Jura que les rogó a sus captores no la violaran. Que les aseguró era una buena mujer, como una hermana para ellos -la misma etnia: la misma sangre, ¿no?-. No sabía que un iraquí pudiera hacerle esto a otro, dice que les dijo, para conjurar el hecho, algo que no consiguió. «Uno de los agentes […]
Jura que les rogó a sus captores no la violaran. Que les aseguró era una buena mujer, como una hermana para ellos -la misma etnia: la misma sangre, ¿no?-. No sabía que un iraquí pudiera hacerle esto a otro, dice que les dijo, para conjurar el hecho, algo que no consiguió.
«Uno de los agentes me tapó la boca con la mano para que nadie me escuchara fuera de la habitación; me violaron uno tras otro», es el terrible testimonio -más terrible aún por la descarnada manera de brindarlo- de Sabrine al Janabi, de 20 años, arrancada por la fuerza de la casa que habita con su esposo, en Haial Amil, meridional zona de Bagdad, y llevada a una estación de policía, en la que fue acusada de preparar alimentos para miembros de la resistencia a los invasores gringos.
Pero suponiendo que el primer ministro del gobierno cipayo, Nuri al Maliki, tuviera razón al declarar que, según la evidencia médica, los agentes eran inocentes; incluso suponiendo alucinación o mentira premeditada la afirmación, por una enfermera, de que Janabi sí presentaba signos de agresión sexual y otros maltratos físicos, el hecho incontrovertible es que los casos de violación cometidos, indistintamente, por los uniformados iraquíes y sus indudables maestros, los yanquis, se han disparado raudos desde que comenzaron a conocerse, en los días inaugurales de la ocupación, el año 2003.
Por supuesto, muchos han trascendido a despecho de las autoridades y de la mayoría de las perjudicadas, que se abstienen de denunciarlos por temor al escarnio público, como nos recuerdan los colegas Dahr Jamail y Alí al Fadhily (agencia de prensa IPS), desde la capital de Iraq. Pánico más bien, porque la musulmana que admita haber sido mancillada arrostra el peligro de perecer, asesinada por sus propios parientes -¿justos por pecadores?-, o por los del agresor, en son de «restauradores del honor familiar».
Digamos en descargo de los chiitas -Janabi es una sunita puede que al servicio de una resistencia todavía con predominio sunita; los más entre los policías son chiitas- que parte de las organizaciones opositoras al gobierno impuesto por Washington que exigen una investigación imparcial pertenecen a esta rama del islam. Chiitas, sí.
Y es lógico. Más allá de fronteras teológicas, de diferentes interpretaciones de pasajes sagrados o de la tradición, la indignación anida y medra en la sociedad iraquí casi en pleno desde el escándalo de abuso sexual y de torturas de otra índole que estalló en la prisión capitalina de Abu Ghraib.
Al parecer, la mujer musulmana se despereza y se sacude el temor, verdad que con timidez, con entendible timidez, y reclama justicia con fuerza progresiva desde que, el pasado 19 de febrero Janabi la valerosa diera el paso inicial. E iniciático. Tres días bastaron para que otra sunita, de 50 años, acusara a cuatro miembros del ejército «nacional» de intentar violentarla a ella y a sus dos hijas. Otros casos han salido a la luz meridiana de la vetusta Mesopotamia. El ejemplo cunde.
Así como cunden la rabia y el escepticismo, de brazos por aquellas ardientes planicies. Al comentar a IPS la condena a cien años de cárcel impuesta, el 23 de febrero, al sargento Paul E. Cortez por la violación de Abeer al Janabi, de 14 años, en las cercanías de Mahmudiya, al sur de Bagdad, y el posterior asesinato a sangre fría de ella y de sus padres, cuyos cadáveres fueron quemados para borrar huellas indiscretas, el director de una escuela de la septentrional ciudad de Mosul, Ahmed Mukhtar, se encogió de hombros para, en apariencia impertérrito, aseverar que «los soldados estadounidenses lo hicieron más de mil veces y se salieron con la suya. Condenaron al soldado que violó y mató a Abeer a cien años, pero los iraquíes no somos tontos y sabemos que obtendrá la libertad condicional (la sentencia incluye esta posibilidad dentro de un decenio) antes de lo que él mismo cree».
Solo que el estado de cosas podría cambiar de modo radical. Cada vez más mujeres podrían seguir la estela labrada por Sabrine al Janabi, y, contra prejuicios y aprensiones, proclamar: «yo fui violada». No hay que ser profeta para vislumbrar en lontananza, como vigía en su atalaya. No en balde nuestras fuentes subrayan que «lo peculiar no fue la violación cometida por uniformados, un fenómeno creciente desde la ocupación, sino la imputación pública de los agresores en un país donde ni siquiera es usual la denuncia penal de estos casos».
No importa que la oficina del premier se haya apurado en calificar de mentirosa a la victima, y que, arrogante ante el pedido de pesquisa, recomendara a la policía felicitar a los victimarios. El grito público de Sabrine viene a apoyar las más novedosas tácticas de la resistencia.
Resistencia que acaba de anunciar «un castigo adecuado» para policías y soldados participantes en violaciones, a la manera de los más rudos de sus maestros. De los «cowboys» enviados por Washington.