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Buenos días, Fallujah

Fuentes: La Jornada

Durante su campaña Kerry acusó a Bush de «quitar los ojos de la pelota» al desencadenar la guerra en Irak y dejar escapar a Osama Bin Laden, que ya estaba acorralado en las cuevas de Afganistán. Kerry también usó la analogía de las maquiladoras, acusando a su rival de «subcontratar» con los señores de la […]

Durante su campaña Kerry acusó a Bush de «quitar los ojos de la pelota» al desencadenar la guerra en Irak y dejar escapar a Osama Bin Laden, que ya estaba acorralado en las cuevas de Afganistán. Kerry también usó la analogía de las maquiladoras, acusando a su rival de «subcontratar» con los señores de la guerra en Afganistán la captura final de Osama, insinuando que ya casi lo tenían y ese error permitió su escapatoria.

Por supuesto, las cosas no ocurrieron así. Precisamente porque no había rastro de Bin Laden en Afganistán se decidió la guerra contra Irak. Mientras se llevaba a cabo el bombardeo inútil de las cuevas afganas, la «guerra contra el terror» cambiaba de rumbo. Desde finales de 2002 el Pentágono estaba decidiendo que la meta no era la captura («vivo o muerto») de Bin Laden, ni la destrucción total de al-Qaeda, sino «degradar» su capacidad para llevar a cabo atentados terroristas contra Estados Unidos. Para ello sería necesario sacudir Medio Oriente; Irak era el camino. Sólo el Times de Londres (14 enero de 2002) publicó un reportaje sobre este cambio de dirección.

¿Qué hacía entonces John Kerry? Por esos días preparaba su candidatura y afirmaba en una entrevista que «una de las lecciones que había aprendido en Vietnam, de manera dolorosa, es que las cosas salen mal cuando nadie hace las preguntas difíciles». Pero ya se acercaba el momento para que el Congreso autorizara a Bush y Cheney atacar Irak. No era momento para preguntas difíciles.

No hay que olvidar. «Amplio respaldo de ambos partidos en el Congreso para la guerra en Irak», rezaba el titular del New York Times en junio 2002. La única queja de los congresistas entonces era que Rumsfeld no les informaba de nada. El problema no era que la guerra devastaría una región que llevaba años de castigo, o que se corría el riesgo de provocar una conflagración mayor, o que podría desestabilizar Asia central durante décadas. No, esos detalles no eran importantes. Lo realmente grave era que el jefe del Pentágono no había tenido la cortesía de enviar una cartita a los señores diputados y senadores diciéndoles a qué hora comenzaba la fiesta.

Cuando en esos meses Arabia Saudita presentó un plan de paz para Medio Oriente, basado en el retiro a las fronteras de 1967 y el reconocimiento mutuo Israel-Palestina, Kerry declaró que era impracticable. Para sus aspiraciones presidenciales, el plan resultaba inaceptable por la presencia del lobby pro Israel en el Congreso. El Likud era y es el órgano supremo y había que obedecerlo, todos, los neoconservadores y sus compañeros de viaje.

En los debates electorales tampoco llegó la hora de las interrogantes picudas. ¿Por qué no preguntó Kerry a Bush cómo era que Irak estaba amenazando los intereses de Estados Unidos? También pudo haber preguntado, ¿por qué usted no ha llamado a rendir cuentas a la gente que le dijo que había armas de destrucción masiva en Irak? Si ahora usted sabe que no había armas y que le dieron informes equivocados, ¿por qué no ha pedido la renuncia de los principales responsables de seguridad, comenzando por Condoleezza y Rumsfeld, y siguiendo con Cheney?

En el concurso por ver quién era más halcón, Kerry no podía hacer esas preguntas. Le dejó el paquete a Osama Bin Laden, el hombre que más ha contribuido a diseñar la política exterior de Estados Unidos en los últimos tres años. En un discurso frío y pausado, como si fuera un estadista maduro (eso sí, la punta de un fusil ametralladora siempre visible) Bin Laden habló: «A ustedes, estadunidenses, les hablo sobre la guerra, sus razones y sus consecuencias». Y la pregunta fue de niños: «¿Por qué creen ustedes que no hemos atacado Suecia?» Claro, son los niños los que hacen las preguntas difíciles. Lástima que el pueblo estadunidense no escuchó el mensaje del falso profeta.

Seguramente tampoco leerá el informe publicado en la revista médica The Lancet sobre el número de muertes en Irak desde el inicio la guerra (detalles técnicos en línea: www.thelancet.com, 29 de octubre). Según la investigación, dirigida por Les Roberts de la escuela de salud pública de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, en los 17 meses posteriores a la invasión murieron 100 mil iraquíes, la mayor parte por ataques aéreos. Claro, lo que sí saben los estadunidenses es que su ejército no cuenta muertos civiles, como dijo su general Tommy Franks en mayo de 2003.

En lugar de hacer preguntas difíciles, Kerry prefirió participar en la ficción de que la guerra en Irak era «necesaria». Por eso se declaró más halcón que el texano. Cuando le preguntaron qué hubiera hecho en Irak para «pelear mejor» la guerra, dijo que él no se hubiera retirado en Fallujah. Claro, hay que ser firmes. Estará contento mañana, dentro o fuera de la Casa Blanca, cuando comience la ofensiva final contra esa ciudad.