Traducido para Rebelión por Lucía Alba Martínez
He decidido hablaros de La entrevista de Federico Fellini porque, además de ser una extraordinaria lección sobre el lenguaje cinematográfico, es también una película que reflexiona sobre la relación particular que existe entre el cine y la memoria. Y dado que, en ocasión de la semana de la lengua italiana, está prevista la proyección de La meglio gioventù, una película que intenta reconstruir una parte importante de la historia italiana, y, en parte, quizás también europea; una historia en la cual yo, y creo que muchos como yo, nos hemos «reconocido», me ha parecido que el tema de la memoria, del «cómo éramos», pudiese de alguna manera ser interesante.
En teoría no debería ser necesario, pero ya que el público está formado en su mayoría por estudiantes, tal vez valga la pena decir algo sobre Federico Fellini. El nombre de Fellini esta ligado a la historia del cine como el de Leonardo da Vinci esta ligado a la historia de la pintura o el de Newton a la física. Durante su carrera de director, que terminó bastante pronto -de hecho murió en 1993 con solo 73 años – Fellini gano cinco premios oscar, además de muchos otros premios, y sus películas se convirtieron en puntos de referencia esenciales para el cine mundial. El titulo de una de sus películas mas famosas – La dolce vita – se ha trasformado en un símbolo, en un verdadero eslogan que sirve incluso para dar nombre a locales y pizzerías (aquí en Túnez existen varias que se llaman así) o que encontramos estampado sobre camisetas y jerséis. Fellini representa verdaderamente el prototipo del «trovador», uno de esos hombres que parecen, por naturaleza, transportar y encarnar historias del mundo que valen más allá del tiempo y del espacio. Era un hombre por el que, a través del lo que cuentan todos los que lo han conocido, no se podía dejar de experimentar fascinación y que conseguía encantar no solo al publico de sus películas sino también a las personas – los hombres y sobre todo las mujeres- que estaban a su alrededor. Y esto no sin una cierta desesperación de la que fue la compañera de su vida y la principal interprete femenina de sus películas, la actriz Giulietta Masina, que de todas formas siempre lo amó incondicionalmente y que, en efecto, como ocurre en las mas grandes historias de amor, no consiguió soportar la ausencia de Fellini y murió solo pocos meses después de él.
Además de haber sabido contar historias maravillosas a través de sus películas, lo que tal vez vuelve a Fellini verdaderamente insuperable es su capacidad para hacer cine hablando del cine mismo, mostrando, por lo tanto, la naturaleza del lenguaje cinematográfico, del lenguaje de las imágenes filmadas y fotografiadas, pero insistiendo también sobre la radical diferencia que existe entre cine y televisión. Este tipo de autorreflexión, el cine que retoma el cine, este juego de espejos, está presente un poco en todo Fellini, pero se acentúa en sus ultimas películas, a partir sobre todo de Prova d’orchestra del 1979. La Entrevista, de 1987, es su penúltima película y es tal vez una de las más citadas por todos los autores que se ocupan de la teoría del cine y del lenguaje cinematográfico. Podríamos decir que La Entrevista es una película narcisista: Fellini se pone en escena a sí mismo. Pero un juicio de este género sería reductivo. La historia empieza de todas formas con unas imágenes de Fellini que esta rodando una versión cinematográfica de América de Kafka y es continuamente perseguido por un equipo de periodistas japoneses que lo quieren entrevistar. Evoca de esta manera su juventud y su primera visita a Cinecittà en los años cuarenta cuando, en pleno fascismo, había ido como periodista a entrevistar a una famosa actriz. Las imágenes del pasado se mezclan con las del presente hasta que Fellini, siempre seguido por los japoneses, se encuentra a Marcello Mastroianni vestido de Mandrake que esta rodando un anuncio. Con él y con un joven periodista del equipo decide ir a ver a Anita Ekberg (recuerdo para quien no lo sepa que Mastroianni y Anita Ekberg son los actores principales de La dolce vita).
En casa de Anita, el grupo vuelve a ver, sin sonido, algunas imágenes de La dolce vita y, en particular, la famosísima escena en la cual Anita se baña en la Fontana di Trevi. Todos aplauden y Anita, profundamente emocionada, derrama alguna lágrima. El día después y en los días siguientes sigue el rodaje de America, hasta una escena en la que se oye la voz de Fellini, al megáfono y fuera de cuadro, que dice «STOP: la toma es valida». Todo parece haber acabado; la gente en el estudio se despide deseándose feliz navidad y los proyectores se apagan. Pero queda un hilo de luz, poco después se encienden los proyectores y un encargado acciona la claqueta diciendo: primera escena, toma uno. El final de la película es el principio de una nueva película y todos, incluido Fellini, eran solo extras.
Creo que llegados a este punto está claro para todos qué mezcla de cartas, qué trama de niveles consigue poner en juego esta película. La secuencia verdaderamente magistral sigue siendo de todas formas ésa en la que Marcello y Anita se ven a sí mismos. En La Entrevista, Anita interpreta a un personaje, estamos en efecto en el reino de la ficción y aun así ella no hace más que interpretarse a sí misma. Interpretándose, se vuelve a ver treinta años mas joven (esto es en efecto el tiempo que ha pasado entre La dolce vita y La entrevista); vuelve a ver discurrir su pasado como presente y haciendo esto ve, inexorablemente, el paso del tiempo; es decir, su vejez, su mortalidad. Y nosotros con ella, porque teniendo en frente, en la pantalla, a los dos Mastroianni, las dos Anitas, no podemos evitar ver este pasaje. La ficción cinematográfica de la película La entrevista (el cine es ficción por excelencia y en efecto en el lenguaje cotidiano usamos expresiones que nos lo recuerdan: en italiano: ma in che film l’hai visto – para indicar algo que no es verdad, y aun mas en francés cuando decimos: Il fait du cinema – para indicar a alguien que está fingiendo) esta ficción, decía, deja de ser una ficción, o mejor la ficción se mezcla de manera inextricable con la realidad. La dolce vita que el espectador vuelve a ver junto a los actores existió de verdad, es algo que proviene de un pasado real, es la memoria absolutamente cierta de lo que fue, y las lagrimas de Anita, que llora su juventud, se vuelven inmediatamente las lagrimas de cada espectador, se vuelven la conciencia de que el transcurso de esas imágenes equivale al transcurso trágico e inexorable de la vida. Sin embargo, lo que produce este efecto absoluto de realidad es el hecho de que cada espectador sabe que se encuentra a fin de cuentas frente a una representación cinematográfica y la maestría de Fellini estriba precisamente en su talento para mostrarnos que, aunque entre realidad y ficción no haya nunca una separación neta, es con todo necesario poder establecer la diferencia. Una diferencia que es siempre posible en el caso del cine y por el contrario, como veremos ahora, es prácticamente imposible cuando se trata de la televisión.
Pero en estas pocas secuencias Fellini nos muestra también muchas otras cosas. Nos explica, por ejemplo, un aspecto fundamental del lenguaje fotográfico y cinematográfico. Algo que, por otra parte, ya había intuido Pirandello cuando el cine era todavía mudo, y es el hecho de que, con la cinematografía, el interprete de una película vive la imagen de sí mismo que le presenta la cámara con un sentimiento de extrañeza, un sentimiento parecido al que siente cada uno de nosotros cuando observa la propia imagen en el espejo. Pero el hecho verdaderamente nuevo y desconcertante, observaba Pirandello, es que con el cine esta imagen se ha vuelto transportable. Que es transportable significa, evidentemente, que puede viajar en el espacio y en el tiempo. Es justo esta transportabilidad de las imágenes la que Fellini usa para mostrarnos que el tiempo pasa, no solo para Anita, sino también para nosotros. La absoluta certeza del paso del tiempo que los espectadores experimentamos deriva del hecho de que estas imágenes son imágenes fotografiadas, realmente grabadas. Y la fotografía consiste en darnos esa certeza. Como Roland Barthes decía en La cámara lúcida, un texto esplendido dedicado precisamente a la naturaleza de la imagen fotográfica, cada foto es la fijación de un futuro anterior. Os cito un breve pasaje: «Delante de la foto de mi madre de niña, escribe Barthes, me digo: ella morirá. No puedo evitar temblar a la idea de una catástrofe que ya ha ocurrido. Que el objeto de la foto haya muerto o no, poco importa. Toda fotografía expresa esta catástrofe». Lo que Barthes quiere decir es que cada imagen cuenta un futuro anterior en el que la muerte es la verdadera protagonista. El futuro anterior del que habla Barthes son las lágrimas de Anita: en una sola imagen Fellini consigue expresar todo esto.
A diferencia de la imagen contenida en un cuadro, respecto de la cual sabemos que la realidad representada es – siempre – una realidad interpretada, con una foto se produce un efecto de realidad que nos hace decir: así fue verdaderamente y no será nunca más. Y nos hace decir esto porque sabemos que la imagen de la foto corresponde, por fuerza (en realidad sería mejor decir correspondía, porque hoy, con el digital y la técnica de manipulación el discurso se complica enormemente) a un objeto real colocado frente al objetivo. Con la fotografía vuelvo a ver el pasado, puedo volver a ver mi propia cara cuando tenía 10 años: el pasado vuelve como presente. A través de un proceso técnico-químico, y hoy- con el digital- también matemático, se produce una fijación de la luz que permite la repetición exacta del pasado. Fellini usa con una extraordinaria maestría esta especificidad de la imagen fotográfica y si en las lenguas naturales la vuelta a lo que precede está asegurada por lo que en el análisis del discurso llamamos anáfora (entendida como figura retórica consistente en la pura repetición del mismo termino o del mismo verso, o como esa función gramatical de los pronombres que permite volver a partes precedentes del discurso evitando la repetición), en el lenguaje de las imágenes fotográficas es la presentación misma de la imagen la que asegura este regreso, esta repetición del pasado.
Pero el cine, aparte de ser un desarrollo técnico de la fotografía y de absorber la especificidad de su lenguaje, tiene otra característica. Es un proceso en movimiento y las imágenes se suceden en secuencias temporales. Una película es, en este sentido, un objeto bastante mas parecido a la música y a la televisión que a un cuadro, a un libro o hasta a una foto. Mientras estos últimos son objetos estáticos, una película, la música o la televisión son objetos que contienen en sí el principio de su movimiento. El movimiento necesario para hacer «hablar» a un cuadro, una foto o un libro depende de nosotros y si yo paro de pasar las paginas de un libro, un libro se vuelve un objeto muerto. Una película, la música o la televisión continúan avanzando, discurriendo, y el ritmo de su discurrir coincide con el ritmo del discurrir de la conciencia y es por esto que podemos definir estos objetos como «objetos temporales». Mirando una película, las imágenes de de la ficción nos llegan como instantes de la vida real, de un movimiento en el que el presente de un personaje deriva de la fusión entre los instantes inmediatamente pasados con los inmediatamente futuros. También en este caso, Fellini explota magistralmente esta característica del lenguaje cinematográfico y a través de Anita, que en su presente de personaje de la película La entrevista observa, en el mismo instante, su pasado de actriz de la película La dolce vita, consigue romper la ficción en el acto mismo de mostrárnosla. Consigue mostrarnos el movimiento en cuanto tal, el movimiento que funde el pasado al presente y al futuro y es por esta razón que la escena nos resulta tan estremecedora y perturbadora.
Llegados a este punto me gustaría volver un momento a lo que decíamos antes. Al hecho de que unos objetos, objetos a los que podemos genéricamente llamar objetos culturales, como la música, una película, la televisión, son objetos que contienen en sí el principio de su movimiento. Este hecho nos ayuda a entender la razón por la cual, normalmente, es bastante más fácil, bastante menos exigente, ver la televisión o escuchar música que, por el contrario, leer un libro. Pero intentemos entender en qué consiste la diferencia entre cine y televisión y por qué, como decía antes, con la televisión es mucho más difícil, si no imposible, distinguir entre realidad y ficción.
La primera diferencia que podemos indicar, subrayada en los años 60′ por el canadiense Marshall McLuhan, uno de los primeros que analizaron la profunda transformación sufrida por nuestro imaginario y la esfera simbólica bajo la presión de los nuevos media y en particular como consecuencia del nacimiento de objetos culturales grabados y producidos industrialmente, es que en el cine -un espacio físico, además- nosotros recibimos la luz, y por lo tanto las imágenes, por la espalda, mientras que en la televisión la recibimos de frente. Esta diferencia, que tenía en efecto consecuencias importantes para nuestra percepción, hoy sin embargo cuenta poco. Al cine en efecto vamos cada vez menos y las películas las vemos cada vez más en la televisión. Decimos por tanto que la televisión es un gran contenedor que absorbe, en gran medida, el cine. La televisión es en efecto un electrodoméstico, el más importante de la casa, el que da luz y también calor; de hecho ha sustituido al fuego o la chimenea de las sociedades mas antiguas y es, como el fuego, un gran catalizador de nuestra mirada: cuando está encendida es prácticamente imposible no mirarla. Por lo tanto es mas correcto hablar no tanto de diferencia entre cine y televisión, sino entre película y televisión. Podemos empezar por decir que mientras una película esta siempre en diferido, la vemos después de haber sido rodada, la televisión esta en cambio siempre en directo, en tiempo real. Otra diferencia es que mientras una película es un horizonte semántico cerrado, es una historia que tiene un principio y un fin, la televisión es un horizonte semántico abierto, que no termina nunca.
Pero la cosa mas importante, la que tiene una relación directa con la lección de Fellini, es que mientras que en el cine, frente a una película, nosotros sabemos instintivamente que se trata de una ficción, de una producción; mientras que aquí sabemos que los actores están interpretando un papel (no es una casualidad que el francés utilice el verbo «jugar»: les acteurs jouent), con la televisión perdemos esta conciencia, nos olvidamos de que aquí también se trata siempre y en cualquier caso de ficción. Nos olvidamos por diferentes motivos. En primer lugar porque todo ocurre en directo y después porque los personajes que aparecen, los distintos presentadores, los Bruno Vespa, los Pippo Baudo o los Bonolis de la televisión italiana, los Nagui, los Arthur, los Michel Druker de la televisión francesa, nosotros los percibimos como personajes verdaderos, olvidándonos del hecho de que están siempre y en cualquier caso «jugando», están interpretando un papel. Podemos ahorrarnos, por redundantes y obvios, los análisis sobre los diferentes reality-show del tipo Operación Triunfo o La Isla de los famosos.
La televisión es, como una película, un objeto en movimiento, un objeto que discurre, y que discurre al ritmo de nuestras conciencias. La cultura que esto implica es una cultura del flujo en la cual parece casi imposible pararse, hacer una pausa de imagen. Fellini nos dice: tengamos cuidado. Tengamos cuidado porque pararse es necesario, así como es necesario poder distinguir entre realidad y ficción. En esta película que es La entrevista, Fellini nos enseña que el cine, en el fondo, siempre ha sido televisión y que sufría los efectos ya en la época en que el Duce fundaba Cinecittà. Fellini nos muestra que la vida, cada vida, es cine y que puede haber una manera cinematográfica espontánea y peligrosa, la que tiende hacia una televisión sólo pasiva y receptiva, pero que también hay una manera critica de hacer cine. Fellini nos muestra que en nuestra realidad del flujo de las imágenes está la posibilidad de dejarnos transportar estúpidamente por la ilusión regresiva de la espontaneidad irreflexiva (la televisión de Berlusconi por ejemplo), pero que existe la posibilidad de hacer cine reflexionando sobre el flujo, interrumpiendo el flujo, para mostrar que el flujo nunca es completamente espontáneo, completamente verdadero, sino que siempre es producido, es siempre ficción y que es necesario siempre poder preguntarse donde está la diferencia entre ficción y realidad .
Las películas de Fellini, y La entrevista de manera particular, son como interruptores que apagan el flujo, che despiertan nuestras conciencias y que interrumpen el movimiento. En los últimos años de su vida, Fellini se había vuelto bastante pesimista sobre la posibilidad de seguir cumpliendo este deber de interruptor del flujo, a través de la creación de historias, y esto le provocaba una profunda amargura y sufrimiento. Su amargura es también la mía, y espero que sea, por lo menos un poco, también la vuestra, porque creo que solo el hecho de sentir esta amargura es ya una manera de interrumpir el flujo, es una señal del deseo, diría casi de la necesidad, de distinguir entre ficción y realidad, entre verdad y falsedad, con todas las complejidades y las ambigüedades que esta distinción comporta.