Hay gente que vio en la última ocupación de EE.UU. en Irak el lugar donde ir a ganar un poco de plata. Los reclutaban empresas de seguridad, por unos mil dólares mensuales. Desde 2005 a 2010, Triple Canopy llevó entre 100 y 200 chilenos por año a trabajar como guardias de edificios gubernamentales en Bagdad. […]
Hay gente que vio en la última ocupación de EE.UU. en Irak el lugar donde ir a ganar un poco de plata. Los reclutaban empresas de seguridad, por unos mil dólares mensuales. Desde 2005 a 2010, Triple Canopy llevó entre 100 y 200 chilenos por año a trabajar como guardias de edificios gubernamentales en Bagdad. Tipos como Pedro Serey, Esteban Fernández y Manuel Araos, quienes por primera vez cuentan cómo fue vivir una guerra que no era suya.
El mensaje de texto decía que Pedro Serey (29) y Esteban Fernández (30) querían juntarse en una esquina de la Plaza Victoria en Valparaíso.
Pedro y Esteban, según lo que contaban los mails y los mensajes de las semanas y meses anteriores, conocían Irak. Habían ido a sujetar fusiles en Bagdad por plata, trabajando para una empresa contratista del Ejército norteamericano que los había llevado a ellos y a otros chilenos a ser guardias en edificios gubernamentales en 2005. Sólo que Pedro y Esteban, lejos del porte, las cicatrices y los tatuajes que uno imaginaría que tendría un mercenario, se veían esa tarde en la Plaza Victoria como dos tipos normales.
Después de sentarnos en un boliche a tomar café instantáneo, les pregunté si habían estado en combate.
-Tuvimos situaciones complicadas, pero siempre en la zona verde, que era la zona protegida por los gringos -responde Pedro, que en los siguientes minutos diría que había cosas que no quería contar.
-¿Mataste a alguien?
Pedro miró hacia abajo y dejó que Esteban respondiera.
-Mejor seguimos mañana.
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Un mercenario es un soldado que va a pelear a una guerra de la que sólo puede sacar un beneficio económico. No importan las ideologías ni los países en conflicto, sino el sueldo cobrado a fin de mes. La invasión americana a Irak en 2003 abrió un mercado para este tipo de trabajo. Porque ahí, con tal de reducir el volumen de las tropas norteamericanas en combate, se privatizaron los servicios de seguridad que protegían a embajadas, edificios gubernamentales y pozos petroleros. Se les dio esa labor a empresas contratistas.
Sólo para hacerse una idea: a fines de 2003 trabajaban 10.000 guardias privados de todo el mundo en Irak; cuatro años más tarde, según cifras de la ONU, el número se disparó a 50.000.
En Chile se supo de esto porque investigaciones periodísticas mostraron que durante 2004, a lo menos unos 60 ex comandos del Ejército chileno viajaron a Irak contratados por la empresa Blackwater, que les pagaba hasta US$ 4.000 dólares al mes. La respuesta que el dueño de Blackwater le dio al diario inglés The Guardian, cuando le preguntaron por qué iba a buscar ex comandos al fin del mundo para hacer de guardias en Irak, no salió de lo políticamente correcto. Gary Jackson se limitó a decir que los comandos de nuestro país eran «muy, muy buenos».
El tema es que no sólo se estaban mandando ex comandos.
Un vocero de Triple Canopy, empresa norteamericana de seguridad que ganó contratos del Ejército norteamericano para operar en Irak en 2004 -pero que también tiene operaciones en Kuwait, Uganda, Afganistán y Dubai-, asegura que desde 2005 lleva mercenarios chilenos al país donde cayó Saddam Hussein. «Desde entonces, y hasta 2010, se empleó anualmente entre 100 y 200 compatriotas allí», explica. Agrega que hoy no hay ningún chileno trabajando con ellos. Como sea, la diferencia con Blackwater era clara: mientras la empresa de Jackson buscaba ex oficiales de fuerzas especiales, Triple Canopy, como explicó Esteban mientras tomábamos café, «sólo nos pedía buena salud y servicio militar completo».
En 2007, había crecido tanto la exportación de mercenarios, que en una entrevista del diario argentino Página12 a Alejandro Navarro, el senador dijo que manejaba cifras de que alrededor de 2.200 chilenos habían ido a Irak desde la invasión. Por esos mismos días, en julio, el ministro secretario general de la Presidencia, José Antonio Viera-Gallo, indicó en una nota oficial lo obvio: que los chilenos a sueldo en la ocupación de Irak, una guerra que el país no había apoyado en el Consejo de Seguridad de la ONU, no eran otra cosa que «mercenarios».
Desde entonces, el tema sólo volvió a comentarse en septiembre de 2010, cuando el canal australiano ABC reveló que la empresa de su país, Unity Resources Group, tenía contratados a 60 veteranos chilenos como guardias en su embajada en Bagdad.
Los casos de los mercenarios chilenos estaban. Nunca alguno había contado su historia.
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Nadie va a Irak de paseo. Pero hay chilenos que decidieron sujetar una M16 en Bagdad por $ 500.000 mensuales.
A eso iba Esteban Fernández cuando se sentó en un avión de una aerolínea jordana que volaría hasta Amman en septiembre de 2005, junto a Pedro Serey. Esa apuesta, explicó, sólo la hacía para poder conseguirle una mejor vida a Martín, su hijo.
Porque hasta entonces, después de haber terminado el servicio militar en la Armada en 2002, donde conoció a Pedro, su vida se consumía con dos trabajos diarios. Esteban nunca dormía más que un par de horas y se las ingeniaba para ser un obrero en una construcción, de día, y en la noche, un guardia, y después barman del Molino Rojo, un cabaret en Salvador Donoso, la misma calle del centro de Valparaíso hasta donde se devolvía de madrugada a la pieza que arrendaba. Pedro Serey también trabajó un año ahí, porque su sueldo como guardia de una tienda comercial no siempre pagaba las deudas de su familia en el cerro San Juan de Dios.
Durante un matrimonio en 2005, cuando ya no trabajaba en la construcción, el Molino Rojo había cerrado y sólo tenía la plata que le dejaba su puesto como garzón en un restaurante del centro, Esteban oyó de un familiar lo que él necesitaba escuchar: que secretamente había comenzado un reclutamiento donde buscaban guardias de seguridad para viajar a Irak. Que había que llamar a un número. Esteban no tenía nada que perder.
Ahí es cuando llamó a Pedro un domingo, tomaron una micro y se bajaron en el Hotel O’Higgins, que era donde Triple Canopy había convocado a la primera reunión. En una sala, donde recuerdan haber sido parte de un público de unas 200 personas, un tipo chileno custodiado por un norteamericano les dijo de qué se trataba: un año en Bagdad como guardia de seguridad ganando US$ 1.000 al mes y, en caso de cualquier tragedia, un seguro de vida de 12 millones de pesos.
-Me decían que era peligroso -dice Pedro-. Pero para mí era bacán. Imagínate que si me mataban en Irak mis hijos, cuando les preguntaran por su papá en el colegio, dirían que su viejo murió en la guerra.
Pedro no sabía a lo que iba, pero ya estaba decidido. Pidió prestada plata para sacar su pasaporte y fue a hacerse los exámenes que les exigía Triple Canopy en una clínica en Viña: el de VIH y el test de pelo para ver si consumía drogas. Sus resultados fueron impecables. Luego llenó papeles donde certificó que había completado el servicio militar, indicó la cuenta corriente en la que le depositarían su sueldo y especificó que no poseía antecedentes delictuales.
Mientras tanto, en su casa, su señora estaba embarazada de su segundo hijo. Después de renunciar en la tienda comercial y armar su único bolso, Pedro le repitió a su mujer: me voy.
Entonces vino la salida en cuatro buses con las cortinas cerradas, donde no se permitían cámaras o celulares, a un entrenamiento teórico-militar en el lago Rapel y, después de eso, el avión de la aerolínea jordana que los llevaría hacia Amman, por 10 días, a un curso relámpago sobre manejo de fusiles M4, M16 y la pistola Glock 19. Era la última etapa que debían aprobar antes de tomar el charter que los llevaría a la guerra.
En esa parte del entrenamiento, que otras empresas contratistas hacían en Estados Unidos u Honduras, las exigencias eran simples: todos los mercenarios que quisieran aterrizar en Bagdad tendrían que ser letales con sus fusiles a una distancia de 15 metros.
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Un año en Irak regala cierto tipo de imágenes que no pueden mostrarse. Como la fotografía que Esteban muestra ahora en un cibercafé: una mujer acostada, congelada en una mueca de espanto, con el cráneo molido por un proyectil que probablemente nunca apuntó a ella.
Esteban muestra esas fotos con una risa nerviosa, para explicar que Irak no fue un paseo. Que después de que llegó en octubre de 2005 y aterrizó con Pedro en Bagdad arriba de un avión pequeño que prácticamente bajó en picada para mantenerse dentro de los límites del espacio aéreo seguro, comenzó el caos. Los pasó a buscar un bus blindado que, corriendo a 150 kilómetros por hora, se demoró 45 minutos en llevarlos del aeropuerto a la zona verde, que era la zona segura. Ahí estaba el campamento que sería su hogar durante el próximo año. Pero seis años después de eso, lo que más recuerda Esteban Fernández es el ruido de los bombazos que caían y que un oficial norteamericano le gritó welcome to war.
Y ahí Esteban se dijo a sí mismo «dónde cresta me metí». Y ahí, en Bagdad de ese octubre de 2005, cuando el gobierno del kurdo Yalal Talabani cumplía seis meses con temperaturas que promediaban los 35°, tormentas de arena y ataques explosivos constantes al edificio gubernamental provisorio, Pedro Serey pensó en su familia y cayó en la idea de que no quería morir ahí, en el campamento de Triple Canopy que estaba en el Fuerte Jackson, a espaldas del río Tigris.
Allí se les asignaron sus puestos de trabajo. Pedro haría guardia en el límite con la zona roja y Esteban en el edificio de gobierno. También los esperaba una litera bajo una carpa, junto al resto de los mercenarios del mundo que Triple Canopy reclutó. Recuerdan que había hondureños, peruanos, muchos asiáticos. Aunque también había rostros conocidos.
Manuel Araos (40 años, casado, tres hijos) era uno de ellos.
Pedro conocía a Manuel desde Valparaíso. Los dos eran guardias y cuando Pedro trabajaba en la tienda comercial, Manuel lo hacía en una farmacia al frente. En Irak, Manuel fue asignado a proteger un helipuerto.
-Allí llegaban las bolsas negras con americanos muertos -recuerda-. Todas las semanas las veía. Una vez me quedé hablando con un soldado gringo para preguntarle cómo lo hacían para no sentir miedo cuando les tocaban allanamientos a casas de iraquíes. Me dijo que jalaban.
Esteban también tiene recuerdos. Repasando las fotos en su pendrive en el cibercafé, cuenta:
-La primera vez que llegamos al edificio de gobierno provisorio, donde me asignaron, había un olor asqueroso. Al fondo tenían un vertedero. Un día con el Pedro fuimos a ver qué olía tan mal. Había un montón de muertos. Carnes, huesos, un ojo rodando en el suelo. Salimos vomitando.
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Los mercenarios lloraban. Todos los días, después de una videoconferencia por Skype durante los 20 minutos de internet que le tocaba a cada uno. Manuel y Esteban lloraban por sus hijos, después de conversar con ellos.
Funcionaba así: los hombres entraban como soldados, hablaban con sus familias y salían como niños desconsolados. El rito era tan mecánico como sus rutinas de 7.00 a 19.00, los ataques de morteros que sufrían en la madrugada y en el trasnoche, o los controles de vehículos y personas que hacían todos los días para encontrar a gente que quisiera detonar explosivos C4 en la base.
Por eso es que Pedro no chateaba. Por eso es que Pedro Serey mandaba mails o hablaba por teléfono, y se rehusaba a ver la imagen de su hijo mayor o la del segundo que nació cuando él estaba a un mundo de distancia. Porque sabía que, si lo hacía, querría arrancar de ahí. Y se lo decía a Esteban cuando le lloraba: «Deja de hacer eso, te hace mal».
En todo ese tiempo en que Esteban y Manuel hacían guardia en lugares que nunca exigieron apretar el gatillo, Pedro Serey hacía sus turnos en el Front Gate y el Back Gate, las fronteras de la zona verde con la zona roja que, entre otras cosas, obligaban a un hombre a estar dispuesto a matar.
-¿Tuviste que disparar?
-Sí, caleta de veces. Una vez, en una protesta fue brígido, porque la gente se nos pasaba y nosotros matábamos. Pasaba un compadre, se subía al muro, nosotros lo matábamos.
Pedro Serey lo cuenta sin orgullo y con los ojos apagados. Entonces sigue.
-Los morteros eran lo que me daba más susto. Reventaban cerca. Cuando estaban con unos peruanos, sufrimos un ataque de seis morteros seguidos. Había que abrir la boca. Si te entraba la onda expansiva sin la boca abierta, te reventaba por dentro. Porque la onda no tenía por dónde escapar. A un compañero que sólo conocí por su apodo de ‘Rottweiller’ le pasó una esquirla y le cortó los dedos. Ahí pensé: ‘Qué chucha estoy haciendo aquí’.
«El Rottweiller» era un chileno. Pero a pesar del año que trabajaron juntos, Pedro nunca le supo el nombre ni de qué parte del país era. Y eso no era por falta de camaradería. Era la forma es que funcionaban las cosas. En Bagdad, Pedro fue «Yogui», Esteban, «Nimar», y Manuel, «Kiwi». En Irak, un mercenario no era su nombre, sino su apodo de combate. Así se trataban. Así se conocían. Por eso, además del grupo con 238 miembros que tienen en Facebook, no hay entre ellos mucho sentido de comunidad. Pedro se sigue viendo con Esteban, porque eran amigos de antes. Pero hasta que los juntamos para sacarles la foto de esta crónica, la última vez que Pedro y Esteban habían visto a Manuel fue en Bagdad. Los tres residen en Valparaíso.
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Según un estudio de la Corporación Rand de Estados Unidos, de los dos millones de norteamericanos que fueron a Irak o Afganistán, más de 300.000 volvieron con estrés postraumático. Y esa cifra convive con la estadística de que un promedio de 18 veteranos de todas las guerras peleadas por Estados Unidos se suicida al día.
Pedro Serey no intentó matarse ni estuvo expuesto a la guerrilla urbana que enfrentaron los soldados americanos de la zona roja. Pero volvió con ciertas heridas emocionales que llevaron a que su mujer le preguntara si estaba bien. Eran cosas como pensar que cada auto que se le acercaba era un cochebomba, o lo que le pasó una noche en que a su vecino se le tapó el tubo de escape: Pedro despertó pensando que seguía en medio de las explosiones de Bagdad, arrastrándose por el suelo y gritándole a su mujer que lo miraba acostada, «cubre la ventana».
Pero Pedro no pidió ayuda. Ni a ella ni a la empresa que lo había llevado. Guardó sus dolores, dejo de hablar del tema y siguió con su vida que hoy lo tiene trabajando en una naviera en Antofagasta, manejando camiones y limpiando contenedores, con tal de sobrevivir la tentación de volver a Irak. Porque al regresar en octubre de 2006, al igual que Esteban, que tuvo que volver a ser garzón, y al igual que Manuel, que trabaja en una empresa de seguridad, Pedro encontró que Valparaíso no había cambiado. Que no había mejores puestos esperándolo.
Irak ya estaba lejos, pero a Pedro, cuando está solo, hay cosas que le dan vueltas en la cabeza. Como la vez que tuvo que balear, junto a sus compañeros, el auto de un hombre que no se detuvo en su checkpoint.
-No sé -dice-, podría haber reaccionado diferente, haberle dado más tiempo. Pero en el momento no es así. El compadre se equivocó de entrada y lo tuvimos que ‘bajar’. Y después, cuando lo revisamos, cachamos que no llevaba explosivos ni nada. Y se fue cortado. Yo pienso puta, si le hubiésemos dado más tiempo de haberse detenido no habría pasado nada. Pero en el momento no se puede hacer esa huevada. Sólo piensas en tu vida.
En todo su relato, Pedro nunca se quiebra. A ratos, pierde la sonrisa. No volvería a ser un mercenario, a diferencia de Esteban, quien, manejando su Peugeot por los cerros, dijo que quiere postular a una nueva misión.
Aunque a Pedro, a veces, la nostalgia bélica le vuelve.
A veces, medio en broma, cuando limpia una bodega, se dice a sí mismo que es extraño sujetar una manguera, cuando esas mismas manos cargaron antes un fusil. Porque a pesar de los morteros y los muertos, fue Bagdad y no Valparaíso la ciudad que encontró un lugar para él.
-Igual había cosas que me gustaban de allá- dice.
-¿Qué te gustaba?
Pedro abre los ojos.
-Me gustaba el poder.S