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Cine de Ernst Lubitsch, la tristeza hecha humor

Fuentes: Rebelión

Hablar del cineasta judío/alemán, Ernst Lubitsch (1892-1947), muerto en suelo de la fábrica de sueños hollywoodense, es hablar en cierta forma de un payaso triste: alguien a quien se adjudica una etiqueta que no le corresponde. Recuérdese que detrás del humor se esconde el drama y viceversa, máxime si se es inteligente. Un cineasta, fundador […]

Hablar del cineasta judío/alemán, Ernst Lubitsch (1892-1947), muerto en suelo de la fábrica de sueños hollywoodense, es hablar en cierta forma de un payaso triste: alguien a quien se adjudica una etiqueta que no le corresponde. Recuérdese que detrás del humor se esconde el drama y viceversa, máxime si se es inteligente. Un cineasta, fundador de la «Comedia Refinada», al que no pocos coinciden en atribuirle a su arte una característica singular, lo que se llamó «el Toque Lubitsch», especie de tratado sobre los momentos mágicos de sus filmes. También, uno de los representantes de la Screwball Comedy o Comedia Excéntrica, en cuya cima, con c, jajaja, estaría To Be or Not To Be o Ser o no ser, divertimento en clave política sobre el ghetto de Varsovia. Desde luego, aparte de clown triste o humorista, un serio cineasta y maestro de los atajos narrativos, lo que se conoce como elipsis: la eliminación del ripio de los filmes, para que salgan limpios lo máximo posible. Y, no por último, un corredor fílmico de fondo que, de forma prematura, entregó su corazón celuloidal, jeje, como una señal de que con él había muerto una parte del cine hecho no solo con inteligencia, y a favor de ella, sino contra la estulticia del cine como producto masivo, antes que como un arte que tiene que ver más de lo que se cree con la vida que con el plató, aún más con la magia que con la etiqueta.

Para hablar de su cine, lo mejor, citarlo: «Nadie debería interpretar comedia si no tiene un circo dentro». Frase que luego debió celebrar Fellini y que figura en el apartado Comedia del Diccionario de Cine, de Trueba. En él desmitifica el género en tanto fácil y a quien se le asigna: «Resulta tópico repetir una vez más eso de que la comedia es el género más difícil, pero la evidencia de que las buenas escasean cada vez más no hace sino confirmarlo. Que es difícil lo prueba también otro tópico -y van dos-: el del payaso triste. No hay más que zambullirse un poco en las biografías y autobiografías de Chaplin y Keaton para comprobar que sus vidas y su arte están hechos de sangre, sudor y lágrimas. En cambio, recuerdo haber leído hace unos años en una revista un diario de rodaje de Gritos y susurros de Ingmar Bergman, y aquello era un jolgorio continuo». (1) Y como buen Narciso, positivo en este caso (el mito ha sido desvirtuado: la diosa Némesis lo castigó para vengar su desprecio a la ninfa Eco, lo que generó el único caso de suicidio involuntario), agrega una anécdota personal para subrayar el delgado hilo que separa a la comedia de la tragedia y viceversa: «Yo mismo recuerdo cómo reíamos Jeff Goldblum y yo en el rodaje de mi película más negra y oscura [2], especialmente el día que imaginábamos que la película era un fracaso y, para ayudar al productor, se nos ocurría la idea de reestrenarla con risas enlatadas en sus momentos más dramáticos. Está claro que la comedia y la tragedia están una al borde de la otra.» (3)

No se olvide que si bien el arte de Lubitsch, como representante del género de bulevar o, más exactamente, del vodevil centroeuropeo y, por esa vía, de la comedia ligera gringa, recibió la benéfica influencia del dramaturgo austriaco Reinhardt (c. 1911) y del cineasta Von Stroheim, así el arte del cuasi centenario Billy Wilder (1906-2002) recibió el influjo benéfico o pernicioso, qué importa, de Lubitsch, quien nació en Berlín y murió en L. Á. a la tierna edad de 55 años, un poco como resultado de los maltratos de la vida. A propósito, Wilder de entrada se acerca al Toque… refiriéndose a un objeto en la comedia anticomunista Ninotchka, rodada al comienzo de la «II Fiesta Mundial de la Muerte», como decía Mann. Se necesitaba demostrar que la protagonista también había caído bajo el hechizo del capitalismo y como ni el coguionista Brackett ni Wilder lograban deshacer el nudo gordiano para Lubitsch, éste va al baño, pasado un minuto sale y dice: «Es el sombrero». Cuenta Wilder: «Y nosotros dijimos: ‘¿Qué sombrero?’ Respondió: ‘¡Incorporamos el sombrero al principio!’ Brackett y yo nos miramos. La historia del sombrero tiene tres actos. Ninotchka lo ve por primera vez en un escaparate cuando entra al Hotel Ritz con sus tres cómplices bolcheviques. Ese sombrero absolutamente extravagante es para ella el símbolo del capitalismo. Lo mira con desagrado y dice: ‘¿Cómo puede sobrevivir una civilización que permite a las mujeres llevar eso en sus cabezas?’ Luego, la segunda vez que pasa por delante del sombrero, hace un ruido: ‘Ch, ch, ch’. La tercera vez, está sola, por fin, se ha desecho de sus compinches bolcheviques, abre un cajón y lo saca. Y se lo pone. Eso era Lubitsch». Y eso, se reitera, el Toque…

Si lo anterior no ha causado gracia, léase lo que dice Trueba acerca del preestreno de Ninotchka: «Cuando Lubitsch hizo las previews de Ninotchka, la respuesta de un espectador le hizo especialmente feliz. Decía: ‘Gran película. La más divertida que he visto en mi vida. Me he divertido tanto que me he meado en la mano de mi novia’. (1998: 223) Aquí, además, no se sabe si ese espectador es un engendro de Trueba; si Lubitsch se lo inventó o si, más bien, fue él quien asistió a cine: y siempre le dio pena, quizás por timidez, confesar lo que hizo en la mano de su novia. No en vano, se dice que el Toque Lubitsch tiene «los sutiles ingredientes de la ironía, el pathos [empleo de recursos o temas destinados a emocionar con fuerza al lector/espectador], la amargura y la risa, todos en uno; muy a menudo es el sarcasmo más anímico que visual que brota de una situación imposible que pueda degradar al héroe o descalificar al genio». (4) A veces, puede degradar al propio autor sin que precisamente el espectador pueda descalificar al genio, máxime si ya hace tanto murió.

Tampoco cabe olvidar que Lubitsch es figura de la Screwball Comedy, cuya antología tendría que incluir al menos Lo que piensan las mujeres (1942), obra suya. Screwball viene del argot del béisbol y habla de una bola lanzada con efecto (como la folha seca del fútbol, patentada por Didí en 1957), que despista al bateador. El término acabó incorporándose al slang o jerga popular como lunático, loco, excéntrico. Lo que hoy se llama así, es una época privilegiada del cine gringo que floreció tras la aplanadora del Crack de 1929, época en la que el público pudo encontrar una salida optimista a la deprimente realidad, y que acabó cuando lo hizo la II GM. Nadie se puso nunca de acuerdo sobre cuáles son filmes Screwball y cuáles no, ni sobre cuándo comienza o acaba el ciclo: eso sí, sirvió para que algunos críticos pudieran, si no vivir, comer de ellos. Dichas comedias, en todo caso, pretendían conservar el estilo de la muda, Slapstick, una de cuyas mayores figuras es Buster Keaton, el creador de Hard Luck (1921), Our Hospitality (1923), Seven Chances (1925), La General (1926) (5), The Cameraman (1928), entre tantos otros; también, conservar el gusto por el humor físico, las caídas, las persecuciones, los tortazos y los gags visuales: todo ello combinado con la mejor tradición del teatro neoyorquino, recién incorporado al cine con la llegada del sonoro.

Pero, Lubitsch no fue solo un eximio humorista. Además, un serio cineasta y maestro en el recurso de la economía fílmico/narrativa: la elipsis. Es decir, impedir ver todo al espectador, no suministrarle sino partes del relato, para que aquél se esfuerce y contribuya a elaborarlo: como pensaba Cortázar de la literatura con su expresión no machista de lector-macho, como no era antifeminista la de lector-hembra y que, sin embargo, por falta de humor, muy pocos y pocas entendieron así. Si bien la novela y el teatro clásicos han hecho uso del recurso antes de inventarse el cine, este, el arte de esculpir en el tiempo (Tarkovski), es el que lo ha llevado, quizás, a su máxima expresión. Por eso agrega Trueba: «Los grandes maestros del cine fueron maestros de la elipsis. Quizás más que ninguno Lubitsch quien, como decía Billy Wilder, en lugar de decir al espectador que dos y dos son cuatro, se limitaba a decir dos y dos y dejaba el resto al público.» (1998: 115) Aun con lo dicho, se subraya que Lubitsch no era un modelo de introversión. De ser así no se hubiera juntado con humoristas como Wilder o Preminger y en especial con el primero: téngase en cuenta que lo único más insoportable que un genio, son dos genios: más, si están juntos. Que lo digan el profe Macías y Manguito, já. O el subpte, al decir: «Evidentemente nuestros adultos mayores están envejeciendo» y su jefe (anti)natural: «El vandalismo universitario […], necesita autoridad que los encarcele, que prime la libertad de cátedra sobre la razón y el orden». Imaginen aquí a Lubitsch, perplejo.

La soledad de un corredor de fondo

El mismo año de Intolerancia (1916), cuando Alemania es vencida por los aliados en Verdún y de sus salas de cine se elimina sin misericordia, por antigermana, toda la producción francesa, inglesa y gringa, el gobierno teutón decide resolver su lío cinematográfico fundando al año siguiente, 1917, la (no siempre) célebre UFA con el fin de abastecer al país de una producción propia que, de paso, le permitiera prescindir de la danesa, de la cual se consideraba una colonia. La idea fue craneada por el general Erich von Lüdendorff, ejecutada por el mariscal Paul von Hindenburg y auspiciada por el Deutsche Bank y las firmas Krupp e I. G. Farben, llamadas por el catalán Gubern «la artillería pesada de la industria alemana», no sin sorna, aunque también con estricto rigor histórico. Las mismas que, junto a la clase media, fueron la cama futura del nazismo: la del miedo a la libertad. No sobra advertir que el judío/alemán Pommer, de la Decla-Bioskop, será figura decisiva en la consolidación de la industria germana del cine pues, dice Trueba: «Si tuviésemos que reducir el expresionismo alemán a un nombre, sin duda sería el de Erich Pommer», quien antes de cumplir 40 años, había producido filmes de Wiene, Murnau, Lang, Dreyer, Dupont y Von Sternberg, entre otros: «Lo que equivale a decir que un pedazo del cine le pertenece». (1998: 123)

De la UFA y de la Decla surgió un cine tan costoso y espectacular como el de los pioneros del cine italiano (6), llevado de la mano por quien al lado de F. W. Murnau sería otro discípulo aventajado de Max Reinhardt: el mismísimo Ernst Lubitsch, quien recomendado a aquél por el actor Victor Arnold, entre 1911 y 13, comenzó su carrera como actor cómico y dos años después se hizo director de varias comedias protagonizadas por Ossi Oswalda. En 1918, la llave Lubitsch/Pola Negri creó Los ojos de la momia Ma y Carmen, esta según la novela de Mérimée, justo un años antes de que El gabinete del Dr. Caligari, de Robert Wiene y producida por Pommer, y Del amanecer a la medianoche (en algunos catálogos predecesora y no sucesora de la anterior), de Karl Heinz Martin, impusieran el estilo expresionista en la producción alemana; y un año antes de que el pintor sueco V. Eggeling realizara las primeras experiencias de cine abstracto: o absoluto, término en verdad relativo. Dos años después, con el filme Scherben (1921), del rumano Lupu Pick, se inicia en el cine alemán la corriente del Kammerspielfilm (Cine-teatro de cámara), que tiende a la supresión de rótulos/subtítulos en los filmes: corriente que afectaría al expresionismo, como lo evidencia esa obra maestra (expresionista, pero no incluida oficialmente dentro del estilo) realizada por Murnau en 1927 y titulada Sunrise o Amanecer, rodada en EEUU para la Fox, casi sin intertítulos: inefable.

Lupu Pick, ayudado por el guionista Karl Meyer e inspirado como éste en el naturalismo intimista del teatro de Reinhardt, realizó dos «tragedias cotidianas» que apuntaban a la reflexión naturalista y psicológica de seres comunes y silvestres, provenientes de la realidad inmediata: la citada Scherben y Silvestre, de 1923. Esta, narraba la patética historia del dueño de un modesto café que, víctima del egoísmo de su madre y de su esposa, se suicida en víspera del Año Nuevo, lo cual evidencia una triste verdad, antes que una eventual justificación de la misoginia: la mujer, verdugo del siempre incomprendido hombre, já: «Las mujeres no entienden», apunta con rabioso humor Caballero en Sin remedio. Scherben mostraba la tragedia de un simple guardavías, culpable del asesinato de un ingeniero ferroviario que sedujo y abandonó a su hija, mientras ésta enloquecía y su madre moría en la nieve. En todo caso, no fueron Griffith ni Lupu Pick, quienes inventaron el culebrón: siempre ha existido y en los países más sifilizados. La imbecilización colectiva ningún gobierno la desecha; al contrario, la promueve/propicia pues solo así parece estar garantizada la democracia; obvio, para la clase en el poder, jamás de, por ni para el pueblo, como se pregonaba hace siglos…

Y esto lo sabía Lubitsch, quien para contrarrestarla hacia 1919 inicia su ciclo de filmes histórico/espectacular, al que podría añadírsele el rótulo anti-x-nacionalidad: se inicia con el antifrancés Madame du Barry, una tétrica mirada a la revolución de 1789, que culmina el 14/julio con la toma de la prisión de La Bastilla; continúa con el antibritánico Ann Boleyn, de 1920, una mirada sobre la segunda mujer de Henry VIII a la que éste ordenó decapitar tras acusarla de «traición y adulterio»: bueno, los hombres son los que han cometido los peores horrores en la Historia. Para el caso, resarcidos en parte por el rock de Rick Wakeman, uno de los mayores teclistas del R&R: escúchese su disco Las seis esposas de Henry VIII. (7) Entre estos dos, realiza la comedia antigringa Die Austerprinzessin o La princesa de las ostras, ofensa que los productores de Hollywood le perdonarían solo en parte y en aras de sus propios intereses, una vez llegó a convertirse en soporte fundamental del cine alemán: productores siempre tan retaliadores como ahora lo son los políticos, que no se acostumbran a dormir sin «sus» Gemelas, sabiendo que fueron los mismos que las tumbaron: sí, las mismas Torres del World Trade Center que el cine y, en particular, David Fincher ya habían tumbado. El artista mira hacia arriba, el político apenas hacia abajo, al bolsillo: por lo mismo, no hace parte de la fábula de los tres hermanos: le basta uno para pelear con él hasta morir.

En 1922, tras rodar Die flamme o La llama, última obra hecha en Alemania, viaja a NY y luego a Hollywood, donde se encuentra con la actriz/productora Mary Pickford (la misma de la United Artists, con Chaplin, Fairbanks, Griffith y el abogado Gibbs), quien lo ha contratado para que la dirija en Rosita. Pese a la aceptación del filme, el contrato se rompe por problemas personales y, sobre todo, por diferencias ($) entre los dos. Comienza así su periplo por distintas productoras: Warner Bros, en la que hace famoso el Toque Lubitsch; luego, la Metro, de Goldwyn y Meyer; dos años después, la Paramount; de nuevo, la Metro. Al año de firmar para esta, ya en el sonoro, La viuda alegre, es decir, en 1935, y mientras los nazis lo despojan de su nacionalidad, es nombrado jefe de producción de la Paramount, cargo en el que permanece apenas un año: tal vez porque lo suyo es dirigir. Y, por qué no, burlarse de sí mismo: «A veces he hecho películas que no alcanzaban el nivel que me exijo, pero es que lo único que se puede decir de un mediocre es que toda su obra alcanza el nivel que se exige».

En 1939, de nuevo con la Metro, dirige a la Garbo en la sátira antisoviética Ninotchka: allí, a la intriga sobre las joyas de una condesa que confiscó la Revolución y que tres delegados comerciales deben vender en París, sin estorbo alguno, se suma un idilio tan anticonvencional como auténtico. De su rica e irónica colección de diálogos, cabría extraer uno que ubica muy bien al espectador frente a los sapos de toda época. En especial, a los que, en 1947, durante el reestreno de Ninotchka y en plena purga parnellista, no mccarthysta (8), pusieron el título del filme y el «tratamiento que la película daba al comunismo» como prueba de que Hollywood, y luego el mundo en 1950, 60 y…, no era dominado por «la bestia comunista»: «Las últimas purgas han sido un éxito. Hay menos rusos, pero mejores». ¿Podrá hoy el subpresidente decir lo mismo, respecto a los colombianos, no solo a campesinos, indios, negros, líderes, lideresas? Que, por contraste, el mundo sí parecía dominado por la «criatura subversiva» lo reflejan dos sesgados filmes de Hitchcock: La cortina rasgada (1966) y Topaz (1969), que pese a lo que se cree por el libro de Truffaut (9), no solo fue producida sino también dirigida por El maestro del suspenso que, al parecer, se quedó sin sucesor: incluso dentro de la reacción. En suma, Ninotchka fue tomada a su vez como reaccionaria cuando «no es más que un profético ejercicio de lucidez», señala Trueba. Como son muchos trabajos en la corta y quizás no abundante, aunque sí fructífera carrera germano/gringa de Lubitsch.

Entre 1941 y 42 Lubitsch arremete con otra sátira, esta vez antinazi, sobre unos actores en la Varsovia ocupada (1939/44) y la que tituló To Be or Not To Be o Ser o no ser, por el celebérrimo monólogo de Hamlet (Acto III, Escena I), desoladora reflexión ontológica sobre «los espasmos del amor despreciado, la tardanza de la justicia, la insolencia de los que mandan, y las patadas que recibe de los indignos el mérito paciente» (10). Así se ve que no solo a Laurence (sic) Olivier lo rondarían el príncipe de Dinamarca y los espectros de un mundo podrido. Rueda después Heaven Can Wait o El cielo puede esperar, con la Fox, una especia de filme premonitorio pues en esa época sufre un primer ataque cardiaco y solo dos años después vuelve a dirigir en Cluny Brown o El pecado de Cluny Brown. En marzo de 1947 recibe un cuasi póstumo Oscar por su trayectoria y comienza la puesta en escena de That Lady in Ermine o Esa dama del armiño: hasta aquí, ¡qué ironía!, el cielo pudo esperar. En plena filmación, Lubitsch muere de un síncope el 30/nov/1947, en Bel Air, L. Á., California. Concluía así, de forma prematura, la errancia de un corredor de fondo en soledad.

La simplicidad del filme ideal y el valor de los diálogos inteligentes

Debido a ello, su película postrera fue terminada por otro inmigrante, en el mayor país de inmigrantes hoy repelidos por un hijo de… inmigrantes, já. Se habla de su amigo el vienés Otto Preminger (1906-1986), muerto en NY. El mismo que dio una de las más soberbias definiciones del filme ideal, la que puede aplicarse a Ninotchka, Ser o no ser, El cielo puede esperar, por citar solo tres obras lubitschianas: «El filme ideal es un filme en el que no se note al director, en el que el espectador nunca sea consciente de que el director hace nada deliberadamente. Naturalmente, todo tiene que hacerlo deliberadamente -esa es la dirección. Pero, si alguna vez llegara a hacer un filme dirigido con tanta simplicidad que nunca se advirtiera un cambio de plano o un movimiento de cámara, creo que ese sería el éxito real de la dirección.» (11) Sentencia que es una lección.

Cómo no ilustrar, con un solo ejemplo esta vez, el valor de los diálogos inteligentes, es decir, humorísticos, en el cine, precisamente con el arranque de Ninotchka, en el que aparecen los tres ya citados delegados comerciales rusos, fascinados ante la puerta de un hotel parisino:

Kopalski: Camaradas, ¿para qué engañarnos? Es maravilloso.

Iránov: Seamos honestos, ¿tenemos algo así en Rusia?

Kopalski y Buljánov: No, no.

Iránov: ¿Imaginan cómo serán las camas en un hotel como este?

Kopalski: Me han dicho que, si tocas el timbre una vez, viene un criado. Si tocas dos, un camarero. ¿y sabes qué ocurre si tocas tres veces? Viene una doncella. Una doncella francesa.

Iránov: ¡Camaradas, si tocamos nueve veces…! ¡Entremos!

Buljánov: Un momento, un momento. No tengo nada contra la idea, pero sigo diciendo que vayamos al hotel Término. Moscú nos hizo las reservas allí. Estamos en una misión oficial y no tenemos derecho a cambiar las órdenes de nuestros jefes.

Iránov: ¿Dónde está tu valor, camarada Buljánov?

Kopalski: ¿Eres tú el Buljánov que luchó en las barricadas? ¡Y ahora te da miedo coger una habitación con baño!

Buljánov: No quiero ir a Siberia.

Iránov: ¡Y yo no quiero ir al hotel Término!

Buljánov: ¡Y yo no quiero ir a Siberia! ¡No! ¡No!

Iránov: Buljánov, escúchame…

Kopalski: Mira, mira, Buljánov, si Lenin viviese te diría: «Buljánov, camarada para una vez en tu vida que vas a París, no seas idiota, entra y toca tres veces».

Iránov: No diría eso. Lo que te diría es: «Buljánov, no puedes permitirte ir a un hotel barato. ¿Es que el prestigio de los bolcheviques no cuenta para ti? ¿Quieres vivir en un hotel en el que das al grifo de agua caliente y sale fría y das al de la fría y no sale nada? Vamos, Buljánov…

Buljánov: Insisto en que nuestro lugar está con el pueblo, pero ¿quién soy yo para contradecir a Lenin. Vamos allá.

Este es un diálogo de cine. Y no es literatura: son palabras puestas al servicio de la imagen. Parte de un guion que, tan pronto se filme, muere. Y hay que ver, sin entrar a calificarlo como sí lo hace Trueba, cómo lo muestra Lubitsch. Pero, debe señalarse que, en efecto, un guion no es literatura, como también advierte Tarkovski, a quien Trueba le atribuye como a Kieslowski, «un deslumbrante sentido del humor»; igual que un diálogo, en el que hay que creer para que sea efectivo, no es más que una parte del sonido, como pensaba Jean Renoir. Y del diálogo más el sonido, surge la emoción: mucho más cuando, como resultado, hay un conocimiento profundo del ser humano e imaginación, sátira e ironía, incredulidad e intuición, en fin, comprensión del mundo a través del ojo, como pensaría Goethe. Y, desde luego, saber histórico, no a partir de la historia oficial, la que siempre miente, sino de la que es fruto de la investigación, de la confrontación de fuentes, de la extrapolación sin prejuicios: la que va, siempre, en pos de la verdad, en tiempos de la impostura de las Fake News. O de la posverdad, la mentira legalizada por el Poder, para hacerla pasar por vedad irrefutable. No se olvide que fue en tiempos de Goebbels, también de Lubitsch, que surgió ese engendro mediático: «Una mentira mil veces repetida, se convierte en verdad». Hitler la convalidó. Y el imperio sionista/gringo la heredó para, con toda sutileza, jejeje, traerla hasta el día de hoy.

En efecto, Lubitsch recurre al saber histórico, para así poder mostrar el conflicto central de Ninotchka: tres comunistas descubren el modo de vida, más bien de muerte, capitalista. Con lo cual el cineasta judío/alemán se adelantó a la Perestroika, reforma o apertura, y a la Glasnost, transparencia, al borracho de Yeltsin, al único político con un mapa definido… en el rostro, Gorbachov, al acomodado de Medvedev, al ex KGB y lúcido Putin, pero, como en una comedia macabra, nadie se lo reconoce: bueno, quizás por lo que ya no está. Recuérdese que, sobre todo en política, el mundo es de los vivos: aunque para conseguir el voto, ahí sí se tiene en cuenta a los muertos; y el mundo del Poder es el del lenguaje político, definido por Orwell en su texto de 1946 La política y el lenguaje inglés así: «El lenguaje político -y, con variaciones, esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas- es construido para lograr que las mentiras parezcan verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento». (12)

Si las comedias satíricas y el cine seudo histórico de Lubitsch, fueron los detonantes que la UFA utilizó para dar a conocer la gran explosión del cine alemán, de ahí el ilimitado aporte lubitschiano, a su vez «fue la violenta irrupción de la escuela expresionista la que dio carta de nobleza a su arte cinematográfico», como señala Gubern. (13) En dichas comedias satíricas y en su cine seudo histórico, los acontecimientos políticos se explican mediante chismes, enredos y líos de faldas: y aquí debe decirse que el MinGuerra Botero no es que haya visto a Lubitsch, ni más faltaba tanta impostura cultural; otra cosa es que éste último entendía que el Poder es indesligable del erotismo (Botero mira el derrière de Ivanka Trump: si lo llega a pillar Lubitsch, hubiera hecho otra sátira antigringa titulada Ivanotchka), eufemismo por sexo, y de la sangre, eufemismo por muerte. Y también, de la tierra, eufemismo por falta de tierra, podría decir Bierce si esto apareciera en su Diccionario del diablo (14) y no en el mío, como en efecto es. Lubitsch, en suma, fue un eximio corredor cinematográfico de fondo que, debido a la magnitud de su esfuerzo y a los tropiezos hallados en el camino, entregó más temprano que tarde su corazón de celuloide como legado para las futuras generaciones, ya no solo parte de la comedia o del drama, sino del arte sin etiquetas: del cine que, como dice Herzog, no es un arte de escolares, sino de iletrados; de la cultura fílmica, que no es análisis, sino agitación de la mente; de los filmes que nacieron de los circos y de las fiestas de pueblo, no del arte ni del academicismo. Una declaración que no es, necesariamente, antiacadémica.

Ante la funesta idea de la muerte, por contraste, nada mejor que terminar con una nota alegre para referirse a la partida de Lubitsch. Nota que se debe al ingenio de Wilder (cuyo apellido no se pronuncia Uáilder sino Bilda, porque era vienés y de nombre Samuel o, si se quiere, Guillermito el Salvaje), como relata Leslie Halliwell en Filmgoer’s Companion (1965): «En el funeral de Ernst Lubitsch se encontraron William Wyler y Billy Wilder. Wyler, compungido, sentenció: ‘¡Qué pena, no más Lubitsch!’. Wilder remató diciendo: ‘Y lo peor es que no hay más películas de Lubitsch’. (15) Y lo peor aún más, se agrega, es que no las hubo. Con Lubitsch murió el director que, como Fellini o como Herzog, llevaba un circo dentro. Recuérdese, la comedia está al borde de la tragedia y viceversa. Y, por eso, contra lo que pueda pensarse, su arte no es el del humor hecho tristeza por la mierdosis, sino el de la tristeza hecha humor por la catarsis: la que brota del mágic/o/dre belleza/pasión/inteligencia.

Notas:

(1) Trueba, Fernando, 1988. Diccionario de cine. Planeta, Barcelona, 338 pp.: 77-78

(2) Con ello, Trueba se refiere a Two Much (1995) o Demasiado, comedia de equívocos basada en una novela de Donald E. Westlake.

(3) Trueba, 1988: 78.

(4) Weinberg, Hermann G. El toque Lubitsch. Paidós de Bolsillo, Barcelona, 1985, 375 pp.: 132.

(5) https://www.elespectador.com/noticias/cultura/la-general-de-buster-keaton-la-subversion-por-el-humor-articulo-882651

(6) Entre ellos los filmes de Luigi Maggi: Los últimos días de Pompeya (1908); Enrico Guazzoni: ¿Quo Vadis? (1912: primera versión; hay otra, de 1951, dirigida por Mervyn Leroy); y Giovanni Pastrone, menos conocido como Piero Fosco: Cabiria (1913).

(7) https://www.youtube.com/watch?v=x62iGoukZqQ

(8) Hueso, Ángel Luis. El cine y el siglo XX. Ariel Historia, Barcelona, 1988, 267 pp.: 111 a 114. Fue J. Parnell Thomas, quien dirigió la cacería del Comité de Actividades Antipatrióticas; Joseph McCarthy, quien cobró los dividendos políticos: aquél terminó en la misma cárcel que Dalton Trumbo, mientras McCarthy, libre y disfrutando las mieles del poder corrupto.

(9) Truffaut, François. El cine según Hitchcock. Alianza Editorial, Madrid, 1985, 375 pp.

(10) Shakespeare, William. Tragedias. RBA Editores, Barcelona, 1994, 470 pp.: 43. Hamlet: pp. 1 a 96.

(11) Perkins, V. F. El lenguaje del cine. Editorial Fundamentos, Madrid, 1976, 248 pp.: 157.

(12) Revista El malpensante N° 50, nov 1 – dic 15 de 2003: p. 102.

(13) Gubern, 1995: Tomo 1, 226.

(14) Bierce, Ambrose. Diccionario del diablo. Edimat Libros, Madrid, 1998, 170 pp.

(15) Revista El malpensante N° 38, may 1 – jun 15, 2002: p. 70.

Bibliografía:

1. Gubern, Román, 1995. Historia del Cine. Editorial Baber, Barcelona, Tomo 1 (de 3), 333 pp.

2. Oms, Marcel, 1985. Buster Keaton. Tusquets (Cuadernos ínfimos 2), Barcelona, 99 pp.

3. Perkins, V. F, 1976. El lenguaje del cine. Editorial Fundamentos, Madrid, 248 pp.

4. Tarkovski, Andrei, 2005. Esculpir en el tiempo. Rialp, Libros de Cine, Madrid, 273 pp.

5. Trueba, Fernando, 1988. Diccionario de cine. Planeta, Barcelona, 338 pp.

6. Truffaut, François, 1985. El cine según Hitchcock. Alianza Editorial (Edición def.), Madrid, 355 pp.

7. Weinberg, Hermann G. El toque Lubitsch. Paidós de Bolsillo, Barcelona, 1985, 375 pp.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, desde 2012, y columnista, desde el 23/mar/2018. Corresponsal de revista Matérika, Costa Rica. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao Eds., 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Invitado por UFES, Vitória, Brasil, al III Congreso Int. Literatura y Revolución – El estatuto (contra)colonial de la Humanidad (29-30/oct/2019). Autor, traductor y coautor, con Luis Eustáquio Soares, en Rebelión.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.