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Cómo se preparó la invasión

«Cualquiera que herede Irak dominará Oriente Próximo», se leía en 2000 en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano

Fuentes: El Mundo

Es 12 de septiembre de 2001, las torres gemelas son un humeante recuerdo y el presidente George W. Bush tiene una particular fijación, más allá de Osama bin Laden: «Quiero que tan pronto como podáis, reviséis todo lo que haya, todo, para saber si Sadam hizo esto». El jefe de contraterrorismo Richard Clarke asiste como […]

Es 12 de septiembre de 2001, las torres gemelas son un humeante recuerdo y el presidente George W. Bush tiene una particular fijación, más allá de Osama bin Laden: «Quiero que tan pronto como podáis, reviséis todo lo que haya, todo, para saber si Sadam hizo esto».

El jefe de contraterrorismo Richard Clarke asiste como testigo de cargo a la reunión de asesores de la Casa Blanca. Allí se decide -sin necesidad de decirlo- que Afganistán será sólo el preludio. El vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y su brazo derecho, Paul Wolfowitz, se frotan ya las manos pensando en el escenario que ellos mismos tramaron un año antes en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (PNAC): «Cualquiera que herede Irak dominará estratégicamente Oriente Medio».

Los neocons tienen ya el detonante que necesitan y crean en el Pentágono una unidad secreta conocida como La célula (o La fábrica de las mentiras). La dirige David Wurmser y la controla Dick Cheney a través del lealísimo Lewis Scooter Libby ¿Su misión? Procesar, retorcer y manipular toda la información de los servicios de Inteligencia sobre Irak.

Cae Kabul, y el general Tommy Franks apenas tiene tiempo para celebrarlo, ni para seguir rastreando a Bin Laden. El 21 de noviembre de 2001, Rumsfeld le llama a capilla y le dice que empiece a diseñar un plan de ataque contra Irak. Bush ondea poco después el espectro del «eje del mal» y a su paso por Westpoint reinventa la teoría del ataque preventivo: «Debemos llevar la batalla al enemigo y afrontar las peores amenazas antes de que ocurran».

El Pentágono da un paso más al frente con la Oficina de Planes Especiales. En la Casa Blanca se crea el Grupo de Estudio de Irak y Dick Cheney aprieta el gatillo en agosto del 2002: «No hay duda de que Irak posee armas de destrucción masiva». Bush recoge el testigo y advierte, antes de pedir la venia al Congreso: «La guerra puede ser inevitable».

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS

«En guerras anteriores, el Congreso estuvo poblado por halcones y palomas», escribe Thomas Ricks en Fiasco: «Conforme se acercaba la guerra de Irak, sólo hubo corderos que apenas levantaron la voz». Sin embargo, la complicidad del Capitolio se remonta a la era Clinton, en 1998, cuando congresistas y senadores aprueban por abrumadora mayoría la Ley de Liberación de Irak. La mayoría de los demócratas entona la consigna del «cambio de régimen».

La misma complacencia les une en octubre de 2002. Arranca el fútil debate sobre la «autorización» de la guerra y sólo están el 10% de los legisladores presentes. Unicamente la voz sabia y crispada del senador demócrata Robert Byrd resuena por encima del silencio de los corderos: «¿Por qué recurrimos a la guerra como primer resorte en vez de como último recurso?».

Al final, Bush obtiene el respaldo incuestionable de 77 de los 100 senadores -John Kerry, John Edwards y Hillary Clinton, entre ellos- y de 296 de los 435 congresistas. «No hay debate, no hay siquiera un intento de exponer a la nación los pros y los contras de una acción así», se lamenta Byrd antes de claudicar: «La guerra parece inevitable».

«¿ESTAS CONMIGO?»

«Estados Unidos está preparado para desacreditar las inspecciones y favorecer el desarme». Ese es el lacónico mensaje que Cheney le transmite en noviembre de 2002 al jefe de los inspectores de la ONU en Irak, Hans Blix, días después de que el Consejo de Seguridad aprobara la resolución 1441 advirtiendo a Sadam que habrá «serias consecuencias».

En Desarmando a Irak, el propio Blix compara la busca de armas de destrucción masiva con la caza de brujas en la Edad Media, y sin embargo sólo pide más tiempo y más medios para dar con la «pistola humeante» que reclaman los estadounidenses. Pese a los progresos, de las inspecciones, Blix llega poco a poco al convencimiento de que no hay nada que hacer: «EEUU parecía determinado a reemplazar la fuerza de inspección por un ejército invasor». O, como diría Condoleezza Rice, a la sazón consejera de Seguridad de Bush: «Es muy duro tener a un gran Ejército sentado y esperando».

Colin Powell, a quien nadie escucha, llega a la misma conclusión tras charlar con Bush durante 12 minutos el 13 de enero de 2003. «Creo que tengo que hacer esto, ¿estás conmigo?», fue el órdago que le lanzó Bush al secretario de Estado (según Bob Woodward en Plan de Ataque). A lo que Powell contesta: «¿Comprende usted las consecuencias de ser los dueños de Irak?».

Días después, Powell acata como buen soldado su última misión, sospechando que puede ser su harakiri político: presentar ante el Consejo de Seguridad la evidencia contra Sadam. «No voy a leer esto. ¡Es una mierda!», fueron las palabras de Powell cuando le entregaron en mano el primer borrador, precocinado por Lewis Scooter Libby. Cuatro días y cuatro noches tarda en reescribir su propia versión, a tiempo para el histórico el 5 de febrero del 2003.

Powell habla del «nexo siniestro» entre Sadam y Al Qaeda. Dice que Irak puede tener aún entre 100 y 500 toneladas de agentes químicos. Habla de 18 laboratorios móviles de armas biológicas. Pone sobre la mesa los tubos de aluminio del supuesto programa nuclear y muestra el contenido de «una taza de té antrax», al tiempo que recuerda que «la posesión de armas mortíferas es el la última carta de Sadam». Powell se cubre de gloria con un rosario de pruebas que, como él mismo reconocerá con el tiempo, estaban basadas en «datos incorrectos de inteligencia».

«¡IRREFUTABLE!»

«¡Irrefutable!», titula el día después un editorial de The Washington Post: «Es difícil imaginar cómo alguien tiene dudas de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak». The New York Times ya había arrojado antes la toalla, gracias a las exclusivas falsas de Judith Miller, como la del desertor que aseguraba haber visitado 20 instalaciones de armas biológicas o «la busca intensificada de la bomba nuclear» por parte de Sadam. El lamentable papel de los medios ha dado pie a un aluvión de libros cargados de autocrítica, desde ¿Guardianes de la democracia?, de Hellen Thomas, a La mayor historia jamás vendida, del columnista Frank Rich. En vísperas del ataque, el 53% de los americanos está convencido de que Sadam estuvo «personalmente involucrado» en el 11-S, y eso lo dice todo sobre la desinformación reinante.

Mientras, la Oficina de Influencia Estratégica del Pentágono se reserva el derecho a difundir noticias «posiblemente falsas». El sonriente Tucker Eskew, al frente de la Oficina Global de Comunicación, despacha a la prensa extranjera con un opúsculo que hará historia en los anales de la propaganda: Las mentiras de Sadam. La Fox, por su parte, presta al productor Greg Jenkins, que cuenta con un iluminador de la NBC y un ex productor de la ABC para realzar la imagen del Comandante en Jefe. Entre bastidores, el portavoz Ari Fleischer organiza simulacros de rueda de prensa, como aquella del 6 de marzo, en el que todas las preguntas están pactadas: «Señor presidente, ¿cómo le guía en estos momentos su fe?».

La penúltima escena discurre en las islas Azores, con Tony Blair y José María Aznar como actores secundarios. «No hemos venido a hacer una declaración de guerra», asevera el entonces jefe del Gobierno español. «Será muy difícil saber cómo podemos hacer avances en el proceso diplomático», añade Blair.

Horas después, Bush lanza un ultimátum a Sadam para que se exilie o afronte una guerra: «El Consejo de Seguridad de la ONU no ha sabido asumir sus responsabilidades; nosotros asumiremos las nuestras». Y, en la madrugada del 19 al 20 de marzo, se cumple el presagio: «He dado la orden de desarmar a Irak para liberar a su pueblo y defender al mundo de un gran peligro. El resultado de este conflicto no puede ser otro que la victoria».