Michael J. Sandel, Catedrático de ciencias políticas en la Universidad de Harvard y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018, publicó en 2020 The Tiranny of Merit: What’s Become of the Common Good? Albino Santos Mosquera lo ha traducido recientemente para Debate con el título: La tiranía del método. ¿Qué ha sido del bien común? 364 páginas, un excelente (y muy útil) índice alfabético y más de 50 páginas de notas. Recojo una de las historias que cuenta en las conclusiones.
Henry Aaron, uno de los más grandes jugadores de béisbol de la historia, se crió en el Sur de Estados Unidos, en tiempos de segregación racial. Howard Bryant, autor de una biografía del jugador, cuenta que el joven Henry vio con frecuencia cómo su padre tenía que ceder obligatoriamente su sitio en la cola a cualquier ciudadano blanco que entrara en la tienda.
Cuando Jackie Robinson (1919-1972) rompió la barrera de color en el béisbol profesional, Henry, 13 años de edad entonces, sintió la inspiración que necesitaba para convencerse de que también él podía jugar algún día en las grandes ligas usamericanas.
Sin bate y bola con que entrenarse, su familia no podía permitirse esos lujos, practicaba con lo que tenía a mano, probaba a batear con un palo tapones de botella que le lanzaba su hermano. Muchos años después Aaron terminó rompiendo el récord de jonrones (home runs) de Babe Ruth en toda su trayectoria como jugador profesional. Bryant, el biógrafo, concluye que “podía decirse que batear fue la primera meritocracia que Henry experimentó en la vida”.
Sandel señala, con razón, que cuesta leer esas palabras sin quedarse prendado de la bondad y belleza de la meritocracia, sin considerarla una respuesta definitiva a la injusticia, sin sentirla como una reivindicación del talento, el esfuerzo y las buenas formas frente al prejuicio, el racismo y la desigualdad de oportunidades. De esta idea es fácil inferir que una sociedad justa es una sociedad meritocrática, en la que todos (y todas) tengamos las mismas posibilidades de ascender hasta donde nuestro talento, habilidades y nuestro esfuerzo nos lleven, como diría Buzz Lightyear, el inolvidable personaje de Toy Story, “¡hasta el infinito y más allá!”.
Sin embargo, nos advierte Sandel, eso sería un error, un grave error. La moraleja de la historia de Aaron no es esa, no se trata de optar por la meritocracia, de amarla incluso. Es otra muy distinta: deberíamos aborrecer cualquier sistema de injusticia racial (o de cualquier otro tipo) del que solo se pueda salir-huir anotando jonrones (o marcando muchos goles o encestando 40 puntos por partido). La igualdad de oportunidades es un factor corrector de la injusticia, un factor necesario desde un punto de vista moral, pero es básicamente, matiza Sandel con razón y buenos argumentos, un principio reparador, no un ideal adecuado para generar una sociedad buena.
No es fácil tener siempre presente esta distinción. Inspirados por el heroico ascenso de unos pocos, solemos preguntarnos qué hacer para que otros puedan tener también la capacidad de huir de las condiciones que los ahogan si es el caso. En vez de reparar o subvertir esas condiciones de las que quieren huir con razón quienes las sufren, forjamos, cuando es el caso, una política (errónea) que hace de la movilidad social (el llamado ascensor social o expresiones afines) la respuesta a la desigualdad.
Pero no es eso, no es eso, no debe ser eso.
Sin embargo, concluye Sandel, derribar barreras es bueno. Por supuesto que lo es. Nadie debería que relegado por la pobreza, por su clase social o por cualquier otro prejuicio (raza, etnia, sexo, edad, orientación sexual, etc). Pero una sociedad buena, una sociedad que merezca llamarse así, no puede tener tan solo la premisa de escapar de las situaciones de ahogo. Concentrarse exclusiva o principalmente en el ascenso social -la izquierda lo ha hecho en muchas ocasiones, suele o solía incidir en sus discursos y prácticas en este punto- contribuye muy poco a cultivar los lazos sociales y los vínculos cívicos que quiere una sociedad verdaderamente democrática, social y humanizada. Una sociedad que pudiera facilitar esa movilidad ascendente (cosa que, desde luego, es cada vez más difícil e irreal en nuestras sociedades) necesitaría cuanto menos hallar formas de hacer posible que quienes no ascendieran -y todos no podemos ascender- florezcan allá donde se encuentran y se vean a sí mismos como miembros de un proyecto común, sin que ese proyecto común sea realmente un proyecto dirigido por unos pocos y en su propio beneficio.
La meritocracia no es una filosofía de izquierdas, no es una filosofía que reporte serenidad y apunte por sí sola a la justicia. No garantiza una sociedad buena, una sociedad donde todas y todos, independientemente de nuestras habilidades, nuestro esfuerzo y de nuestra suerte, seamos tratados con respeto, dignidad, amor y humanidad.