Se acaban de cumplir 25 años de la muerte de Luis Buñuel, el más original de los cineastas españoles. Tuve la dicha de conocerle en México unos años antes de su fallecimiento el 29 de julio de 1983. Fue en el agradable barrio de San Ángel que aún conservaba aires de pueblo grande: calles adoquinadas, […]
Se acaban de cumplir 25 años de la muerte de Luis Buñuel, el más original de los cineastas españoles. Tuve la dicha de conocerle en México unos años antes de su fallecimiento el 29 de julio de 1983. Fue en el agradable barrio de San Ángel que aún conservaba aires de pueblo grande: calles adoquinadas, casonas con jardines tapiados, silencio provincial… Mi encuentro con Buñuel lo organizó Manolito Arroyo. Este estupendo editor madrileño acababa de lanzar la editorial Turner y publicaba, con finísimo esmero, libros que el franquismo había prohibido. Manolito era muy amigo del cinéfilo más buñueliano del mundo: Emilio Sanz de Soto, tangerino, recientemente fallecido en Madrid.
La cinefilia era entonces una cultura de la memoria. Los DVD no existían (hablamos de los años sesenta), ni siquiera las cassettes VHS, e incluso la televisión sólo proponía uno o dos canales. Los cinéfilos que habían tenido la suerte de ver alguna película importante, desaparecida de las carteleras, la narraban según sus recuerdos a quienes no la habían visto. Así se creaban las leyendas fílmicas.
De Buñuel, Emilio lo sabía todo. En interminables tertulias, nos había iniciado desde muy temprano al universo subversivo del cine buñuelesco. Conocía sus filmes surrealistas parisinos, El perro andaluz y la mítica Edad de oro (prohibida hasta en Francia), su documental de denuncia (Las Hurdes, o Tierra sin pan), y su exilio en Nueva York.
También conocía su trabajo con Frank Capra en elight montaje del gran documental Why we fight (Por qué combatimos), producido por la Administración Roosevelt para explicar a los estadounidenses la nocividad del fascismo. En ese marco, Buñuel deconstruyó y volvió a montar los documentales de propaganda nazi de la alemana Leni Riefenstahl, en particular Los dioses del estadio, sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.
Cuando don Luis pudo regresar a España, autorizado por Manuel Fraga (a la sazón ministro de información y turismo de Franco), Emilio conversó cientos de horas con él, y hasta trabajó a su lado en el rodaje de Viridiana. Lo hizo también en Llanto por un bandido, un filme de Carlos Saura, aragonés como Buñuel, en el que, con evidente júbilo, éste interpreta un papel de verdugo que da garrote vil a un bandolero.
Para mi generación, Buñuel era un mito. Por sus provocadoras películas y su feroz anticlericalismo. El almuerzo se organizó en casa del pintor mexicano Alberto Gironella. Muy puntual, con su esposa francesa Jeanne, llegó Buñuel. Me impactó de inmediato su fortísimo acento castellano-aragonés. Cuarenta años vagando por esos mundos no le habían desgastado ese hablar tan castizo. Era muy sordo, y eso quizá le había preservado.
Sin que apenas insistiésemos, se puso a recordar a sus compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid. Se veía que ese período lo había marcado para siempre. Habló de Lorca, claro, de su personal encanto. Más aún de Salvador Dalí y de su insolente talento de pintor prodigio. Contó anécdotas a espuertas. Entre otras, ésta: «Pasábamos hambre. El dinero que nos mandaba la familia se iba en juergas. Un día, Dalí nos dice: ‘Esta noche os invito a un banquete en mi habitación’. Estuvimos el resto del día con la boca hecha agua pensando en la opípara cena. Llegó por fin la hora. Disfrazado de marqués, Dalí nos hizo entrar en su cuarto. Quedamos deslumbrados ante la visión del banquete más abundante, suculento y exótico que imaginarse pueda. Tenía sólo un defecto, ¡no era comestible! Dalí lo había pintado en las paredes. Con tal virtuosidad que la impresión de realidad era completa. Nos cortó el hambre. Aquella noche comimos con los ojos».
Sentado frente a Buñuel, bebía sus palabras. Tanto interés debió molestar a Jeanne, la esposa, situada a mi derecha. Para distraer mi atención, empezó entonces a darme golpecitos con el codo. E inclinándose me dijo: «¿Sabe que yo soy campeona olímpica?» Lo ignoraba y nada en esa mujer menudita de cerca de 80 años revelaba que hubiera sido una atleta. Como si hubiese previsto mi ignorancia, Jeanne metió la mano en su bolso y sacó una gran medalla de plata. Exhibiéndola en alto, añadió con una sonrisa satisfecha: «Gimnasia, Juegos Olímpicos de París, 1924». Buñuel se cayó. Y Jeanne tuvo su instante de triunfo.