ARTA ABIERTA A SERGE RAFFY, AUTOR DE CASTRO L’INFIDÈLE version française ( leer tambien respuesta a la respuesta de Serge Raffy ) La Habana, domingo 8 de febrero de 2004 In-estimable Serge Raffy: Por honestidad intelectual elemental (un concepto cuya existencia y esencia usted parece ignorar), esperé tener su libro en mi poder para dirigirle […]
( leer tambien respuesta a la respuesta de Serge Raffy )
La Habana, domingo 8 de febrero de 2004
In-estimable Serge Raffy:
Por honestidad intelectual elemental (un concepto cuya existencia y esencia usted parece ignorar), esperé tener su libro en mi poder para dirigirle estas reflexiones que me moría de deseos de hacerle llegar desde que leí su contraportada y algunas páginas en Le Point.
Y aquí estoy, ante su » esperpento » sin saber muy bien cómo abordarlo. Le doy vueltas, lo huelo a riesgo de sentir naúseas (ciertamente no huele bien), lo palpo, lo miro de arriba abajo, pero se niega a entregarme su secreto y a responder mi pregunta: ¿qué eres? De modo que quizás usted me lo pueda aclarar: ¿biografía, ensayo, novela, ciencia-ficción, trabajo de desahogo, biografía novelada, novela biográfica, folletín? En el fondo, la amalgama de géneros concuerda con la amalgama sin más que emplea a lo largo de estas 672 páginas.
Al respecto, debo quitarme el sombrero ante usted. Su Castro l’infidèle fue publicado en septiembre de 2003. Ahora bien, cuando nos encontramos en febrero de 2001 -sí, ¿acaso es necesario recordarle que usted vino a mi casa en La Habana y que estuvimos conversando durante toda una tarde?- no me impresionó mucho por sus conocimientos sobre Cuba, su historia, su cultura, su Revolución: eran bastante ligeros en aquella época. Y he aquí que apenas dos años y medio después, usted nos » comete » (nunca como en este caso se ha utilizado mejor esta curiosa expresión típica de los medios universitarios y de investigadores según la cual se escribiría un libro como si se cometiera un crimen o un pecado) un pesado ladrillo en cuya contraportada usted nos anuncia (como sabemos, por lo general los autores los redactan) un montón de » revelaciones » sobre un montón de cosas, nos explica » por fin » la muerte del Che, nos habla sin inmutarse de » largos años de investigaciones «, de » cientos de entrevistas «. En resumen, de creerle, su libro sería la Summa Castrensis definitiva. Y usted, un stajanovista de la investigación…
Pero, si bien no me dejó boquiabierto por sus conocimientos sobre Cuba, me dio en cambio la impresión de ser un tipo honesto, deseoso de escribir una biografía seria de Fidel Castro. Por demás, usted esperaba ansioso por una entrevista que le hacía brillar los ojos, incluso si ahora trata de ocultar su decepción fingiendo alegrarse de no haberse reunido con su » biografiado «. O bien soy una persona muy ingenua, o supo usted esconder muy bien su juego. Porque, por supuesto, si hubiera dicho ante mi las palabras que escribió en su «esperpento», lo hubiera puesto de patitas en la calle al cabo de diez minutos, sin perder más tiempo con usted… En todo caso, convenimos en mantenernos en contacto por correo electrónico y yo me comprometí a ayudarlo dentro de mis posibilidades. De hecho, no volví a tener noticias suyas e incluso creí que había renunciado a su proyecto. Comprendo ahora los motivos de su silencio: evidentemente, no nadamos en las mismas aguas. Pero a falta de honestidad, tiene oficio. Eso está claro, porque gestar un ladrillo semejante (incluso si su amigo el editor le hizo el favor de publicarlo en caracteres gruesos y a dos espacios para hacerlo más impresionante) en dos años y medio no está al alcance de cualquiera. Aun cuando da señales visibles de agotamiento al final…
En efecto, el desequilibrio estructural de su «esperpento» salta a la vista: usted dedica 270 páginas a Fidel hasta la victoria de la Revolución, y lo sigue de bastante cerca (no hablo de un «análisis» profundo ni mucho menos, lo hace en el tono de comadreo anecdótico que caracteriza toda su obra); nos despacha en apenas ciento cuarenta páginas los tres primeros años de la Revolución que fueron tan ricos, más aún cuando dedica varias páginas a Marita Lorenz y tres capítulos enteros al episodio relativamente menor de octubre de 1959 (y llegamos a la página 410). A partir de ahí, despacha la crisis de los misiles en unas quince páginas (cuando en los últimos años han sido desclasificados montones de documentos); el asesinato de Kennedy le retiene durante veintiséis paginas; la guerrilla en Bolivia y el drama del Che tienen derecho a veinte páginas… y así llegamos a 1967 y a la página 473. A partir de ahí, a su pluma le falta aliento, le cuesta trabajo mantener la distancia y sus últimas cuatrocientas veinte páginas están llenas de atajos y de saltos de canguro mucho más desordenados que antes: el capítulo 35 está curiosamente dedicado a Alina y al Chile de Allende, por lo tanto, aterrizamos en 1973; en el capítulo 36 se mezclan en desorden el «caso Padilla», Virgilio Piñera, Reynaldo Arenas, Carter, y llegamos a 1980, página 500; a continuación, por supuesto, el caso Ochoa en 1989 nos conduce a la página 554; por último, en apenas ochenta páginas echamos un vistazo hasta el 14 de julio de 2003, con lo que concluye la obra. Reconocerá que es un poco corto para la biografía de un hombre que tenía entonces setenta y siete años y ha llenado el siglo.
En su Summa Castrensis Ud. picotea anécdotas, espiga hechos, sin que el más mínimo hilo conductor guíe al lector, quien debe aceptar por bueno todo lo que le dice, sin que ninguna nota al pie de página, ninguna referencia bibliográfica, ningún documento -se comprende, pues una obra de ficción no admite ese género de glosas- sustente lo dicho.
Evidentemente, convertirse en un experto «cubanólogo» en dos o tres años es una apuesta imposible de mantener, de ahí, Serge Raffy, la mediocridad de su obra, cuya laguna fundamental se debe a que usted no sabe gran cosa del tema que aborda: con esto quiero decir que su desconocimiento de los cuarenta y cinco años de Revolución y de la historia de Cuba sencillamente, lo obliga a abordar la vida de Fidel Castro como si éste no tuviera nada que ver con ella, como si una y otra fueran recíprocamente unos epifenómenos o incluso unas galaxias que giran en órbitas separadas. Resulta entonces que por falta de conocimientos, de capacidad y de los medios de análisis necesarios, usted examina la Historia de una manera mezquina por su pequeño costado y se deja cegar por minucias. Y por su propio odio.
Porque lo que llama la atención en primer lugar es justamente el tono de su obra. Rezuma odio por todos los caracteres de la página, ¡y ese es el único y verdadero hilo conductor! Ciertamente no hay empatía entre el biógrafo y el biografíado… Entonces, uno se dice: ¿dónde he visto ese tono antes? Uno reflexiona dos segundos, se da un manotazo en la frente y se responde: ¡pues claro, en Miami! En efecto, basta con consultar su bastante mediocre bibliografía (evidentemente, el estudio de libros serios y documentados no es su fuerte) y la página de sus «agradecimientos» para convencerse: usted decidió escuchar solamente a aquellos que tienen buenos o malos motivos para poner en la picota a la Revolución cubana y a Fidel. Tirando por lo bajo, el 90 por ciento de las obras que aparecen en la bibliografía son escritos contrarrevolucionarios (en el sentido literal de: contra la revolución). A propósito, me pregunto ¿qué hago yo ahí? Usted debía al menos haberme evitado la deshonra de mezclarme con Juan Arcocha, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Teresa Casuso, Luis Conte Agüero, Daniel James, Theodore Draper, Jules Dubois, Jorge Edwards, Fogel y Rosenthal, Carlos Franqui, Martha Frayde, Norberto Fuentes, Carlos Alberto Montaner, Juan Vivés, por sólo citar unos cuantos. No sé muy bien lo que usted haya podido aprender en mi libro, que es exactamente lo contrario al suyo: debe habérsele caído de las manos. También hubiese preferido que usted no deformara mi nombre, que no brilla como el suyo en el frontón de la gloria, pero me gusta tal como es.
En cuanto a la bibliografía, dicho sea de paso, me asombré de sus pocas referencias directas de Fidel Castro: sus obras (in)completas deben ocupar varias decenas de metros de estantería, y sin embargo, usted sólo cita unos cuantos textos, algunos de ellos muy breves y ¡el más reciente de 1986! Hubiera jurado que el primer deber de un biógrafo era conocer al dedillo a su biografiado, y nada mejor que leer los textos donde expresa su pensamiento… Mire, si me hubiera pedido ayuda, yo habría podido guiarlo por los discursos de Fidel: hace ya treinta y dos años que lo traduzco (¡si existiera al respecto algún récord, sin dudas me ganaría el Guinness al traductor «durante más tiempo» de Fidel Castro!) y creo conocer bastante bien lo que piensa, y en su evolución… y puedo asegurarle que cuando uno los examina de algo más cerca de lo que usted hizo, encuentra análisis políticos y humanos bastante sorprendentes de presciencia y de inteligencia. Pero para eso, hubiera tenido que perder tiempo, lo que no era su intención.
Permítame señalarle -en caso que un extraño éxito de escándalo obligara a Claude Durand a hacer una nueva tirada- que El mundo económico y la crisis social no existe, que la obra se titula La crisis económica y social del mundo. Sus consecuencias en los países subdesarrollados, sus sombrías perspectivas y la necesidad de luchar si deseamos sobrevivir, y que las «Ediciones del Consejo de Estado» tampoco existen, sino la Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado… Por demás me pregunto qué hace esta obra en una bibliografía tan limitada como la suya, porque si había que escoger un texto representativo sobre la Revolución Cubana y Fidel Castro, éste no sería el mejor candidato: se trata del «Informe a la Sexta Cumbre de los Países no alineados», redactado por Fidel en el momento de transferir la presidencia del Movimiento a la India en 1983. Es probable que esta entrada sólo figure ahí para «darle seriedad»… En todo caso, esta torpeza es sintomática de la «ligereza» con que aborda Cuba. Que ni siquiera haya consultado (a falta de estudiar) libros-entrevistas tan capitales como Un grano de maíz (entrevista con Tomás Borge, 1992, 257 p.) donde habla por primera vez de Stalin, o Una Conversación en La Habana (entrevista con Alfredo Conde, 1989, 229 p.) donde evoca, entre otras cosas, su enfancia y su familia, o incluso antes Con Fidel (entrevista con Frank Mankiewicz y Kirby Jones, 1975, 246 p.), por solo citar estos tres ejemplos, confirma que usted domina bastante mal el asunto.
Pero reprocharle que no se haya matado por conocer los escritos de Fidel Castro, sería hacerle una mala pelea. Claro, a usted poco le importa lo que él piense o diga: al parecer, por razones que sólo usted y su confesor conocen, lo importante es hacer deprisa y corriendo una obra a partir de prejuicios tomados de otros cuyas versiones acepta como palabra de Dios. Porque no contento con hartarse de obras publicadas en Miami o en la óptica miamense, usted supuestamente entrevistó a cientos de personas y obtuvo «testimonios exclusivos». ¿De quién y de dónde? ¿A qué no lo adivina? La mayoría de Miami, claro está. Por demás, no se puede decir que el sentido de la discriminación y el equilibrio sea su fuerte: la mayor parte de los personajes mencionados en sus «agradecimientos» es un compendio del odio. Así, encontramos a José Basulto, jefe notorio de un grupo terrorista; a Lincoln Díaz-Balart, uno de los más retorcidos legisladores cubano-americanos de la Florida; a Huber Matos, quien le contó a su manera aquel famoso octubre de 1959 al que usted le dedica tantas páginas; a varios miembros de la Fundación Nacional Cubano-Americana que ha organizado y financiado atentados terroristas en Cuba; a Luis Zúñiga, otro terrorista, etc. ¡Es como si uno escribiera una historia de la Revolución Francesa solamente a partir de los textos y testimonios de los nobles emigrados en Coblenza!
En resumen, usted escogió su bando: no hace obra de historiador ni siquiera de cronista, sino sencillamente de militante anticastrista puro y duro. En el fondo, y de hecho, usted es anti-Castro como se era antijudío en los escenarios de los teatros medievales e isabelinos, por lo que sólo le falta ataviar a su personaje con la gruesa y ganchuda nariz postiza, la peluca rojo brillante y el sombrero puntiagudo para que el parecido con el Barrabás de Christopher Marlowe en El judío de Malta sea perfecto. La caricatura es idéntica. En cuanto al otro compendio, el de los «defectos» de Fidel, su catálogo reduce a la nada el de Leporello en el Don Giovanni de Mozart.
Es demasiado, Serge Raffy. No estamos frente a un estudio serio. Estamos en pleno Grand-Guignol, ese famoso teatro parisino que se caracterizaba por el carácter de horror exagerada y inverosímil de sus espectáculos: la acumulación, página tras página, de lugares comunes hechos para horripilar al pobre lector ingenuo de la platea termina por cansar, y uno se dice que nadie puede ser tan «malo», tan «basura», tan «infame», tan «cabrón» como ese Fidel Castro que describe en su libro. Su carga de rinoceronte se debilita por sí misma y su animal se hunde por su propio peso.
Con esto digo que sería en vano retomar una por una sus aproximaciones, sus interpretaciones forzadas, sus fabulaciones delirantes a partir de detalles menores, sus afirmaciones contrarias a la verdad, sus mentiras simplemente, sus invenciones sencilla y llanamente. Para ello serían necesarios varios volúmenes tan gruesos como el suyo y yo tengo cosas más interesantes que hacer que contradecir su obra de -no encuentro otra palabra- «nuevo rico», pues tengo la impresión que usted fuerza la mano constantemente con la ambición de hacerse de un lugar bajo el sol en el mundo del pensamiento único y de lo «políticamente correcto».
Sólo pondré un ejemplo de su delirio de interpretación permanente, pero que vale para todos los demás. El primer capítulo titulado «¡Sucio judío!» que le sirve en cierta forma de prolegómeno en el sentido literal del término, es decir, un texto que «contiene las nociones preliminares necesarias para la comprensión de un libro». A partir de algunas confesiones de Fidel en su famosa entrevista con Frei Betto, usted lo comprendió todo, captó totalmente la personalidad de Fidel: el hombre está ahí en su totalidad, in nuce, en algunas líneas. Para el lector ingenuo, reproduzco lo que Fidel dijo en mayo de 1985: «Como norma, todo el mundo [en la zona rural donde nació] estaba bautizado. Al que no estaba bautizado, le decían «judío», lo recuerdo bien. Yo no entendía que quería decir «judío» -yo tenía cuatro o cinco años-; sabía que un judío era un pájaro oscuro, muy bullicioso, y cuando decían: «es judío», yo creía que se trataba del ave aquella. Son mis primeras nociones [en materia de religión]: el que no estaba bautizado era «judío». Y de ahí, señor Raffy, usted parte en un sicoanálisis de bar de medianoche que ha debido recordarle la época en que era redactor jefe de la revista Elle: es más o menos del mismo nivel. Remito al lector interesado a sus elucubraciones de las páginas 11 y 12.
En el fondo, no debería tomarlas con esas dos páginas que son el único lugar de su ladrillo donde, en contra de su voluntad, incluso sin darse cuenta, usted deja caer un elogio de su biografiado: en efecto, conceder semejante profundidad de pensamiento a un niño de cuatro o cinco años es considerarlo como un cerebro privilegiado, ¡totalmente fuera de lo común! De hecho, ¿qué piensa Fidel? «…se pone a pensar que era un poco responsable de la muerte de Jesucristo. El niño estaba sumido en una gran angustia. ¿Cómo hacerse perdonar semejante crimen? ¿Qué castigo recaería sobre él? ¿Qué rayo divino se abatiría muy pronto sobre él? Por la noche, al regresar a casa de sus tutores se preguntaba: «¿Soy un monstruo?» Como nadie le daba la más mínima respuesta, decidió convertirse en un monstruo… rechazó todo tipo de autoridad. No tenía que rendir cuentas a nadie porque sólo el Altísimo era capaz de juzgarlo. Cada día que Dios hacía, esperaba ser precipitado a las llamas del infierno. Un día u otro, el asesino de Cristo sería castigado. Pero, ¿cuándo?»
Ud. le daría envidia ¡al mismísimo Cantinflas! Dejo que el lector juzgue esos análisis donde lo estrafalario compite con la incompetencia pretenciosa. Y las 662 páginas siguientes son por el estilo…
De hecho, además de su desconocimiento sobre el tema, el segundo vicio redhibitorio de su «esperpento» es haber evacuado (caramba, ¿por qué son siempre términos «de cloaca» los que salen de mi pluma cuando se trata de usted?) la política de su «biografía» de Fidel Castro y querer explicar sistemáticamente -y éste es otro hilo conductor- sus acciones a través de una personalidad paranoica. Ahora bien, si hay algo que salta a la vista es el carácter de «animal político» de Fidel Castro. Pero tomarlo en consideración -suponiendo que tuviera la capacidad intelectual para ello- lo obligaría a moderarse, a matizar sus afirmaciones perentorias pero nunca probadas, lo que por supuesto no era su intención. Ya nos lo había dicho de entrada: Fidel Castro es un «monstruo» y usted está decidido a demostrarlo contra viento y marea, sobre todo contra la verdad más elemental, y a exponernos abiertamente lo que tiene de teratológico.
Entre otras cosas, transformándolo en un asesino en serie digno de los guionistas más delirantes de Hollywood (¿acaso es éste el aspecto thriller de que nos habla en la contraportada?). Alrededor de él caen como moscas, y no es bueno estar entre sus amigos porque, curiosamente, nunca ningún enemigo ha sido víctima de su furor homicida (Kennedy tuvo suerte de estar del «lado bueno»): Camilo Cienfuegos, Che Guevara, Salvador Allende… e incluso Frank País (al menos eso es lo que da a entender), y también Eliecer Gaitán… Vamos, Serge Raffy, ya que está en esas, ¿por qué no achacarle también otros muertos célebres como Samora Machel y Omar Torrijos? Si yo fuera jefe de la policía sueca, investigaría la «conexión Castro» para dilucidar el asesinato aún no explicado de Olof Palme…
Sí, en verdad es demasiado. Y su libro es un despilfarro de esfuerzos, fracasa página tras página. Juraría que salvo en Miami, nadie llega al final.
Lo que no puedo perdonarle es que haya tenido el tremendo descaro de dedicar su esperpento «al pueblo cubano, heroico y mártir». ¡Diablos, pero usted, Serge Raffy, lo desprecia a todo lo largo de su libro! Ante todo, uno se pregunta cómo un pueblo «heroico» ha podido soportar durante cuarenta y cinco años al monstruo alucinante que usted describe… eso no es heroismo, es «borreguismo».
Pero basta de bromas. Lo sorprendente es que usted ni siquiera se da cuenta de que desprecia a ese pueblo. Veamos unos cuantos ejemplos. Página 14 (esto comienza mal…), usted nos enseña, con ese profundo conocimiento que tiene de la historia de Cuba, que no fueron los insurgentes quienes derrotaron al ejército colonial español en 1898, sino sencillamente ¡los mosquitos! Eliminados los genios militares de la talla de Antonio Maceo, Máximo Gómez, Calixto García, y la voluntad de independencia de un ejército sólidamente formado y de la población. Pero, claro, a su lobo se le ve la punta de la oreja (incluso las dos): esto le permite dar a entender al lector ingenuo que Cuba obtuvo su independencia gracias a los Estados Unidos… Páginas 397-398, la campaña de alfabetización de 1961, llevada a cabo por ese pueblo y de la que la UNESCO ha sacado lecciones para extender la experiencia a otros países del tercer mundo, en su pluma despectiva se convierte en una «campaña de adoctrinamiento», las bandas contrarrevolucionarias armadas por la CIA que asesinaban alfabetizadores se convierten en «campesinos poco inclinados al adoctrinamiento», de ahí su docta conclusión: «esta ‘cruzada’ es una catástrofe». Página 527, las tropas cubanas en Angola, que permitieron preservar la independencia de ese país, alcanzar la de Namibia y acelerar el derrumbe del apartheid (no por gusto Nelson Mandela, que sabía a qué debía en gran parte su liberación, visitó Cuba en su primer viaje al extranjero) se convierten bajo su pluma babosa en «una tropa de timadores, contrabandistas y viajantes de comercio». Y aquí detengo la enumeración.
En cuanto a los epítetos que le endilga a Fidel página tras página, ni siquiera trato de hacer un muestreo.
De todas formas, no hay nada, pero absolutamente nada, ni una sola acción, ni un solo gesto, ni un solo pensamiento, ni una sola idea, en una vida de setenta y siete años que merezca benevolencia de su parte. Hasta las recientes campañas de lucha contra el dengue (pp. 609-610) merecen las calumnias pretenciosas de su supuestamente humorística pluma. ¡Usted es el Midas de la porquería!
Para comprender tan siquiera un poco la Revolución cubana y a Fidel Castro, sería necesario que usted tuviera instrumentos de análisis de los que carece por completo. Y aunque sea un poco de objetividad. Los comadreos de baja estofa dispensados a lo largo de sus 672 páginas no aportan nada esencial.
Para terminar, un buen consejo. Ahora que se ha desahogado bien (porque de hecho, su libro dice más sobre usted mismo que sobre su «víctima»), regrese a sus antiguos amores, las lectoras de Elle, y deje de querer meterse en empresas que le quedan grandes…
Jacques-François Bonaldi
La Habana
[email protected]
PD. Mire, voy a ser amable. En el milagroso caso de una nueva tirada, rectifique antes algunas meteduras de pata. Veamos al azar: el Maine era un acorazado y no un crucero (p. 14). Se trata de la isla de Guam, no de Guan (p. 15). «Los mambises, representantes de la burguesía» (p. 19) Alumno Raffy, estudie un poco más y repase la próxima vez: es un atajo un tanto escabroso… Antonio Guiteras, ¡jefe del Partido Auténtico! (p. 30) Una vez más, quémese las pestañas y repase… Guiteras fue cuadro del Directorio Estudiantil, fundó Joven Cuba en 1934, año de la creación del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) y fue asesinado (no por Castro que tenía entonces ocho años) al año siguiente. ¡La salsa en 1940! (p. 49) «El lagarto, símbolo de la isla» (p. 52) ¡Y yo que siempre creí que era el cocodrilo o el caimán! Evidentemente, un caimán sería un poquito difícil de disecar para un niño de diez años y el pretendido simbolismo de su sicoanálisis de a tres por kilo no funcionaría… «José Martí… forzado a emigrar a los Estados Unidos hacia 1870» (p.88) Suspenso, colegial Raffy: Martí llega a los Estados Unidos el 3 de enero de 1880; en 1870 estaba preso en La Habana, condenado a trabajos forzados por las autoridades españolas. «Oriente… cuna de José Martí» (p. 120) Decididamente, lo relacionado con Martí no es su fuerte: Martí nació en La Habana, y vino a poner los pies en el Este de Cuba el 11 de abril de 1895, dos meses antes de su muerte en combate, el 19 de mayo. «Granjilla Siboney» (p. 121) no, granjita. ¿De modo que conoce la fecha exacta del encuentro entre Fidel y Che Guevara?: ¡el 9 de julio de 1953! (p. 153) Quisiera saber quién pudo dársela… Dejo de lado las elucubraciones delirantes relativas a este encuentro… Como dejo de lado la «mieditis» de Fidel que dirige de lejos los combates (p. 236): vamos, no habría que creer a pie juntillas todo lo que le contó Huber Matos… En cuanto a Fangio, el «famoso corredor italiano» (p. 240), decididamente su eurocentrismo lo domina: déjele a los argentinos una de sus glorias nacionales. «El plan demente… suicida… la insensata operación…» (p. 259): se refiere al envío a Las Villas de Camilo Cienfuegos y Che Guevara. Si conociera un poco mejor la historia de Cuba, sabría que ese plan reproduce, por razones estratégicas y de simbolismo histórico, la Invasión a Occidente que fue siempre una de las piedras angulares de las guerras de Independencia, ambas comenzadas en el Este del país, y que Antonio Maceo llevó a cabo en compañía de Máximo Gómez hasta Pinar del Río en 1895-1896. A partir de ahí, la operación no es tan insensata.
Bueno, aquí termino. Encuentre por si mismo las otras meteduras de pata. Mire, otras dos para divertirme: la CIA, «benefactor» de Fidel durante la guerra de la Sierra Maestra (p. 264). ¡Es el colmo decirlo, y sobre todo escribirlo! Página 271: no resisto el deseo de dar a conocer al lector una pequeña muestra de sus delirios de interpretación: «Fidel [acaba de entrar en La Habana el 8 de enero de 1959] está en una situación extraña: siente la angustia del vacío. Hasta hace algunos meses era sólo un salteador de caminos, un aventurero más o menos romántico. Y helo aquí a la cabeza de un movimiento que lo supera. Todo ha sido demasiado rápido. No ha conquistado a Cuba, el país se le ha ofrecido». ¡Más demencial hay que mandarlo a hacer! Porque si hay algo que salta a la vista es el perfecto dominio de los acontecimientos de que da muestras…
Voy a llevar mi amabilidad hasta el extremo de señalarle otras dos burradas y después termino, lo prometo: el padre Varela nunca fue un «héroe de la guerra de Independencia» (p. 611) pues murió en 1853, quince años antes de la primera guerra de 1868-1878; el coronel que se encontraba en Granada en 1983 se llamaba Tortoló, y no Torloto (p. 516).
Traducción : Miryam López Suárez