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Conservar el centro

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Como un yogui enojón, Alberto Fernández puede irritarse y pasarse de rosca pero rápidamente recupera su centro. Desde su designación como candidato, toda su campaña se orientó en el mismo sentido de lograr la unidad del peronismo y dejar atrás la etapa de la grieta, tarea entendida no como la búsqueda de un promedio reactivo […]

Como un yogui enojón, Alberto Fernández puede irritarse y pasarse de rosca pero rápidamente recupera su centro. Desde su designación como candidato, toda su campaña se orientó en el mismo sentido de lograr la unidad del peronismo y dejar atrás la etapa de la grieta, tarea entendida no como la búsqueda de un promedio reactivo a los dos polos sino como la inauguración de un nuevo tiempo político. El centro de Alberto no es macrismo más kirchnerismo dividido dos, sino la construcción de un nuevo eje a partir de un programa (reactivación económica, protección social, regeneración de la justicia), un método (pacto social, mesas sectoriales) y un estilo (explicar, explicar, explicar). Las evocaciones explícitas a Raúl Alfonsín, la figura que eligió para abrir y cerrar su discurso de asunción, refuerzan esta idea: podría haber apelado a Perón o Cristina pero eligió a ese santo laico en que se ha convertido el ex presidente radical, y al hacerlo puso un pie en tierra nueva.

Es lógico: Alberto no puede permitirse establecer una división funcional según la cual le ceda la totalidad de la invocación simbólica al kirchnerismo mientras él se dedica simplemente a gestionar el Estado, porque en ese caso se quedaría solo con lo más difícil, con el conflicto, la escasez y la crisis. Por eso, sin estridencias pero decidido, trabaja en la consolidación de su gobierno y su liderazgo: los integrantes del gabinete, de un progresismo casi frepasista, se destacan también por sus antecedentes en materia de manejo de los recursos estatales -incluso, o sobre todo, aquellos que ocuparon cargos de alta responsabilidad pública: Felipe Solá, Ginés González García, Gabriel Katopodis y, por supuesto, Gustavo Beliz-. Alberto no quiere o no puede hablar de corrupción pero es evidente que la selección de sus funcionarios estuvo guiada también por este criterio.

El primer paso concreto de su gobierno, la megaley de emergencia económica y social, confirma su intención de avanzar por el difícil camino de aumentar impuestos sobre los sectores más privilegiados (retenciones, bienes personales, turismo en dólares), compensar a los más desfavorecidos (bonos, tarjeta alimentaria) y reservarse para sí un amplio margen de discrecionalidad (suspensión de la fórmula de ajuste previsional). Mejorar la vida de los más postergados sin recurrir al déficit ni a la emisión como condición para avanzar en una negociación rápida con el FMI.

La pregunta es si el contexto le permitirá conservar este centro difícil. Dos fuerzas globales lo amenazan. La primera es Estados Unidos, que desde la llegada al poder de Donald Trump viene desplegando un nuevo modo de intervención en América Latina, un renovado «injerencismo» que remite más al mundo bipolar de la Guerra Fría que a la relativa retracción de los últimos años, en buena medida porque estamos ante la emergencia de una nueva Guerra Fría. Como sostiene Juan Gabriel Tokatlian (1), la nueva doctrina de seguridad estadounidense consiste en recrear la doctrina Monroe en su patio trasero y evitar que China construya su propia doctrina Monroe en su patio trasero (el Sur de Asia).

Conforme esta nueva estrategia, Trump despliega una intervención más abierta y despiadada, como se vio en Venezuela y Bolivia y de la que tuvimos una primera muestra con el desplante de uno de sus enviados, Mauricio Claver-Carone, en la ceremonia de asunción del 10 de diciembre. En teoría, entonces, Washington debería valorar la normalidad del recambio democrático argentino y la llegada al poder de un gobierno que, en una región convulsionada, plantea un programa moderado de reconstrucción reformista, y que actúa en los hechos como una superación del kirchnerismo cristinista. Pero solo en teoría. En otro siglo, también Perón era en los hechos un freno al comunismo y Estados Unidos no lo vio como un aliado táctico sino como un enemigo a derrotar.

En este marco, el objetivo de Alberto de construir una relación madura con Estados Unidos queda a merced del trazo grueso de un Trump que ha demostrado que no está dispuesto a arriesgar un solo voto en función de su política exterior, como quedó claro con los aranceles al acero y al aluminio impuestos a las exportaciones de Argentina pero también de Brasil, supuestamente su mejor amigo en la región. ¿Podrá el gobierno argentino asegurarse el apoyo de Washington en el directorio del Fondo sin ceder a un alineamiento automático? ¿Podrá evitar subordinarse a Estados Unidos o, en el otro extremo, emprender un giro bolivariano que lo empuje a los brazos de China y Rusia? La política exterior de México, guiada por la mano experta de su canciller Marcelo Ebrard, puede servir no de modelo, porque la relación de ese país con Estados Unidos es muy diferente, pero sí de referencia: México logró renegociar el acuerdo de libre comercio de América de Norte, sin el cual su economía se hubiera derrumbado, cediendo en temas cruciales (el envío de militares a su frontera Sur para morigerar el flujo migratorio) y manteniendo ciertos grados de autonomía (el asilo a Evo Morales así lo demuestra).

Si la primera amenaza a los objetivos de Alberto es geopolítica, la segunda es de cultura política. La polarización es una tendencia global. En «La era de la indignación» (2), el especialista estadounidense Jonathan Haidt cita datos del estudio elaborado desde hace tres décadas por la consultora Gallup y el Centro de Investigación Pew, que revela un incremento sostenido de la polarización en Estados Unidos. ¿Cómo se comprueba esto? Por ejemplo, por el creciente porcentaje de personas que responden afirmativamente cuando se les pregunta si el partido rival es un peligro para el país o, lo que quizás resulte más preocupante, por el incremento de los que admiten que les molestaría que su hijo se casara con un demócrata (si son republicanos) o con un republicano (si son demócratas). Aunque en menor medida, esta mayor intolerancia al otro se verifica también en materia religiosa, social y étnica.

Pero la polarización no es una tormenta inevitable sino una construcción social que los políticos, en el ejercicio cotidiano del poder, pueden moderar o agudizar. Haidt recuerda por ejemplo que durante su paso por la presidencia de la Cámara de Representantes el congresista conservador Newt Gingrich modificó el reglamento para que las sesiones se realizaran solo de martes a jueves, de modo tal que los legisladores pudieran regresar a sus estados los fines de semana, y estableció una serie de medidas para desalentarlos a que se mudaran de manera permanente a Washington. ¿El motivo? Gingrich quería evitar que los republicanos desarrollaran amistades con los demócratas.

Si la presión hacia una radicalización es global, entonces las causas deben ser también globales. La primera es por supuesto el aumento de la desigualdad, la creciente heterogeneidad salarial (reflejo de un mundo laboral dividido entre unos pocos empleos calificados y bien pagos y un océano de trabajos basura) y el fin de la perspectiva de movilidad social ascendente, la crisis del sueño americano: sociedades divididas entre los ganadores y los perdedores de la globalización. Esta realidad, comprobable incluso en economías en crecimiento y con bajo desempleo como Estados Unidos, se verifica también en países de desarrollo medio como el nuestro: la Argentina competitiva de la soja y las ciudades contra la Argentina subsidiada de la industria y los conurbanos.

A ello hay que sumar la reconfiguración del ecosistema mediático, que también fomenta la radicalización. Cincuenta años atrás, cuando la comunicación audiovisual se limitaba a unos pocos canales de televisión y un puñado de emisoras AM, los medios se veían obligados a asumir posiciones ideológicas más amplias -o más moderadas- para interpelar a universos extendidos. La aparición de la FM, más tarde la llegada del cable y por último la creación de los portales web multiplicaron los emisores y produjeron una hipersegmentación del público, creando grupos de audiencias más chicos que a su vez componen mundos ideológicos alejados entre sí (3). Las redes sociales cerraron el círculo. Como explica Natalia Zuazo (4), las redes son en esencia empresas de publicidad, cuya rentabilidad depende de que pasemos dentro de ellas la mayor cantidad de tiempo posible, lo que las lleva a ofrecernos información que nos haga sentir «cognitivamente cómodos», es decir información con la que estemos de acuerdo. Aplicando la lógica predictiva, el algoritmo nos encasilla y nos radicaliza, sumergiéndonos en un mundo en el que todos piensan como nosotros.

Todo esto actúa como una fuerza centrífuga que fortalece los polos y aleja a los políticos del centro. Ahí están Trump y Boris Johnson, pero también Bernie Sanders y Jeremy Corbyn. Y no hace falta ir tan lejos: Sebastián Piñera pasó de una primera presidencia templada, que no desentonaba de los gobiernos anteriores de la Concertación, a un segundo mandato de derecha pura y dura. Jair Bolsonaro llegó al gobierno con un discurso intolerante y violento en un país considerado un ejemplo de moderación centrista. Y en Argentina el macrismo también comenzó como una mezcla de liberalismo y conservadurismo para terminar bolsonarizado. El caso más notorio es el chavismo, surgido como un movimiento democratizante e inclusivo y convertido hoy en un régimen militar y autoritario.

Rebobinemos antes de concluir. Por un efecto casi diríamos gravitatorio, las sociedades actuales potencian los extremos, premian los planteos disruptivos y radicalizan las posiciones. En América Latina, la intervención cada vez más descarada de Estados Unidos complica la estrategia de evitar un alineamiento automático con alguna de las dos potencias. Bajo estas condiciones, Alberto avanza en su agenda de reparación social y recuperación económica, acepta negociar, por ejemplo al excluir de la ley de emergencia el artículo que lo habilitaba a disolver organismos, y se muestra atento a la realidad, aceptando los reclamos para revisar las jubilaciones de jueces y diplomáticos.

Pero hay otros problemas, problemas que insinúan una guerra en el corto plazo y que merecen un urgente tratamiento de shock. Como señalamos en otro editorial (5), la judicialización de la política es una de las principales causas de la polarización. En efecto, la intromisión de los tribunales en cuestiones antes reservadas a los políticos, el protagonismo de los servicios de inteligencia y la multiplicación de ex funcionarios presos hacen que la disputa por el poder ya no sea sólo una disputa por el poder sino algo más cruel y definitivo: los políticos se juegan también su prestigio y su libertad, con el lógico resultado de que estén dispuestos a hacer más cosas que antes para retenerlo, lo que le imprime a la política un plus de dramatismo que ensancha la grieta.

Alberto debe encarar este tema de frente y sin dilaciones, mientras conserva intacta la legitimidad electoral, antes de que los habitantes de los sótanos despierten y las operaciones comiencen a enturbiar el horizonte.

Notas:

1. Entrevista en www.cenital.com

2. Revista Letras Libres, 1-1-18.

3. Jorge Fontevecchia, «La polarización», www.perfil.com/noticias/columnistas/la-polarizacion.phtml

4. «La conversación imposible», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, N° 238, abril de 2019.

5. Editorial en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 238, abril de 2019.

Fuente: http://www.eldiplo.org/247-la-economia-despues-de-la-grieta/conservar-el-centro/