Hace unos meses reseñaba ¿Quién alimenta realmente al mundo?, el monumental trabajo de Vandana Shiva que desmonta las falacias de la publicitada revolución verde. En él se pone de manifiesto que el único camino sostenible para el planeta debe basarse en métodos agrícolas que atesoran la sabiduría de milenios, y no en el abuso de […]
Hace unos meses reseñaba ¿Quién alimenta realmente al mundo?, el monumental trabajo de Vandana Shiva que desmonta las falacias de la publicitada revolución verde. En él se pone de manifiesto que el único camino sostenible para el planeta debe basarse en métodos agrícolas que atesoran la sabiduría de milenios, y no en el abuso de una tecnología destructiva y al servicio sólo de la ganancia rápida de unos pocos que nos conduce al desastre. En esta misma línea, El Planeta es de todos, que acaba de aparecer con el sello de Editorial Popular, está consagrado a describir las estrategias de las grandes corporaciones para incrementar y blindar sus beneficios a costa del futuro de nuestra especie y el mundo que habitamos.
El número de multimillonarios que concentran tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad se redujo entre 2010 y 2016, de 388 a 26. Estas cifras sirven para darnos una idea del proceso imparable de flujo de capital hacia los más ricos en que estamos inmersos. Pero esto no es casual, sino un simple corolario de la esencia misma del capitalismo, un sistema cuya dinámica puede compararse a la de un organismo afectado por un tumor maligno. El 1 % de los más opulentos controlan de facto la economía, el pensamiento y la vida del planeta, hasta el punto de que los seres vivos se convierten, a través de su manipulación genética, en «creaciones», propiedad de las multinacionales. Esta dictadura, basada en una «lógica» demente de mercantilización de todo, tiene su sustento ideológico en el mecanicismo dualista que escinde al hombre de la naturaleza, de los otros hombres y de su ser más profundo.
Un repaso de biografías de magnates y políticos pone en evidencia los métodos de los tahúres globales de las grandes corporaciones y bancos. Éstos se apropian de los recursos y los rentabilizan en una espiral especulativa que dispara los beneficios e incluye guerra, hambre y genocidio como instrumentos. La única alternativa que puede plantearse a este desastre es la de un paradigma opuesto al mecanicismo dominante, con democracia real y directa a todos los niveles y gestión sostenible, que halla su fundamento en una visión holista e integrada del cosmos. Algunos ejemplos exitosos de movimientos no violentos de resistencia al extractivismo y la degradación ambiental muestran claras las posibilidades que ofrece este camino.
La agricultura industrial, basada en venenos y combustibles fósiles, lucra a las mismas empresas que se especializaron en el pasado en el diseño y fabricación de armas químicas para guerras y genocidios. Los detalles de estos manejos resultan estremecedores, pero lo es más comprobar que hoy día son estas corporaciones asesinas las que llevan el timón de las finanzas globalizadas. El Tribunal Monsanto, establecido en octubre de 2016 en La Haya auspiciado por movimientos e instituciones de todo el planeta, trata de denunciar e impugnar estos crímenes contra la humanidad. En este sentido, el papel de gobiernos democráticos dispuestos a asumir estas luchas es imprescindible. El «Cártel tóxico» se defiende lloriqueante argumentando que sin sus venenos el mundo se morirá de hambre.
En manos de esta gente sin escrúpulos, la ciencia se ha convertido en un instrumento de dominación y control, y la biología molecular ha degenerado en un reduccionismo en que, despreciando la complejidad de los procesos implicados y los efectos indeseados que se introducen con estas manipulaciones, se juega a «diseñar» seres vivos a la medida con el único fin de optimizar su explotación económica a corto plazo. Estos aprendices de brujo son perfectamente capaces de alterar profunda y perniciosamente la dinámica de la vida sobre la Tierra, pero afortunadamente también hay científicos que ponen de manifiesto sus inconsistencias y, a través de disciplinas como la agroecología y la epigenética, potencian métodos de cultivo respetuosos con los seres humanos y el medio ambiente.
La historia de los algodones transgénicos Bt y RR Bt (éste con probables efectos cancerígenos) de Monsanto ofrece buenos ejemplo de los desastres que acarrean estas técnicas, con desarrollo de «superplagas» y envenenamientos, ruina y suicidios de campesinos. A cualquiera que se atreva a denunciar las mentiras y crímenes de esta corporación se le trata de silenciar y es objeto de sucias campañas de desprestigio. Otro caso emblemático es el del arroz dorado, otro transgénico que se ha demostrado que produce efectos dañinos inesperados, pero en cuya defensa la multinacional fue capaz de movilizar una legión de premios Nobel de disciplinas diversas, mayoritariamente ignorantes en asuntos agrícolas. Los ejemplos se multiplican, pero los poderosos manejan una implacable propaganda contra «los anticiencia que nos quieren devolver a la edad de piedra».
La máquina de hacer dinero incorpora tecnologías de satélites, tratamiento de datos y manipulación genética para controlar la agricultura del planeta y explotarla en su beneficio, en una dinámica que es el exacto reverso de la democracia económica y el respeto al medio ambiente. Es un mundo orwelliano en el que «libre» significa «privatizado». Los magnates del filantro-capitalismo se declaran dispuestos a ayudar a los más necesitados, pero imponen de facto tecnologías discutibles y destructivas. En su codicia llegan a la «biopiratería», apropiándose de métodos desarrollados por los campesinos a lo largo de los siglos y patentándolos como suyos. Con su «geoingeniería», el 1 % ha dado el paso al diseño del clima y a la búsqueda de tecnologías sofisticadas que nos liberen de los efectos nocivos de sus otras tecnologías. Se trata así de que el capitalismo nos salve del capitalismo, sin pararse a considerar que sólo la democracia económica puede llevarnos a un mundo en equilibrio.
La obra concluye invocando tres principios, basados en el pensamiento de Mahatma Gandhi, que sirven de guía para combatir el desastre humano, biológico y planetario a que nos ha conducido el 1 %:
Swaraj: autoorganización y autogobierno, construyendo de abajo a arriba la sociedad con una estructura federada y democracia directa.
Swadeshi: Autosostenimiento en una red de economías locales, constituye un imperativo ecológico y ético y nos libera de la esclavitud de los combustibles fósiles, aunque está abierto al comercio justo y a la racionalización del uso de los recursos.
Satyagraha: Es la «fuerza de la verdad», la desobediencia civil creativa y el derecho a no colaborar con el 1 % y la maquinaria estatal a su servicio. Sus posibilidades son infinitas: Bija satyagraha, por ejemplo, es un movimiento impulsado por Vandana Shiva para oponerse a la privatización de las semillas.
El camino así definido integra las mejores tradiciones del pensamiento emancipador y en la práctica puede combinar iniciativas constructivas al margen del sistema, con intentos de alcanzar modificaciones legislativas que protejan a los seres humanos, la diversidad biológica y el medio ambiente.
El planeta es de todos es un chorro de fría realidad que nos despierta al desastre y nos informa de los medios de que disponemos a la hora de buscar soluciones. Los irresponsables del 1% no ven para la humanidad más futuro posible que extinguirse o colonizar el espacio, pero una supervivencia en equilibrio con la Tierra es una alternativa viable. Como dijo Gandhi, nuestro planeta da suficiente para las necesidades de todos, aunque no para la avaricia de unos pocos.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/
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