierno que viven las fuerzas de esta ocupación ilegal. Los soldados de Estados Unidos muertos en esa guerra inútil probablemente rebasarán los 900 para cuando estas líneas sean publicadas. Los heridos suman más de 5 mil 200, y más de […]
A 52 grados centígrados, Bagdad es un horno. Pero eso no se compara con el infierno que viven las fuerzas de esta ocupación ilegal. Los soldados de Estados Unidos muertos en esa guerra inútil probablemente rebasarán los 900 para cuando estas líneas sean publicadas. Los heridos suman más de 5 mil 200, y más de la mitad de ellos no ha regresado al teatro de operaciones, lo que indica que sufrieron heridas graves, con vastas implicaciones en el costo y la logística militar.
Cuando lleguen las elecciones presidenciales en Estados Unidos, el número de bajas rebasará las mil pero eso es sólo una parte del problema para los dirigentes en Washington. La aventura en Irak es un carrusel de infortunios. Comenzó con la historia de las armas de destrucción masiva, el pretexto clave para la invasión. Siempre se supo que no había un programa iraquí creíble para desarrollar armas de destrucción masiva, y el grupo de inspectores de Naciones Unidas, encabezado por Hans Blix, fue bastante claro sobre este punto. Sin embargo, el Comité de inteligencia del Senado de Estados Unidos acaba de publicar en su informe que los servicios de inteligencia «pudieron haberse equivocado en sus informes sobre el programa de armas de destrucción masiva de Saddam Hussein».
El cinismo de la declaración, cuando todos sabían que ese programa era, para fines prácticos, inexistente, es un escándalo. El único misterio aquí es saber a quién se quiere engañar.
Por el lado iraquí, la estimación más confiable del número de civiles muertos desde que comenzó la guerra supera los 13 mil 118. Eso no importa en los medios estadunidenses, pero es la variable más relevante para el pueblo de Irak. Por eso el resentimiento contra Estados Unidos y las fuerzas de ocupación es tan intenso. No es sorpresa entonces que el procónsul Paul Bremer hubiera escogido una vergonzosa ceremonia clandestina para la «devolución de soberanía».
Pero así los estadunidenses negaron a los iraquíes que colaboraron con la ocupación el gusto de participar en una ceremonia abierta para izar la bandera de Irak. Por cierto, ¿cuál bandera fue izada, la «nueva» o la utilizada en los tiempos de Saddam? No importa: a dos días de la fecha anunciada, en secreto y a toda prisa se llevó a cabo la transmisión de poderes a los nuevos títeres. Al recordar las desgracias de los muñecos puestos en el poder en Saigón hace tres décadas, deben estar haciéndose preguntas sobre lo que les depara el destino. ¿El nefasto Negroponte les inspirará algo de seguridad?
La democracia en Irak se convirtió en el segundo señuelo importante después del fiasco de las armas de destrucción masiva. El aniquilamiento del partido Baaz del depuesto Saddam Hussein era una prioridad para el nuevo régimen. Pero tanto en Fallujah como en otras ciudades de Irak, las fuerzas de ocupación se vieron obligadas a restituir en el poder a los viejos funcionarios del odiado partido oficial. Hasta los restos del viejo ejército de Saddam Hussein y sus guardias republicanas resucitaron para guardar una semblanza de orden en Fallujah y otras ciudades. Parece que la doctrina Bremer era la de un pasito para adelante, dos para atrás.
Los ocupantes se imaginan que su democracia de partidos corruptos es la única que existe en el planeta. Y para imponer esta democracia a la Bush-Blair-Berlusconi deben lograr primero la pacificación del territorio de Irak. Y esa meta se anuncia difícil. Hace unos días el clérigo sunnita Akram Ubayed Furaih hizo un llamado para declarar una guerra santa en contra de las tropas invasoras, amenazando a los estadunidenses con convertir a Ramadi, una ciudad a cien kilómetros de Bagdad, en su tumba. Definitivamente la democracia se predica mejor con el ejemplo que con la guerra.
El símbolo de los prisioneros iraquíes torturados en Abu Ghraib ha marcado de manera indeleble el significado profundo de la presencia de Estados Unidos en Irak. Los llamados de los clérigos chiítas y sunitas a resistir la ocupación y a exigir la salida de las tropas estadunidenses de Irak son minimizados por las autoridades en Washington, pero sobre el terreno ardiente constituyen una fuerza que da ánimos a la resistencia armada. Esta semana los llamados se repitieron en Um Qasr y en Samarra, lo que no presagia nada bueno para los ocupantes anglo-sajones. Los muertos estadunidenses en julio superan las muertes en junio, disipando cualquier idea sobre la estabilización de la situación.
San Agustín definió a la guerra como un proceso en el que los ocupantes imponen un orden y después lo llaman paz. No podía haber mejor ejemplo que Irak para ilustrar la sabiduría antigua. Pero el orden impuesto no va a durar mucho y amenaza con socavar las bases mismas de la sociedad que ordenó la ocupación. El costo total estimado de la guerra en Irak ya rebasa los 122 mil millones de dólares, y la cifra seguirá aumentando. Esa cicatriz financiera no va a desaparecer fácilmente y tendrá repercusiones profundas en la economía de Estados Unidos por muchos años.