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Carta/Reseña abierta a Lidia Falcón

Fuentes: Rebelión

Con motivo de la publicación de su último libro.

Hola Lidia,

El pasado Viernes paseaba junto a mi compañera por Pau Clarís cuando, de repente, decidimos entrar en una librería a husmear un poco. Habíamos olvidado nuestros libros en casa, de modo que al entrar allí dentro esperábamos encontrar alguno que nos acompañase en esos momentos que las tardes libres (de trabajo) pueden ofrecerle a un amante de la lectura. El caso es que me di de bruces con tu último libro, esa «pasión feminista» de tu vida (1), si me permites jugar un poco con el título, editado por «El viejo topo», una editorial con la que mis intereses tropiezan a menudo, y lo compré.

Lo primero que quiero decirte en relación a tu libro, que me ha durado un par de días, es algo tan simple como «gracias». Gracias por escribirlo. He disfrutado muchísimo leyéndolo, leyéndote. Por eso me he lanzado a escribirte, para que lo sepas, porque estoy seguro de que te gustará saberlo, y porque me apetece comentarte ciertos flecos, impresiones, detalles e incluso alguna que otra matización o leve crítica que se me ha pasado por la cabeza mientras leía algunos fragmentos, lo que en relación a esto último considero positivo pues ¿acaso no sería muy aburrido y poco edificante estar de acuerdo y asentir ante todo lo que, quien sea, afirme?

Déjame que vaya al grano o, espera, mejor deja que empiece con algunas ideas generales, así, a bote pronto. La primera idea, aquello que más me ha calado de todo lo que narras con excelente fluidez, ha sido la que como si de un Guadiana se tratase, aparece y desaparece una y otra vez, y no es otra que el desencanto, la decepción y la nostalgia derivadas de las traiciones, de las ausencias, de las envidias, de los celos y de los malentendidos (¿o desentendidos?). Por ejemplo, hablas en cierto momento, recordando a Angela Davis, de «los desencantos sufridos por la defección de tantas y tantos que fueron militantes de una causa, para caer después en las redes del poder» (pp.328-329). Sobrevuela por las casi cuatrocientas cincuenta páginas que has dejado escritas una suerte de oposición entre dos frentes o luchas: la externa, que es la a priori propia del feminismo y la interna, que sería más propia de la simple condición humana, y esta última viene condicionada, sin duda, por tu fortísima personalidad, por tu innegable condición de faro del feminismo en España, no el único, por supuesto, pero sin duda uno de los que más brillan, y digo esto por precaución, por no decir que eres el faro más luminoso de este, nuestro país, en un asunto tan dejado de la mano de dios (si existe, que lo dudo), de los hombres (faltaría más, lo que es evidentemente trágico) y , oh tragedia al cuadrado…, no, a la enésima potencia, de tantísimas mujeres.

Así pues, esa oposición, ese continuo enfrentamiento al que te has visto empujada durante tantos años de lucha entre la pasión de tu vida y, en tantas ocasiones, las oscuras pasiones ajenas, generan una sensación casi permanente de desasosiego, de estado de excepción para el optimismo, de estar asistiendo a un agotador tour de force, el tuyo, a la busca de unos cambios sociales estructurales que a estas alturas menospreciaríamos si nos limitásemos a calificarlos únicamente de necesarios. Por eso se agradece el capítulo IX, con el que cierras la primera parte, que ofrece un respiro muy necesario después de tantas luchas a medio concluir, de tantos sinsabores aunque, justo es decirlo y así lo creo, en la misma lucha se encuentra la gratificación del que sólo espera el éxito de la misma, sin plantearse el beneficio propio, idea que también transmites, por mucho que tu fuerte Yo aparente en algún momento lo contrario, y esto lo digo pensando en lectores con la piel excesivamente fina o que confunden las fuertes convicciones y la no menos fuerte determinación de un narrador protagonista con la mera soberbia.

Me ha conmovido cada una de las pérdidas que has sufrido por el camino, aquellas mujeres que tanto querías y a las que incluso no pudiste despedir en paz, sin nuevas decepciones derivadas de su ausencia, como el caso de aquella familia que puso una barrera infranqueable entre los hijos de tu amiga y compañera fallecida (a la que ni me atrevo a nombrar por pudor) y tu amor sincero y desinteresado por ellos. Recorre muchas de tus páginas un aroma de relato personal, muy personal, con los sentimientos a flor de piel, mezclado con la evidente crónica política (planteas nítida y meridianamente un objetivo político a potenciar, a tener en cuenta: la socialización de la familia, lo que me lleva a recordar que casi te aplaudo en la intimidad de mi sofá cuando leía con fruición el prodigioso espacio que tus palabras acarician entre las páginas 170 y 176, que es de lo mejor de tu libro, a mi modesto juicio y boyante sensibilidad, cuando hablas de «aquel apasionante y peligroso año de 1976»), la crónica social y, en último término (y no menos importante) antropológica, aunque podría imaginar que no comulgases con esa palabreja, compañera de viaje de una forma de expresarse que utiliza «hombre» para referirse a las personas, mujeres u hombres, algo que es muy común, por ejemplo, en el discurso de no pocos profesores de la sacrosanta academia que bien conoces. El estudio que merecerían tantas reacciones, gestos y vaivenes personales, que narras descarnadamente, ocuparía un buen ensayo. En lo filosófico, por cierto, me he quedado con las ganas de leer tu trabajo sobre «la razón feminista», con tu teoría de la mujer como clase social. Curiosamente, y sin que pretenda provocarte ni tomar partido contra tu tesis (con la que de entrada, por cierto, simpatizo), me vienen a la memoria unas palabras de Luce Irigaray que leí hace poco y que procedo a recuperar con su libro en mi mano, en un interesantísimo y revelador (para mí, por su visceralidad) ensayo sobre «ese sexo que no es uno»:

«Así, pues, la evolución (por muy radical que pretendiera ser) de una mujer no sería suficiente para liberar el deseo de la mujer. Y hasta ahora ninguna teoría ni práctica políticas han resuelto, ni han tenido suficientemente en consideración ese problema histórico, por más que el marxismo anunciara su importancia. Pero las mujeres no forman, en sentido estricto, una clase, y su dispersión en varias hace que su combate político sea complejo, y que sus reivindicaciones resulten en ocasiones contradictorias» (2).

No contextualizaré un texto que seguramente conoces, y quién sabe si adoras o aborreces, pero sí diré que llama mi atención esa parte final, esa última frase en la que interpreto conexiones con algunas de las experiencias que narras en tu libro, con esa dispersión, incluso en diferentes clases sociales, como se concluye de aquellas compañeras tuyas de lucha que vendieron (al menos parte de) su alma feminista al diablo de los grandes partidos (PSOE principalmente) y las contrapartidas del poder, tan golosas para unas y para otros. Entiendo que, de estar Luce en lo cierto, no tenemos porqué excluir la permeabilidad entre clases, vaya, que burguesa o proletaria, una mujer es una mujer y su realidad, que en no pocos aspectos es única e intransferible al hombre, quizás puede considerarse propia de una clase en el sentido político del término. De esa interpretación extraigo mi simpatía por tu tesis, pero lo digo con las precauciones propias del que no conoce a fondo tu trabajo al respecto y se confiesa lego en la materia.

Yendo un poco más al grano, al detalle, bien pronto, por ejemplo en la página 58, aparece una tensión o dialéctica que a mi juicio es clave para entender tu pensamiento, la que se establece entre lo coyuntural y lo estructural, entre lo importante y lo vital o, de ser vital lo primero (que lo es), entre eso mismo y lo primordial. Veamos:
«En el Otoño de 1967 el MDM decidió organizar una asamblea en Hospitalet de Llobregat, en la iglesia de Sant Medir, sobre alguno de los temas que concernían exclusivamente a las mujeres. Pero lo cierto fue que más que hablar de ellos la jornada se dedicó a criticar la represión franquista y repetir los conocidos temas que defendía el partido»

Hay mucha miga que sacar de esa dialéctica, muy presente en tu libro y muy poco pensada y aceptada, no ya por la clase política «del sistema», sino por el grueso de la ciudadanía. Que la lucha por la liberación de la mujer pueda considerarse o interpretarse como más importante o decisiva que la lucha contra el régimen represor en el ansiado proceso emancipador de la mayoría social, es una delicada cuestión que me ha quedado más clara de lo que ya la tenía tras leerte. No pretendo afirmar que compartas milimétricamente esta lectura que hago de tus palabras pero creo que en tu libro se revela incontrovertible la disputa cuerpo a cuerpo entre ambos intereses (antifranquismo vs feminismo) o, siguiendo con la terminología empleada, las luchas partidistas de corto alcance frente a aquéllas estructurales, de fondo, de largo recorrido histórico, como se puede constatar en lo que relatas en las páginas 99 y 100, en aquel capítulo sobre las Jornadas Feministas de Madrid y, concretamente, en aquella convulsa sesión sobre la familia. Así, rescatas una ejemplificación muy ilustrativa de esta dialéctica cuando recuerdas a Stokely Carmichael a través de las feministas de los años sesenta: «la mentalidad del opresor se encontraba igualmente en el seno de los oprimidos» (p.305), como si estuviésemos ante un mecanismo de muñecas rusas ignorado por los más grandes, en sentido volumétrico. Y esa frustración por el sometimiento a lo coyuntural, aparentemente más voluminoso y visible, o resplandeciente hasta la ceguera de sus defensores, en detrimento de lo estructural por muy importante y trascendente que sea la coyuntura tiene su lectura política, lectura que traída a nuestro presente puede sernos de mucha utilidad. Lo relatas en aquella página 58:

«la historia demostró la debilidad de elaborar programas y manifiestos políticos sin base social y el MDM en cuando Salió a la palestra el Movimiento Feminista se disolvió como un azucarillo y yo y el Partido Feminista todavía seguimos en la batalla»

La izquierda, o las izquierdas, si es que todavía valen dichos términos, deberían o deberíamos tomar nota de los riesgos que afloran cuando no hay base social que sustente nuestras reclamaciones. Das en un clavo que no es nuevo pero hay que repetirlo, hoy más que nunca, pues no es algo muy común. No obstante, a pesar de que destacas sin prácticamente parangón en la lucha y la reflexión feminista, no puedo evitar sintonizar con buena parte de tu discurso en ciertos momentos en los que, paradójicamente, te sublevas ante lo coyuntural, pues se me antoja obvio que la lucha por la estructura no tiene porqué mitigar la que se dirime por la coyuntura, claro está. Por ejemplo, pensé «¡bien dicho!» cuando leí la parte final de la página 89, con esas referencias al periodo de cambio político español de las que no se salva ni el apuntador (partidos políticos, monarquía, poderes económicos, fuerzas «vivas» del franquismo y organismos internacionales de postín), y el inicio de la 90, al menos hasta la inevitable referencia lampedusiana en la que tan bien encaja ese cambio, esa Transición española.

No dejas ahí títere con cabeza, y considero que podrías ser todavía más contundente, mas no hay peros que valgan aquí: ¡bien dicho!…, no, ¡bien escrito! Seguidamente, tras las dolorosas frustraciones de aquellas Jornadas Feministas de Madrid a las que me he referido antes, dedicas un párrafo a Dulcinea, que se convirtió en un muro infranqueable que «se opuso con ímpetu fanático» a tus enmiendas. Es un párrafo desgarrador, coherente con tu idea de socialización de la familia y digno de una novela patrocinada por cualquier fabricante de pañuelos de papel para los mocos, aquel en el que narras telegráficamente la historia de su compañero Lobato, de su noble lucha de militante comunista, de su encarcelamiento, de su posterior liberación y de cómo enseguida abandonó a una mujer que lo había supeditado todo a él, Dulcinea, que a pesar de tamaño desengaño no fue capaz de hacer una interpretación de su realidad personal en clave feminista. Nuevo fracaso de lo estructural, sin duda, latente en unas páginas por las que se constata el pésimo papel de los aparatos del PCE y del PSUC en este punto, el de la comprensión de la lucha que tu ya liderabas, aparatos excesivamente masculinizados en la composición de sus jerarquías y, finalmente, glorificados acríticamente por muchas y muchos esclavos de la misma, imbuidos de tanto ardor antifranquista como de un pensamiento más patriarcal del que hubieran querido (y podido) admitir a pesar de la nobleza e importancia de su lucha coyuntural. La interpretación es clara: en la revolución que persigues no caben machistas y lo valioso de tu postura, aparentemente abrazada por toda la izquierda española (y seguramente, aunque por guardar las apariencias, por buena parte de la derecha) es que en tu boca, o de tu pluma, no queda como simple proclama de cara a la galería.

La verdad es que hay un sinfín de detalles que valdría la pena comentar de tu libro, como la constatación que desde hace tiempo has hecho de cómo las mujeres han copiado «los más cainitas modos de enfrentamiento» protagonizados históricamente por los hombres (p.103); la crítica que haces del sistema de partidos (p.103), que alcanza cotas muy jugosas en unos inspirados párrafos sobre la partidocracia y cierto tejido social que padecemos (pp.347-348), donde también queda patente el lamentable (lamentable) proceso de atomización padecido por el feminismo en España; la falsa libertad de expresión que padecemos, ejemplificada en los casos de Egin o La Realidad (p.111); el genial retrato sociológico que haces de la Transición (pp.120-121), con esa acusación (¿velada?) de aburguesamiento, por cierto, al Mientras Tanto de Manuel Sacristán que suena algo ácida; el precio que siempre has pagado por ser independiente (pp.150-151), donde (a mi juicio) te muestras excesivamente benévola con el diario Público, ciertamente mejor o más comprometido con tantas luchas necesarias o imprescindibles que el resto de medios «masivos», pero igualmente intoxicador o irritantemente tibio en no pocas ocasiones sobre tantos asuntos, como con los numerosos desmanes neoliberales y sumisiones al poder realmente existente del gobierno de Zapatero; la lúcida delineación que haces del feminismo que pretendías (y entiendo que sigues pretendiendo) impulsar, entre las páginas 152 y 153, con esa tesis capital del movimiento feminista que defiende que «lo privado es público» (p.188); las inagotables corruptelas que cabalgan a lomo de todas aquellas subvenciones partidistas que no han dejado de producirse sin vergüenza ¡ni traba! alguna, como queda de manifiesto en el capítulo que dedicas al Instituto de la Mujer (p.276 y ss.); la distancia (a veces sideral) entre el comunismo y el feminismo en la referencia a una visita a Madrid de Marta Harnecker (p.313); la hilarante (sólo a bote pronto e irreflexivo), pero enseguida percibida como indignante actitud del cuerpo diplomático español en aquel viaje a Nairobi (p.315); ese inicio del «viaje surrealista» a China, donde te haces eco de la moderna e infame marea xenófoba antichina (pp.346-347); la aparición de Imma Mayol en aquella conferencia en el congreso chino, donde calificó vuestra candidatura política como «muy peligrosa»; el choque perenne con las feministas catalanas, que halla cabales explicaciones en la página 389, página que por cierto cierras con una divertida errata («jet lack»); y un largo etcétera de anécdotas, reflexiones y ejes de polémica y reflexión nada superfluos.

Ahora, Lidia, déjame que ponga un poco de pimienta en mi repaso o reseña, y acuda a alguna de esas matizaciones o a esa leve crítica que anunciaba al principio. Acercándote al final del libro pones de relieve tus quejas ante los sinsabores del intento de participar en una campaña electoral con el Partido Feminista, y llegas a una amarga conclusión en la página 405, cuando hablas del «nepotismo, arbitrariedad y tiranía (de) los partidos parlamentarios (…) en contra de las demás formaciones», lo que supone un fresco soplo de aire más o menos antisistémico en lo político, soplo que enfrías unas líneas después al afirmar que «nuestra falta de medios económicos nos impidió comprar espacios en otras televisiones y radios, insertar anuncios en prensa o alquilar vallas publicitarias. Con estas limitaciones la competencia no era tal». Tú misma lo dices: competencia, y entiendo que podríamos entender como competencia la lucha por el voto en un proceso democrático, entre iguales. El problema, a mi juicio, es que ni hay verdadera competencia cuando las condiciones de partida son tan desiguales ni podemos considerar seriamente que el proceso como tal sea democrático pues, por ejemplo, el propio desequilibrio inicial supone un obstáculo insalvable para el éxito de dicho proceso. La competencia democrática de partidos en nuestro sistema político es una falacia tan inconsistente como el oxímoron más citado de la literatura universal contemporánea: el libre mercado. Más allá de los estudios y reflexiones (generalmente desde el marxismo) al respecto, que no es el momento de tratar, la pura intuición alimentada en estos tiempos de crisis-estafa puede ayudarnos a entender lo que estoy diciendo. De hecho, tú misma pones algunos puntos (importantes) sobre las íes cuando señalas el (a todas luces antidemocrático) proceso de aprobación del Tratado Constitucional europeo («falsificación de los referéndums celebrados en Francia e Irlanda», p.410), además de recordar cómo los dos grandes partidos españoles «nos hurtaron el referéndum que se celebró en otros países para aprobar el tratado de Maastricht» (p.411) pero, no obstante, enmarcas tan acertadas puntualizaciones en una justificación algo forzada (a mi modo de ver) de vuestra participación en las elecciones europeas, llegando a defender con mucha convicción al Parlamento correspondiente, la «única institución europea elegida por sufragio universal directo, y (…) en la única que se puede participar para garantizar, en la medida de lo posible, la defensa de los intereses de los ciudadanos y de las ciudadanas de la Unión (p.410)».

No puedo evitar pensar que flota un aroma de contradicción en algunos planteamientos políticos que haces. Por ejemplo, así como queda claro que el Partido Feminista ha intentado abrirse paso en la jungla partidocrática española o en el laberinto político europeo mediante duros sacrificios e inacabables dificultades para alcanzar cotas de poder, esto es, aceptando cierto pragmatismo (me remito al que os ofrecían las elecciones europeas) dentro de un sistema con pocas fisuras democráticas, un sistema rocoso y opaco, a todas luces antidemocrático, ¿no refulge la contradicción cuando en cierto momento (pp.437-438) censuras abiertamente el colaboracionismo de aquellas que abandonaron el pie del cañón feminista por una lucha de corte institucional, con sus «traiciones, dejaciones y huidas»? Sirvámonos de aquella dialéctica que propuse entre lo coyuntural y lo estructural para preguntarte: ¿acaso no te muestras radical, independiente, antiinstitucional y crítica hasta casi salirte de rango en la lucha feminista mientras que aceptas y/o matizas las servidumbres burocráticas de la militancia política sistémica?

Hay en tu libro una anécdota que me permitirá concluir con este apunte crítico, anécdota que se inscribe en ese capítulo IX en el que narras «algunos de (tus) mejores episodios» (p.237). Me refiero a la campaña presidencial estadounidense de 1984, en la que por el bando demócrata se postulaba Walter Mondale junto a la primera y hasta ahora única mujer que ha sido candidata a la vicepresidencia, la malograda Geraldine Ferraro. En ese curioso episodio nos cuentas cómo llegaste a conocer a un sobrino de Mondale, que tras escuchar cómo le explicabas los planteamientos del Partido Feminista que liderabas en España mostró su aprobación con un «Tienen razón» (p.247). Destacas en ese episodio, entre otras cuestiones, la gran oratoria de Jesse Jackson, la cortesía que observaste en los debates, donde nadie interrumpía al que estaba hablando y, la más importante, «algunas observaciones sobre el comportamiento de las feministas estadounidenses (…), mucho más activas y pragmáticas», además de resaltar su eficiencia a la hora de organizarse y movilizarse, pues no se enzarzaban «en disputas ajenas al tema del encuentro» (p.249). Tras aquella inmersión en la campaña presidencial pudiste sacar algunas conclusiones, entre las que dejas recibo en relación a los gobiernos republicanos posteriores:

«Desgraciadamente, veinte años más tarde, la política de los republicanos en EEUU con Bush al frente fue peor aún que en tiempos de Reagan, con esas infames guerras de Afganistán y de Irak que han destrozado Oriente Medio y extendido la miseria a todos los continentes» (p.249).

¿Cuál es el problema, pensarás? Es obvio que para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad humana, la política exterior de los últimos gobiernos republicanos genera un rechazo exacerbado, incluso visceral. La pregunta es, ¿por qué no sucede algo comprable o al menos proporcional respecto a los gobiernos demócratas? Sí, ya sabemos que desde ciertos frentes de la izquierda de hoy se califica a Jimmy Carter como hombre de honor, con sus desenfadadas visitas a Cuba y su liderazgo en la certificación de la condición estrictamente democrática de tantas contiendas y consultas electorales en la demonizada Venezuela chavista a través de su propia fundación. Por su parte, esos mismos frentes son conscientes de torcer ligeramente el gesto ante el travieso Bill Clinton, cuyo mayor pecado fue el de poner tanto en aprietos como los cuernos a la actual Secretaria de Estado con una becaria en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Y, por supuesto, aquellos frentes de la izquierda de los que estoy hablando han consumido casi todas las reservas de esperanza a su disposición, acumuladas tras ocho años de torticero georgebushismo sin cuartel, para rendirse a la figura de Barack Obama que, reconozcámoslo, no termina de enraizar en sus corazones pero, claro, parece que el recuerdo de su predecesor en el cargo que todavía ocupa (ya veremos tras el número circense que este año protagoniza junto a Mitt Rommey) le ha convertido, acríticamente, en un tipo maravilloso por unánime aclamación popular «progresista».

Curiosamente, por señalar algunos ejemplos (y sigo en este punto a Josep Fontana (3), copiando literalmente algunas de sus expresiones), Carter toleró los crímenes de los militares en El Salvador, aumentó la ayuda militar al despreciable Suharto, que masacraba a sangre y fuego al pueblo de Timor y apoyó sin reservas a Pol Pot en Camboya o al despótico Sha en Irán, por no comentar que inauguró las operaciones secretas en Afganistán dando el visto bueno a la CIA para iniciar el apoyo americano a los grupos islamistas muyahidines que con el tiempo, especialmente bajo la presidencia de George W. Bush, se hicieron tan «populares». Lo de Clinton aún es peor, siendo el auténtico creador de la que más adelante se ha conocido como «guerra contra el terror», sin olvidar que se manchó las manos de sangre en Bosnia, bueno, en prácticamente toda la ex-Yugoslavia y preparó el terreno en Irak para la guerra que llevaría a término su nefasto sucesor a base de un bloqueo criminal y bombardeos indiscriminados. En cuanto a Obama, más allá del incremento de tropas en Afganistán, en lo que sin duda es una guerra genocida (no iniciada por él, cierto), destaca últimamente por su protagonismo en la utilización de los llamados «drones» o aviones no tripulados para misiones terroristas «secretas» (hablo de terrorismo de estado, faltaría más).

Así como en España hemos sufrido las impresentables políticas del Partido Popular, sin que ello absuelva a González y a Zapatero de dirigir los hilos del país con resultados no mucho mejores, en los EEUU no hay unos chicos buenos (demócratas) que sirven de alternativa purificadora a los chicos malos (republicanos), sino que todos ellos, en ambos países, la misma mierda son, parafraseando a los indignados de tantas plazas españolas. Sí Lidia, acepto y comparto que los Bush y compañía caigan peor que sus contrincantes demócratas, pero como si ante los resultados de un examen estuviéramos hablando, el cero de los republicanos no convierte en buenos estudiantes a los demócratas por haber sacado un dos (sobre diez, claro) en la asignatura de respeto a los derechos humanos. Sorprendentemente, tu discurso ahorra puyas a unos mientras que no reserva veneno para los otros, y esa parcialidad resulta un poco incongruente a la vista de la historia, de los hechos y, en definitiva, de las responsabilidades de todas las administraciones estadounidenses en el terror global, y me preocupa que tu participación en aquella campaña de apoyo al dueto Mondale-Ferraro y las amistades que de aquellas lides conservas, te hayan inmunizado frente al horror bajo responsabilidad demócrata, que considero incuestionable y en absoluto matizable. Por eso decía aquello de que mientras te muestras radical e insobornable en el frente feminista, no mantienes el listón igual de alto y anulas el tono crítico respecto a las políticas criminales de las administraciones demócratas en el frente político general, que no comentas. Sobra decir que, desde un punto de vista meramente humano, te haces eco del compromiso y la buena fe de tantísimos americanos ajenos al poder realmente existente, algo de lo que somos muy conscientes todos los lectores de Howard Zinn, que hemos aprendido a separar el aceite del agua en relación a la realidad de aquel vasto y complejo país.

Repito, Lidia: he disfrutado mucho con tu libro, muestra inequívoca de tu lucha y compromiso, que has narrado con eficacia, emotividad y tu característica tensión militante pero que, leído críticamente, lo veo cojear en alguno de sus segmentos, especialmente cuando te alejas de la denuncia estrictamente feminista y pretendes abrazar la discusión política tradicional o sistémica que, a mi juicio, te expone a ciertas contradicciones. Más allá de esta lectura crítica que he creído importante señalar, tu libro debería ser leído por todo el mundo, empezando por los hombres. En fin, un libro estupendo, comprometido aunque a veces controvertido, pero que está muy bien escrito. Un libro, insisto, que a mi juicio no es del todo redondo en lo político pero que, sin duda, es muy necesario y altamente recomendable.

Recibe un afectuoso saludo,

Lucien.

Notas:

(1) «La pasión feminista de mi vida», de Lidia Falcón. Ediciones de Intervención Cultural/El Viejo Topo, Barcelona (2012).

(2) «Ese sexo que no es uno», en Ibídem, de Luce Irigaray. Ed. Akal, Madrid (2009).

(3) «Por el bien del imperio», de Josep Fontana, Ed. Pasado & Presente, Barcelona (2011).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.