Recomiendo:
0

Arte, cultura y ¿lucha de clases?

Fuentes: Rebelión

A Iván Zepeda y l@s compas de la UNICACH, en esta hora. No habían terminado aún los tiempos electorales cuando visité la ciudad de Cuernavaca, Graco Ramírez se perfilaba como el virtual ganador de la contienda sufraguista y yo no podía entonces dejar de pensar en la tarde de aquél octubre de 1998 (¿o era […]

A Iván Zepeda y l@s compas de la UNICACH, en esta hora.

No habían terminado aún los tiempos electorales cuando visité la ciudad de Cuernavaca, Graco Ramírez se perfilaba como el virtual ganador de la contienda sufraguista y yo no podía entonces dejar de pensar en la tarde de aquél octubre de 1998 (¿o era el de 1999?) en que nos invitó a José Montes y a mí a ser sus colaboradores; sólo uno de los dos aceptó.

Casi 14 años después, estaba yo allí, frente a la puerta de entrada al Jardín Borda, mirando al todavía candidato de las así llamadas izquierdas en medio de una improvisada entrevista banquetera; mientras, en la Sala Manuel M. Ponce, todo estaba listo para que presentara el programa de política cultural que su administración llevaría a cabo si el electorado le obsequiaba la confianza de su voto.

La curiosidad me hizo quedarme a escuchar las exposiciones que enmarcaban la presentación. No entré a la Sala, me quedé sentado en una banca de madera al lado de unas mesas coquetonamente adornadas con banderitas de propaganda del candidato. Adentro de la Sala, un video daba cuenta grosso modo de las bondades del programa cultural del ahora gobernador.

Llamaron mi atención dos o tres cosas: la descentralización de las acciones de gobierno mediante una suerte de relación cuasi orgánica con promotores culturales de los 33 municipios del estado, lo cual saludé, y una serie de programas de «Alta Cultura» (la Kultura con «K» de la que habla Bonfil Batalla) con cierto toque aristocrático, lo cual entendí; la tercera cosa es que el teatro había quedado relegado del programa, pero eso será tema de otras improbables colaboraciones.

Lo que quiero destacar es que no había nada en aquél programa que apuntara mínimamente, en cuanto a arte y cultura toca, a transformar la relación de explotación resultante de la propiedad privada de los medios de producción y de cambio; propiedad que en México está detentada por un Estado capitalista donde la clase gobernante termina por determinar qué es y qué no es cultura.

Considero importante el que por fin ocupe la gubernatura del estado un político que parezca entender la trascendencia de involucrar en las tareas de la política cultural a los hombres y las mujeres que han llevado a cuestas la labor de defender, conservar, rescatar y promover la compleja producción artística y cultural de los pueblos de Morelos; pero, al quedar intocada la superestructura de orden capitalista en que se desarrollaría la propuesta de articular a las y los promotores culturales de los municipios con una iniciativa privada de carácter supuestamente filantrópico, se terminará por facilitar la mercantilización de la producción artística y cultural de los pueblos.

El arte y la cultura, lo saben tanto la clase política y la iniciativa privada cuanto las y los promotores y creadores, constituyen los espacios de resistencia de los pueblos y sus individuos ante el embate del capital; en la cultura y el arte, se ha dicho hasta al cansancio, están los ingredientes que dan cohesión a los más diversos y complejos sistemas de simbolización-representación del tejido social y comunitario. Por eso mismo es que buena parte de las prácticas de explotación, despojo, desprecio y represión que el capital está emprendiendo en el siglo 21 suceden en el ámbito de la producción cultural y artística.

En su nota «Izquierda y capital financiero» (Milenio-Novedades de Yucatán, 9/10/2012), José Ramón Enríquez llama la atención sobre que las izquierdas contemporáneas no han hecho frente a la expoliación del capital financiero lo que los socialismos del siglo 19 sí hicieron ante la explotación del capital industrial: analizar el modus operandi de la clase dominante para actuar de manera fructífera en su contra, entendiendo que teoría y praxis son unidad indivisible en la construcción de partido.

Su crítica se centra en el electorerismo de éstas izquierdas que «se han lanzado a una lucha […] en la cual traicionan cada vez más los intereses de las mayorías [porque] en realidad no pueden siquiera distinguir esos interés mayoritarios en un mundo de capitales volátiles [aceptando] más y más ser simples administradores de intereses minoritarios que tampoco entienden del todo», y sostiene que «es momento de discutir una teoría» que ubique estos problemas como centrales «para llevar[la] a la práctica».

En materia de capitalismo cultural ésa volatilidad es aún mayor, porque las y los creadores tenemos como materia prima los deseos, la imaginación, las ideas, el placer, y es allí donde el capital está sentando sus reales; sin embargo, quienes a causa de los procesos de proletarización neoliberal cada vez somos más trabajadoras y trabajadores del arte y la cultura que meros proveedores de servicio en la industria del entretenimiento, a penas y nos percatamos de dicha condición de clase y difícilmente articulamos espacios de organización en la defensa de nuestros derechos.

Estamos varados en el purgatorio de una pequeña burguesía donde nos sentimos más que a gusto; lo único que puede medio sacudir el confort snob en el que sobrevivimos es el retraso de un pago que de por sí ya iba a llegar mucho después de que lo necesitáramos o la cancelación de eventos de relumbrón y engordamiento de cifras que además de mantenernos calladitos y besando la mano del mandatario en turno sirven para cubrir el desvío de recursos, la malversación de fondos, el enriquecimiento ilícito y la inoperancia política. ¿Cohesión del tejido social?, ¿solidaridad con las luchas de otros sectores de la clase trabajadora? «Esas son mamadas; a mí que me pongan dónde hay», decimos.

Para muestra, dos botones: nuestro casi generalizado mutismo ante la lacerante contrarreforma en materia laboral, porque hemos asumido con carta de naturalidad el que desde hace mucho se nos contrata bajo las aberrantes condiciones que serán legales con la aprobación de esta ley neoporfirista, y nuestra casi nula resistencia ante modelos de control hegemónico como la educación por competencias, cuyo individualismo propiciará prácticas de discriminación, exclusión, traición y descalificación donde debería cultivarse la fraternidad, la solidaridad, la lealtad y la dignidad.

Yo no espero de la administración graquista, ni de ninguna otra, la transformación del modo de producción capitalista; sería como esperarlo de la clase política dominante, la iniciativa privada, la banca financiera: de hacerlo se estarían dando un tiro en la cabeza. Esa transformación debe venir de la clase trabajadora, ésa que los abanderados de los discursos de los posmodernidad dictan que ya no existe. Emprender, pues, la construcción de procesos de apropiación de los medios de producción y de cambio es sólo tarea nuestra; pero, como afirma José Ramón Enríquez, es necesario entender que estamos obligados a llevar a cabo una acción y una teoría políticas que ubiquen al capital financiero y su volatilidad en su justo lugar.

De otro modo, lo mejor que podremos hacer, al menos quienes nos dedicamos al teatro (¿ya les conté que éste oficio quedó relegado en la exposición del programa cultural graquista), será apostar por la construcción de un mundo ficticio en el cual, como explica Bolívar Echeverría cuando habla del ethos barroco, el valor de uso, es decir, el disfrute producto de nuestro trabajo, tenga la vigencia que la valorización del valor abstracto (léase la acumulación del capital: la plusvalía) le cancela; pero no será nada más que eso: un mundo ficticio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.