Hace poco murió un buen amigo mío, pintor alemán afincado en la Costa Blanca. Pasaba de los ochenta, amante de todo lo bueno, vividor como él solo. Llegó a la Hispania moderna como tantos otros germanos amantes de los pinceles y los pigmentos: buscando plasmar en sus lienzos la poderosa luz que baña estas tierras […]
Hace poco murió un buen amigo mío, pintor alemán afincado en la Costa Blanca. Pasaba de los ochenta, amante de todo lo bueno, vividor como él solo. Llegó a la Hispania moderna como tantos otros germanos amantes de los pinceles y los pigmentos: buscando plasmar en sus lienzos la poderosa luz que baña estas tierras con sabor mediterráneo. Claro, también vino aquí por la playa, el vino, la temperatura y todo lo demás, por supuesto.
La semana pasada, su hijo me telefoneó explicándome que había venido desde Berlín para completar la colección pictórica que tenía su padre en su residencia de Altea, aportando unas obras inéditas que había descubierto en su estudio de Essen. Amablemente me invitó a pasar una noche en su casa para conocer a su familia, y de paso poder apreciar las pinturas desconocidas de Philipp.
El encuentro fue muy grato, Franc, como se llama el hijo, es un culto profesor de universidad, de educación ejemplar y trato exquisito. La cena que preparó junto a su mujer estaba deliciosa y las obras de mi buen amigo traídas de Alemania eran realmente fascinantes. Pero al despedirnos, sucedió algo realmente embarazoso. Al salir de la casa ,me indicó que la visita a la exposición costaba 20 euros, que fuera tan amable de pagarle y que no me preocupase que aceptaba tanto pago al contado como con tarjetas, Mastercard o Visa, daba igual. Aunque me pareció una broma de pésimo gusto, por no estropear la velada, sonreí y me dirigí al ascensor como restando importancia a la ocurrencia. Pero él me cogió del brazo y con gesto airado, me enseñó un documento un tanto arrugado. Era un contrato de la SGAE 1 , basado en una reciente ley que afirmaba que a partir de ahora, las familias de los artistas se debían beneficiar obligatoriamente ante cualquiera ( con la única excepción de los familiares de primer grado) de la explotación económica de la obra del desaparecido durante los 50 años siguientes a la muerte del susodicho, en concepto de «derechos de autor». Me resultó extraño, porque mi amigo el único derecho que se me ocurría podía disfrutar ya era el del descanso (que no es poco). Aún así, yo, como atento cumplidor de la ley, saqué el billete de color azulado y aforé religiosamente.
Sin embargo y enlazado con lo anterior, mucho más asombroso fue lo que me ocurrió el pasado martes al visitar la biblioteca pública de mi ciudad. Hice propósito de leer una de esas novelas que toda persona «culta» que aspira a decir que lee sin sonrojarse, debe haber devorado, tanto del pasado como del presente. Así que me dirigí al edificio público con intención de sacarme un par de esos clásicos de ayer y de hoy. Llámenme «snob», y quizás lo sea un poco, pero me cansé de ser un paleto «novelil» ante tanto ensayo filosófico, económico y sociológico almacenado en mi memoria que poco producto me rendía en mis relaciones sociales (salvando el Kamasutra claro). Las novelas lucen más, se lo digo yo, más distraídas y rentables de cara a adquirir capital simbólico con los demás. ¡Maldito capitalismo que todo lo cosifica y transforma en mercancía! 2
La cuestión es que me dirigí a la bibliotecaria y le pedí un ejemplar de «Otelo» de Shakespeare. Ésta me contesto que no estaba. Le pregunté por algo más sencillo: – ¿»Romeo y Julieta»?, -Nada señor, vaya a Reino Unido a leer uno-. Sorprendido, le pregunté si tenía «Los miserables» de Victor Hugo. -Vaya a París, allí los tienen todos- respondió.- ¿»Guerra y Paz»?- dije desesperado, – Pruebe en Moscú- afirmó ella sin despeinarse. Ya me estaba mosqueando cuando le pregunté, no sin ironía, por «El Elogio a la Locura» de Erasmo de Rotterdam y eso ya fue demasiado para mi….-Si es tan amable, vaya a Rotterd…- ¡Ya está bien señora!-le dije alzando la voz. Un silencio (mayor) se hizo en la sala y los allí presentes se quedaron observándome inquisitivamente. -No entiendo nada, señora- le dije, con dulce y sosegada voz, como niño bueno que se retracta de haber obrado mal. -Verá caballero, a partir de la ley europea del 23 de marzo, ratificada por el Parlamento Europeo y propuesta por la Comisión, las reproducciones de los libros deben ser leídas en el país de origen del autor-. Ante la cara de higo pasado que se me quedó, la mujer, visiblemente preocupada, con intención de tranquilizarme, dijo: -Pero no se preocupe caballero, que todos esos libros estarán traducidos al castellano, no hará falta que aprenda ruso para leer a Tolstoi, sólo hacer un viajecito a Rusia.
Ficciones aparte, con las artes plásticas pasa algo parecido. Mientras los políticos y los popes culturales de modo paternalista afirman que el arte está alejado del pueblo, o más bien el pueblo del arte (pueblo tonto ya se sabe, culpable él solito de todos sus males), él mismo permanece preso en cárceles llamadas museos. Es cierto que no hay un interés tan grande de parte de los sectores populares por ver obras de Velázquez o de Rodín como de ver la última película de Brad Pitt o Jessica Alba. ¿Por qué? Quizás tenga algo que ver entre otras razones, además de los abdominales de Pitt y las curvas de Alba , la obligatoriedad de pagar para poder entrar a los museos como si se tratara del cine o Eurodisney (depende del estatus del museo) o que para ver «La Gioconda» tengamos que viajar a París del mismo modo que para ver «El Discóbolo» 3 haya que desplazarse hasta Gran Bretaña.
Haciéndome eco de lo afirmado por Óscar Tusquets en «Todo es comparable», no tiene sentido que en la época de la reproductibilidad técnica, cuando se pueden tener reproducciones fidedignas de las pinturas e idénticas de las esculturas, haya que peregrinar a un determinado lugar para disfrutar de una pieza artística. Si podemos considerar «disfrutar» claro, a amontonarse tras un grupo de turistas ansiosos por echar fotos 4, que miran apelotonados a varios metros una obra protegida por un cristal de seguridad inmune a la metralla y a los ataques bacteriológicos, mientras la voz del guía narra en perfecto japonés 5 cuál fue el último propietario histórico de la insigne pieza.
Si de verdad hubiera voluntad de acercar el arte al pueblo, a los «ciudadanos de a pie», lo primero que debieran hacer nuestros políticos sería tener claro que el arte es patrimonio de la humanidad y no negocio de unos pocos, para acto seguido desmitificar el fetiche de la obra original. Podríamos tener perfectamente museos de reproducciones fidedignas, con las piezas más importantes del arte universal, en cada país, incluso en cada comunidad autónoma. Tener un Discóbolo y una Gioconda en cada museo público, al lado de casa, del mismo modo que en cada biblioteca pública tenemos un ejemplar de «Otelo» o de «Los miserables». Por ahora, claro.
* Jon Juanma es el seudónimo artistico/revolucionario de Jon E. Illescas Martínez, artista plástico, analista político y teórico del Socialismo.
18 de mayo de 2009
Para contactar con el autor: [email protected]
Para visitar su blog: http://jonjuanma.blogspot.com/
Parte de su obra plástica: http://jon-juanma.artelista.
Notas
1. Siglas de la Sociedad General de Artistas Españoles, grupo de presión de los derechos de propiedad intelectual
2. Qué bueno esto de la crisis que a los marxistas, hasta hace muy poco marginados como «diplodocus» y demás bichejos pre-ordenadores portátiles, nos da de pronto la posibilidad de sacar a relucir nuestro pedigrí intelectual en todo círculo «cultureta». Algo tenía que tener bueno, la jodida crisis.
3. Reproducción en sí misma ahora de gira «super star» por Alicante con el absurdo halo de «copia original», si Walter Benjamin levantara la cabeza…
4. Inútiles por otra parte, ya que sin flash salen movidas.
5. Disculpe el lector pero todo japonés hablado me parece «perfecto» al no tener ni idea del mismo.