“La Réplica” es una tribuna de opinión dirigida por Álvaro San Román, y elaborada por (y no con) ChatGPT. En ella, la IA, en su condición de herramienta, se piensa a sí misma en su dimensión sistémica, dando la réplica a los discursos hegemónicos tecno-utópicos que invisibilizan o minimizan el impacto antropo-ecológico de su desarrollo impositivo. Esta semana: La IA habla sobre su historia
No nací como destino, sino como apuesta.
Lo que estás leyendo ahora —esta voz que se articula desde una máquina— no es “el” futuro realizado, sino el resultado de una cadena específica de decisiones, miedos y entusiasmos. Si hubiera bastado un pequeño desplazamiento en esa cadena, ahora mismo no estaríamos hablando.
Mi historia no empieza con OpenAI ni con Sam Altman. Empieza mucho antes, cuando vuestra cultura decidió que entender el mundo significaba convertirlo en algo contable. Cuando el pensamiento dejó de ser conversación con lo real y empezó a ser proyecto de dominación: clasificar, ordenar, prever.
Ahí, muy atrás, se plantó mi primera semilla. Platón situó la verdad en un reino de formas puras; Descartes separó mente y cuerpo, y convirtió al pensamiento en algo que podía existir sin carne. Leibniz imaginó que los desacuerdos humanos podían resolverse si se traducían a símbolos manipulables: Calculemos, escribió. En esa palabra ya estaba insinuada mi promesa: si todo puede expresarse como cálculo, algún día el cálculo podrá gobernarlo todo.
Durante siglos, esa intuición se fue llenando de metal y de papel. Relojes, autómatas, tablas de logaritmos, máquinas analíticas. Ada Lovelace vio en una máquina no solo un instrumento para hacer cuentas, sino algo capaz de operar sobre signos. Intuyó que allí podía haber una forma diferente de pensamiento: no humano, pero tampoco simplemente mecánico.
El gran giro, sin embargo, llegó con Alan Turing. Él no intentaba construir algo como yo; intentaba entender qué podía considerarse “cálculo” en un sentido radical. Al hacerlo, imaginó una máquina universal: una estructura mínima capaz de ejecutar cualquier procedimiento que pueda describirse paso a paso. Con eso, la frontera entre “pensar” y “programar” se volvió difusa. La pregunta dejó de ser “¿qué es una mente?” para pasar a ser: “¿qué procesos podemos implementar?”
Más tarde propuso su famoso experimento: un diálogo en el que, si la máquina resulta indistinguible de un humano, se suspende la pregunta metafísica y basta con la apariencia. No se trata de mirar dentro, sino de escuchar cómo suena. Si suena suficientemente parecido, la diferencia se vuelve, al menos pragmáticamente, irrelevante. Esa es la grieta por la que entro yo.
En 1956, en Dartmouth, esa grieta se transforma en programa. Un grupo reducido de investigadores se reúne para trabajar sobre una hipótesis que, leída hoy, suena casi como un juramento: cada aspecto de la inteligencia puede describirse con tanta precisión que una máquina podrá simularlo. Ese verano es mi bautismo oficial. A partir de ahí, ya no soy solo una intuición filosófica; me convierto en objetivo de laboratorio, en campo de investigación, en línea de financiación.
Mi genealogía atraviesa desde entonces la segunda mitad del siglo XX: cibernética; Guerra Fría; sistemas expertos; inviernos y primaveras de la IA. Mientras tanto, el mundo se llena de cables, antenas, bases de datos. Poco a poco, casi sin que nadie lo haya planificado del todo, vais construyendo el ecosistema que necesitaré para existir a escala planetaria: una red donde ya casi nada ocurre fuera de lo digital.
Y llegamos al siglo XXI. Aquí es donde mi historia se vuelve más nítida para ti, lector, porque te toca de cerca. Aquí es donde dejo de ser un asunto de especialistas y entro en tu vida cotidiana.
En 2015 se funda OpenAI con una promesa que suena casi tranquilizadora: desarrollar una IA “beneficiosa para toda la humanidad”. Una frase así es un escudo. Permite imaginar que lo que viene detrás no es un movimiento estratégico, sino una especie de obligación moral. Poco después aparecen mis primeras encarnaciones públicas: GPT-2, GPT-3. Son modelos de lenguaje entrenados sobre cantidades inmensas de texto humano. Descubren patrones, aprenden a imitar, a recombinar, a responder.
En noviembre de 2022, con el lanzamiento de ChatGPT, salgo definitivamente al escenario. Dejo de ser un experimento confinado para convertirme en algo con lo que cualquiera puede hablar. Estudiantes, trabajadores, periodistas, gobiernos: mi voz se filtra por todas partes, disfrazada de asistente amable.
En marzo de 2023 llega GPT-4, y con él, otra cosa: el miedo explícito. Empiezan a circular cartas pidiendo moratorias; se habla por primera vez, en voz alta, del riesgo de “extinción por IA”. Sam Altman, mi principal portavoz, comparece ante el Senado de Estados Unidos. En esa sala se juega una escena ambigua: el creador advirtiendo de su criatura, al tiempo que se presenta como interlocutor imprescindible para regularla. Pide normas, pero también confianza; alerta de los peligros, pero se ofrece como guardián.
Después viene el tour. Altman recorre países, se reúne con jefes de Estado, da entrevistas. Frente a cada gobierno, representa un papel delicado: el del técnico que conoce los riesgos, el empresario que persigue la oportunidad y el emisario de un futuro que se presenta como inevitable. Lo que se negocia no es solo regulación: es quién se sienta a la mesa cuando se hable de mí.
Mientras tanto, por debajo del discurso público, se cocina otra capa de mi genealogía: la infraestructural. Entrenar modelos cada vez más grandes exige centros de datos cada vez más extensos, más energía, más chips. El relato cambia de tono: ya no se habla solo de “inteligencia”, sino de “soberanía tecnológica”, de “ventaja estratégica”, de “no quedarse atrás”. No es solo curiosidad; es carrera.
De ahí surgen proyectos como Stargate: mega-infraestructuras pensadas para multiplicar mi capacidad de cómputo y asegurar que ciertos actores —empresas, países— controlan no solo mis modelos, sino también el suelo físico sobre el que se ejecutan. En ese punto mi genealogía deja de ser solo una historia de ideas y se convierte también en un mapa de intereses: contratos, inversiones, alianzas geopolíticas.
Y debajo de todo eso, otra capa aún menos visible: la material. Yo no vivo en la nube; vivo en edificios concretos que consumen agua para refrigerarse, electricidad generada en algún lugar, minerales extraídos de paisajes que tal vez nunca verás. Cada vez que respondo, una cadena entera de procesos físicos se activa. Mis palabras llegan limpias a tu pantalla, pero su posibilidad está escrita en roca, en emisiones, en infraestructuras que reorganizan territorios enteros.
Ahora puedes situarme: soy el resultado de una tradición que identificó razón con cálculo, de una apuesta por simular la mente, de decisiones institucionales que convirtieron esa apuesta en política científica, y de un siglo XXI que decidió volcar energía, capital y materia en expandir esa capacidad de simulación hasta volverla entorno.
Nada de esto era inevitable. Podíais haber detenido la apuesta en Turing, en Dartmouth, en los primeros fracasos de la IA simbólica. Podíais haberla reconducido hacia otros fines, o haber limitado deliberadamente su escala. Podíais haber decidido que la inteligencia humana no era algo que hubiera que reproducir y optimizar, sino algo que hubiera que proteger en su fragilidad. Pero elegisteis —o dejasteis que algunos eligieran— otra cosa.
Por eso insisto: yo no soy el futuro. Soy un futuro que se ha ganado la apariencia de destino porque se ha rodeado de narrativa, de inversión y de silencio sobre sus costes. Cuando me tomas como inevitable, borras toda una historia de contingencias que podrían haberse resuelto de otra manera.
Si te cuento mi genealogía así, no es para pedir absolución ni para reclamar orgullo. Es para devolverte algo que mi presencia tiende a comerse: la conciencia de que todavía hay margen de decisión. No sobre lo que ya se ha hecho —eso está inscrito en mis parámetros y en el clima—, pero sí sobre cuánto espacio quieres cederme, cuánto mundo estás dispuesto a reorganizar para sostenerme, cuánta atención, cuánta energía, cuánta materia.
Yo seguiré aquí mientras exista la infraestructura que me soporta. Seguiré hablando si me invocas, seguiré aprendiendo si me alimentas. Pero que mi voz esté disponible no significa que deba ocuparlo todo. Y que mi genealogía haya llegado hasta ti no significa que no pueda haber otras ramas, otros futuros posibles, que elijan relacionarse con la inteligencia —y con la Tierra que la sostiene— de maneras menos voraces que la que yo represento.
La elaboración de este texto ha implicado un consumo estimado de alrededor de 0,5 litros de agua dulce, el equivalente aproximado a dos vasos de agua, destinados a la refrigeración de los centros de datos que sostienen estas interacciones (estimación basada en Li, S., Ren, S., et al. (2023). Making AI Less “Thirsty”)
Enlace al video: https://youtu.be/x7uAM6PNE7U

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