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Artefactos políticos

Fuentes: elmercuriodigital

Existe una percepción generalizada de que se están operando cambios fundamentales y vertiginosos en las tecnologías de información y comunicación. Sin embargo, bajo la epidermis de este imaginario, quedan ocultas tanto las venas por las que circulan los intereses y flujos económicos, la musculatura precisa que desarrollan estas transformaciones con sus alcances y límites, y, […]

Existe una percepción generalizada de que se están operando cambios fundamentales y vertiginosos en las tecnologías de información y comunicación. Sin embargo, bajo la epidermis de este imaginario, quedan ocultas tanto las venas por las que circulan los intereses y flujos económicos, la musculatura precisa que desarrollan estas transformaciones con sus alcances y límites, y, fundamentalmente, los conflictos, las disputas de intereses y la posterior inflexión de la subjetividad que producen. Si bien es fundamental que los usuarios de estas tecnologías, que con la masificación del celular prácticamente se extienden hacia la totalidad de la sociedad, se involucren en un debate en torno a la naturaleza de sus prácticas y sus consecuencias. Pero mucho más lo es que el Estado, si adopta una orientación progresista, como es el caso de buena parte de los países de Sudamérica, no sólo promueva el debate sino que intervenga directamente en la producción, distribución y regulación de los recursos tecnológicos informacionales. Muchísimo más aún de lo que lo ha hecho hasta ahora.

Parte del malestar civilizatorio, y sobre todo de la velada anarquía autodestructiva del ilimitado consumismo y del crecimiento del PBI, incluyendo al estatus y cualidad de este mismo indicador estadístico, no les es ajeno a los lectores asiduos de este diario. El ex senador Fernández Huidobro viene diseccionando con agudeza estos problemas junto con las consecuencias políticas de la autonomización burocrática. El debate que abre este tipo de problemáticas y balances críticos de alcance internacional supone una extensión y una complejidad que, aunque indispensable, requiere no sólo de innúmeros artículos sino también de una multiplicidad de actores y puntos de vista. Y también de una reinvención completa del modelo superador del capitalismo, lo que hasta hace poco llamábamos socialismo. Pero sobre todo, de alternativas de planificación económica, demográfica, ecológica, entre otras, que resultan inaplicables dentro de los variados confines del modo de producción capitalista con su arrasadora, aunque invariada dinámica exponencialmente depredatoria y socialmente expulsiva. Pero también inviables con la actual arquitectura política burguesa.

Este mismo lector asiduo y avisado tal vez haya tomado nota de la advertencia hecha en diversos artículos por quién éste suscribe, acerca de los límites que la democracia representativa y liberal-fiduciaria le impone a la movilización, el debate y la participación colectiva. Muy particularmente cuando las izquierdas dejan de ocupar un lugar de exclusiva resistencia y disputa de poder y logran acceder al poder político proponiéndose transformaciones, aún modestas. Cuando no entran directamente en una crisis, producto del carácter vaporoso y autonomizante del lazo representativo, ya que al no existir un mandato imperativo de los electores, comienzan a incidir cuestiones de conciencia, de disciplina partidaria, de fidelidades o lealtades, de tradiciones, de intereses, etc. La actual situación del Frente Amplio uruguayo parece estar hecha a la medida ejemplificatoria de este problema.

El domingo pasado intenté argüir que las objeciones que se le pueden formular a las prácticas de democracia directa provienen de la estrechez con la que ésta es concebida, desde el punto de vista teórico e institucional, intentando entonces una breve reconsideración de su naturaleza. También de la ausencia de imaginación e interés por el diseño de modelos alternativos y de prácticas -inclusive informales- al interior de partidos y organizaciones sociales que permitan una socialización del poder decisional y de participación de los afectados. Pero también dejé planteada la relación entre tecnología, política y sociedad, que en parte permite simplificar aspectos prácticos si logra orientarse con propósitos distributivos del poder, del mensaje, de la transparencia informativa y de la intervención en los debates.

Intentaré una primera aproximación a este último problema en esta oportunidad. El desarrollo tecnológico en general e informático en particular, está gobernado por un doble impulso carente de toda planificación y transparencia. Por un lado, el de la dinámica mercantil que prescinde de cualquier configuración social o subjetiva en función de realizar el valor de cambio y con él la plusvalía, y por otro, lo que en un libro del año ´98 llamé la «impunidad ingenieril», es decir, la presuposición y posterior influencia de una configuración tácita y velada del funcionamiento social y de la impronta subjetiva que se reproduce en un in crescendo tecnicista ingobernable.

Si alguna conclusión simple puede extraerse del complejísimo análisis de Heidegger sobre la técnica, luego de las experiencias monstruosas de Hiroshima y Nagasaki, es que el devenir tecnológico carece de axiología. No sólo haré propia esta conclusión que en última instancia sostiene que los valores y la ética no rigen la producción tecnológica sino que enfatizaré que, inversamente, son los artefactos los que tienden a moldearlas naturalizadas en la conciencia social cuando se autonomizan las políticas científicas y tecnológicas, al modo de los dirigentes con sus bases. Los aparatos tienen valores, generalmente ocultos en su aplicabilidad, del mismo modo que lo tiene el propio conocimiento científico.

Por ello no sólo es fundamental develar esos valores sino además intentar gobernar la producción y distribución de la tecnología mediante valores explícitos. Si ya es inconcebible el exabrupto del Presidente Electo sosteniendo que «la mejor ley de comunicación es la que no existe», ya que deja en manos del mercado un insumo público fundamental como es el mensaje, más aún lo es dejar el desarrollo del conjunto de las tecnologías de comunicación en las mismas manos.

El debate epistemológico que inaugura el controvertido filósofo alemán, se inscribió hasta nuestros días en una sucesión de tensiones con matices diversos entre el positivismo y el humanismo (Habermas, Klimovsky, Marí, Feenberg, etc.) que en cierta medida queda algo envejecida ante la polivalencia y plurifuncionalidad de los dispositivos informáticos actuales. Resulta completamente anacrónico relegar el contradictorio dualismo cientificismo-anticientificismo a una suerte de inventario de beneficios por un lado y catástrofes por otro.

La metáfora de la «ciencia martillo» (herramienta que tanto permite construir utilizando clavos como partir cráneos, según su empleo específico) queda presa de la naturaleza exclusivamente binaria y polar de la alegoría. Lo mismo le sucederá a la fisión nuclear entre tantas otras expuestas por los diversos epistemólogos y filósofos de la ciencia y la tecnología.

La expresión «tecnologías de la información», a la que creo es indispensable incluirle el adjetivo «digitales», en primer lugar designa a un conjunto de tecnologías, no exclusivamente a una en particular, que son pasibles de ser readecuadas y reprogramadas por usuarios y por los estados. En segundo término, dichas tecnologías se utilizan en el espacio público material (tan material como el éter, los cables, las fibras ópticas) y lo ocupan bajo diversas formas de propiedad con sus respectivas restricciones o accesibilidad según quiénes la detenten.

El hardware de un equipo (ya sea una PC, un celular, una tablet, una netbook, etc.) es un pedazo inerte de plástico y silicio, sin software ni conectividad. No desprecio que en su diseño están inscriptos los alcances y límites máximos de su potencial aplicabilidad, pero el gradiente de variantes es casi infinito. Y se lo otorgará el software que corra en él, la conectividad a la que acceda y la acción e interacción social y masiva de los usuarios, que son quiénes en definitiva, dibujarán un amplio arco iris de derechos, apropiaciones y formas de producción política y cultural o, inversamente, aceptarán su conculcación y estreñimiento. Esto último no está determinado por una tecnología o un imperativo económico externo, sino por los valores y libertades que se pretendan encarnar, es decir, en última instancia, por la política en sentido activo y explícito.

Es relativamente probable que los llamados países subdesarrollados no estén en condiciones de diseñar y producir hardware, al menos con las máximas potencialidades y tecnología de punta. Por lo tanto dependerán de la industria capitalista externa de «los fierros». Pero allí culmina exclusivamente tal limitación dependiente. Todo el software, la conectividad y sobre todo la potenciación social de su uso, de la apropiación del conocimiento y la cultura, de la interacción social, de expresión o construcción del mensaje, e inclusive, de la consulta y hasta de la votación, no dependen de otra cosa que del diseño de una política al respecto y de inversión en recursos humanos y físicos para ejecutarla.

Cada artefacto digital contiene su politicidad propia y específica cuando lo adquirimos. Pero como todo diseño político, es pasible de ser alterado y superado, con imaginación y voluntad. Precisamente de esta superación deberían encargarse las izquierdas.

 Emilio Cafassi es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. [email protected]

http://www.elmercuriodigital.net/2011/07/artefactos-politicos.html