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El equipo de Bush en Irak

Cobardía moral practicada por expertos

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

En casi todas partes, fuera de Washington y Londres oficiales, se reconoce que Irak y Afganistán se han ido al quinto infierno, sobre todo por la pésima planificación del Pentágono de Rumsfeld, Wolfowitz y Feith, un arrogante trío de imbéciles cuya cuota combinada de sentido común apenas alcanza a llenar una cáscara de maní. Su incompetencia es casi igualada por la de su antiguo representante en Bagdad, L Paul Bremer, maestro en su increíble habilidad para tomar decisiones que eran exactamente lo contrario de lo necesario para restaurar alguna forma de orden en el país.

El ejército de EE.UU. debe aceptar su parte de la culpa, porque después de derrotar a un enemigo desorganizado e inefectivo, ordenó arrestar a cientos de personas ‘buscadas’, una tarea para la que evidentemente no estaba preparado. Realizó su tarea de manera brutal y provocadora, tratando a la población civil como si se tratara de enemigos en el campo de batalla, donde la regla es el uso de la máxima fuerza. Por sus tácticas de chocar, golpear y destruir, y de amenazar en plena noche a familias transidas de miedo en sus dormitorios, perdió el apoyo hasta de los más fervientes enemigos de Sadam y partidarios de EE.UU. Su actitud exultante y llena de arrogancia fue ridícula, pero eso es lo que les habían enseñado a los soldados.. Sus violaciones de la cultura, las costumbres y la religión eran de esperar, porque los soldados no tenían la menor idea de cómo comportarse en el papel de mantenedores del orden, especialmente en un país habitado por gente cuya historia y valores no sólo eran complejos sino totalmente diferentes de todo lo que les era familiar. No hubo intención por parte de sus superiores, de uniforme o civiles, del Pentágono o afuera, de darles instrucción e información sobre un país cuyas antiguas costumbres y tradiciones nacionales fueron groseramente y, como resultó posteriormente, peligrosamente pisoteadas en el marasmo de la conquista.

El objetivo de Bush era destruir a Sadam Husein. Él y sus belicosos subalternos imaginaron que después de lograr ese objetivo todo Irak y, por cierto, el mundo entero, colmarían su nombre de bendiciones, y que Estados Unidos sería considerado el benevolente protector de la justicia para todo el globo. No importaba, en la Cruzada de Bush, conjurada por el puñado de charlatanes que lo rodean, que hubiera innumerables miles de personas totalmente inocentes que sufrirían terriblemente por su demencia. No cayeron en la cuenta, ni él ni ninguno de los de su círculo de fanáticos belicistas, que los ciudadanos de un país que había sido humillado por el invasor objetarían a la exultación y a la brutalidad de parte de los héroes conquistadores. Por malo que haya sido el antiguo dictador, Sadam Husein era iraquí. La mayoría de sus compatriotas lo odiaba; pero las acciones del jubiloso vencedor al reemplazarlo por un pillo igual de malvado para que los gobernara fueron la última gota en la humillación nacional.

A la gente de Bush le faltó la fibra moral para permitir elecciones, porque pensaron que los resultados no les gustarían, y no tiene sentido argumentar que no existían los mecanismos necesarios para elecciones, porque existían registros exhaustivos de todos los ciudadanos, como siempre existen en un estado policial. Y había habido una elección en Irak sólo un año antes de la invasión; había sido trucada, por cierto, pero lo importante es que existía todo lo necesario para realizar una elección democrática. Si la administración Bush no hubiera temido su resultado, Irak tendría ahora un gobierno legal.

Aunque fue en gran parte la conducta anormal y bárbara del ejército de EE.UU. lo que condujo a miles de jóvenes iraquíes a alzarse en armas contra los ocupantes de su país y a rebelarse contra los burócratas nombrados por los conquistadores, la responsabilidad por el actual desastre debe ser compartido por el insensato Bremer y sus amos que se negaron a permitir que, después de la invasión, la mayoría de los iraquíes fuera empleada en el transporte, la construcción, la defensa y las tareas comunitarias civiles. Las legiones de jóvenes desocupados, muchos de ellos antiguos funcionarios públicos, empleados de los servicios públicos, policías y militares que no debían lealtad a Sadam Husein, hubiesen estado felices de trabajar para las fuerzas de ocupación si se les hubiera dado la oportunidad. La mayor parte fue clasificada como de poca confianza y por lo tanto inempleables. Luego vieron la masiva importación de decenas de miles de trabajadores de poca calidad, poco calificados, pero con enormes salarios, de todas partes del mundo, lo que aumentó su sentido de humillación y frustración.

La adjudicación de lucrativos contratos sobre todo a firmas de EE.UU., especialmente a Halliburton cuyos empleados realizaron una gran estafa por millones de dólares, fue otra bofetada en la cara de los iraquíes de a pie. No se trata de salvajes ignorantes, y saben muy bien lo que sucede en su propio país por gentileza de las intrigas de los conquistadores. Saben demasiado bien que Cheney está asociado con Halliburton, y no les interesa el espectáculo apologético de los funcionarios en Washington sobre esa relación.

Que Cheney reciba cientos de miles de dólares al año de Halliburton, pero que de algún modo misterioso no esté asociado con Halliburton, no convence a nadie en el centro de Bagdad, y en realidad, tampoco en el resto del mundo. Los iraquíes comprenden que han sufrido un engaño humillante, y que el vicepresidente de Estados Unidos está personalmente implicado en su degradación. Lo mejor que el multimillonario Cheney podría haber hecho por su país hubiera sido decir que no tocaría el millón de dólares de Halliburton. («Las declaraciones financieras de Cheney ante la Oficina de Ética Gubernamental mencionaron 205.298 dólares en pagos de salarios diferidos hechos por Halliburton a su favor en 2001 y otros 162.393 en 2002. Las declaraciones indicaron que iba a recibir más pagos en 2003, 2004 y 2005».) Más bien debería haber anunciado que renunciaría a los pagos en función del interés de su honor personal y de la dignidad de EE.UU. No necesita el dinero, después de todo, puesto que ya es un hombre muy acaudalado. Pero también es un obstinado, sombrío, asqueroso de muy mal carácter, para quien la noción misma de renunciar a una posición moralmente indefendible suena a rendición personal en lugar de ser una decisión pragmática y honorable. En esto resume todos los valores y actitudes de la administración Bush en su totalidad, hasta el propio núcleo putrefacto de su cobardía moral básica.

La guerra Bush-Blair contra Irak fue ilegal a innecesaria, pero su subyugación violenta y su brutal ocupación de una nación soberana han sido catastróficas en sus efectos a largo plazo. Ha sido marcada por una serie de errores hechos por tontos de capirote que no escucharon los sabios consejos dados por el Departamento de Estado y el Foreign Office británico, cuyos expertos fueron tratados con sospechas y desdeño por sus propios gobiernos, a diferencia de los delincuentes iraquíes expatriados que ahora han sido desacreditados como estafadores mentirosos y en los casos más destacados como provocadores deliberados de la guerra.

Estos repugnantes embaucadores, algunos de los cuales fueron mentirosos patológicos, recibieron vastas sumas de dinero de la administración de EE.UU. (hablemos claro: del contribuyente de EE.UU.) para que presentaran sus cuentos sobre las Armas de Destrucción Masiva inexistentes a los vándalos de los sillones en la Casa Blanca y en Downing Street, ansiosos de creer sus fantasías. Los gobiernos en Moscú, París y Berlín no creyeron ni una palabra de todas esas porquerías. Tenían razón, y el que se equivocaba era el Washington de Bush; y por eso el círculo alrededor de Bush no los perdonará jamás. La cobardía moral evidente en esta actitud es tan impresionante como despreciable, porque revela el profundo afán de venganza que domina toda la política exterior de Bush, Cheney y Rumsfeld. (Olvidemos a Powell; no contribuye a la política exterior ni ejerce influencia sobre la Casa Blanca. Sólo una lealtad depositada en quien no lo merece le impide renunciar después de una serie de incidentes profundamente humillantes en los que ha sido marginado e ignorado.) Pero el mundo, a excepción de los gobiernos de Gran Bretaña, Italia y Australia y unos pocos oportunistas, sabe ahora exactamente qué esperar de la administración Bush: artería, deslealtad, engaños y cobardía moral. La noción de un EE.UU. dirigido por Bush y capaz de ser moralmente valeroso en su política exterior es descartada como absurda por la mayoría de los países, para los cuales Bush y su gente han demostrado, una y otra vez, que prefieren la confrontación al coloquio, y que su palabra no vale un centavo.

La cobardía moral es evidente en la información oficial, endosada por Washington, sobre las muertes y víctimas en Irán y Afganistán. Cuando dos soldados polacos fueron matados y cinco heridos el jueves, su cuartel general publicó una descripción detallada de lo que había sucedido, y los periódicos del país cubrieron la acción en detalle. Cuando un marine de EE.UU. murió el mismo día, lo que se publicó fue: «Un marine de EE.UU. fue matado en acción en la ciudad sureña de Nayaf, centro de una insurrección que dura quince días, dirigida por el clérigo radical chií Múqtada al Sáder, dijeron los militares de EE.UU. el jueves. El marine, asignado a la Primera Fuerza Expedicionaria de Marines, fue matado el miércoles mientras realizaba operaciones de seguridad y estabilidad, señaló una declaración».

Este lacónico comunicado fue un epitafio público de una banalidad insultante para un miembro de las fuerzas armadas de EE.UU. Se podría pensar que merecía un poco más que eso, porque, después de todo, hace sólo hace cerca de un año las fuerzas armadas y la Casa Blanca estaban ansiosos de suministrar numerosos detalles sobre las operaciones en Irak y sería razonable que el mundo supiera exactamente lo que le sucedió. El público estadounidense, en realidad, tiene derecho a saber en qué circunstancias un marine estadounidense sacrificó su vida para… Bueno ¿para qué, exactamente?

Ése es el problema, los niños prodigio de Bush, obsesionados por la guerra, no quieren revelar detalles sobre la muerte de los soldados porque los ciudadanos de EE.UU. podrían comenzar a preocuparse por lo que sucede en Irak, y preguntarían por qué están muriendo tantos ciudadanos de EE.UU. En el caso, poco probable, de que un destacado periódico o canal de televisión obtuviera detalles sobre cómo murió ese marine, lo difundirían como una historia importante (con la excepción de Fox, por supuesto). Pero no saben (¿o no quieren saber?) lo que está sucediendo y, por ello, tampoco lo sabe el público estadounidense, porque es tan seguro como que dos y dos son cuatro que la administración no lo va a informar.

El marine anónimo murió como si nunca hubiera vivido. Lo llora su familia, sus compañeros, y sus amigos en su ciudad natal. Pero incluso si publican su nombre, después de haber informado a su familia (ese temido golpe en la puerta por un uniformado…) el resto de EE.UU. no sabrá por qué y cómo murió. Especialmente no sabrá por qué.

Es política oficial del Pentágono que se dé sólo la notificación más breve sobre las muertes de EE.UU. en Irak, y los episodios de horribles heridas son cubiertos exactamente de la misma manera. No es porque la publicación de las circunstancias en las que los soldados mueren, quedan ciegos o pierden una pierna, o son emasculados, pueda ofender a sus compañeros o a su país. El motivo para los escuetos comunicados de prensa es bastante simple: la administración Bush no quiere que historias sobre los marines lleguen a los titulares. Los británicos, por supuesto, no aceptarían este tipo de inmundicia. Cuando muere un soldado británico, la prensa sensacionalista agarra la historia antes de que se escuche su último latido, de un modo sensiblero, lacrimógeno y al estilo-Diana, en la forma que puede ser esperada de periódicos que prosperan por su inmundo sensacionalismo. Pero por lo menos el público británico recibe los detalles de cómo mueren sus soldados, y no los mantienen en secreto utilizando frases de relaciones públicas impúdicamente condescendientes como: «el marine, asignado a la Primera Fuerza Expedicionaria de Marines, fue matado el miércoles mientras realizaba operaciones de seguridad y estabilidad».

Bush y el resto de los guerreros de Washington no quieren que EE.UU. conozca los detalles, porque tendrían que responder a preguntas de por qué mueren estos muchachos. Carecen del coraje moral necesario para admitir que las muertes son fútiles, tal como toda su guerra fue fútil.

Sería ciertamente poco agradable si se dijera algo como:

«Un soldado estadounidense grita mientras los enfermeros lo suben a un helicóptero sobre una camilla, su cara deformada por el dolor causado por heridas de metralla en su brazo y su cabeza. Las rugientes palas del rotor del helicóptero ahogan los gritos del joven mientras el Blackhawk remonta rápidamente, pasando tan cerca de los techos planos del centro de Bagdad que parecería que sus ruedas los van a tocar, mientras va a toda velocidad hacia el hospital. Para los enfermeros estadounidenses que vuelan a rescatar a los heridos, un resurgimiento de los combates en Irak desde el 5 de agosto ha destruido semanas de relativa calma en su base. Trabajando día y noche, los equipos han triplicado sus misiones desde que estallaron los enfrentamientos entre fuerzas de EE.UU. y milicias leales al clérigo Múqtada al Sáder en Bagdad y Nayaf. Este incremento de la actividad no sólo refleja un considerable aumento del número de víctimas de EE.UU., sino que también da una idea del costo en vidas y heridas para los hombres que participan en los combates. «No es como en las películas», dijo el mayor Christopher Knapp, de 40 años, piloto y comandante de la 45 Compañía Médica basada en Taji, al norte de Bagdad. «Hay cuerpos desgarrados, sangre por todas partes. No hay forma de describirlo, es simplemente horripilante», dijo el martes en la base que alberga los helicópteros de transporte Blackhawk y los artillados Apache. Los soldados de EE.UU. tienen por lo menos la seguridad de que serán llevados a toda prisa a cirujanos en Irak, o si es necesario a bases de EE.UU. en Alemania. Para los iraquíes heridos, las instalaciones médicas son a menudo improvisadas, en el mejor de los casos. Mientras el helicóptero se dirigía al hospital militar de EE.UU. en Bagdad, un enfermero con un voluminoso casco y visor de piloto buscaba la muñeca del soldado herido para tomarle el pulso. No había. Al parecer la explosión de una bomba al borde de la ruta le cortó una arteria, drenando la vida del brazo del hombre, envuelto por sus compañeros en vendas manchadas con sangre seca. En la camilla a su lado yace un iraquí que había trabajado con el soldado como traductor, sus rodillas vendadas para cubrir heridas de metralla menos graves… » Etcétera.

Horrible, ¿no es verdad? ¿Pero dice usted que no vio ese informe el 12 de agosto? No me sorprende, porque fue de Reuters, y lo publicó Al-Yazira y el Jordan Times, y nadie más.

No puede sorprender que el nuevo dictador de Irak, ese mega-bruto ensangrentado, Alaui, haya clausurado la oficina de Al-Yazira. Los corresponsales de Reuters producen informes excelentes, sin duda absolutamente extraordinarios, pero igual podrían estar gritándole al viento, porque descripciones como la mencionada son definitivamente incómodas y no llegarán a las publicaciones dominantes en EE.UU. Como comparación, lo que dice el Washington Post del 6 de agosto: «Desde el comienzo de julio, la ciudad de Bagdad, gracias a una subvención de la Agencia de Desarrollo Internacional de EE.UU. (USAID, por sus siglas en inglés) ha gastado 12 millones de dólares retirando la basura. El programa tiene dos objetivos: limpiar la ciudad y crear puestos de trabajo para los desocupados». Sensacional, ¿verdad?

Y luego el New York Times del mismo día, con un ángulo diferente desde un helicóptero, describe un caso de evacuación sin tanta sangre: «Pero desde el aire, también, de forma más descarnada que desde tierra, existe también el nuevo mundo de Irak después de Husein, un mundo donde casi cada techo tiene una antena parabólica de televisión satelital, prohibida por el dictador derrocado, excepto para sus acólitos, donde mercados que antes estaban casi desiertos por falta de poder adquisitivo están ahora repletos desde temprano hasta tarde; donde casi cada espacio abierto, al caer la tarde, está lleno de hombres y muchachos que jugando fútbol pick-up. «Ahí abajo, ahora mismo, ése es el nuevo Irak», dijo el capitán Roderick P. Stout, de 28 años, de Gainesville, Florida, que comandaba el vuelo que llevó al soldado de Abu Ghraib al hospital Ibn Sina. ‘Ahí están jugando, ahí están comprando. Así está bien'».

Pero lo que pasó en realidad ese día fue: «El soldado de primera clase Larry L. Wells, de 22 años, proveniente de Mount Hermon, Louisiana, también murió el viernes 6 de agosto en la provincia An Nayal en Irak. Estaba asignado a la Unidad de Equipo de Desembarco de Batallón 1/4. I Fuerza Expedicionaria de Marine, Campo Pendleton, California». Y, como informó Associated Press, (al mismo nivel que Reuters; esa gente es buena): «Asaltantes y milicianos leales al clérigo chií Múqtada al Sáder hirieron a 15 soldados estadounidenses en cuatro ataques distintos en Bagdad, dijo el comando de EE.UU. el viernes. Los ataques tuvieron lugar durante un período de seis horas, tarde el jueves, dijeron los militares, mientras los combates se desarrollaban separadamente con la milicia del Ejército Mehdi de al-Sáder en la sagrada ciudad chií de Nayaf, al sur de la capital. Los militares habían informado anteriormente que siete soldados de EE.UU. fueron heridos en violencias en Bagdad el jueves… «

El lugar es un infierno (Afganistán también lo es, y no nos dicen casi nada sobre el atolladero que existe en aquel lugar.), y soldados de EE.UU. son mutilados y asesinados todos los días. Pero a menos que busque en Reuters, AP y Al-Yazira el público estadounidense no puede saber lo que está sucediendo, y eso le conviene maravillosamente a Bush y a sus armígeros. La verdad le duele a la gente. Lo trágico es que no les duele tanto como a los que sufren de «cuerpos desgarrados, sangre por todas partes. No hay forma de describirlo, es simplemente horripilante». Pero es ciertamente una forma de describir la política de Bush de engañar al público estadounidense y del mundo: cobardía moral descarada. Y eso también es horripilante.



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Brian Cloughley escribe sobre temas militares y políticos. Su sitio en la red es: www.briancloughley.com



http://www.counterpunch.org/cloughley08212004.html