Diecisiete años después de un conflicto de ocho años, que dejó como saldo millón y medio de jóvenes muertos, resulta que Irán ganó la guerra. En medio de la invasión a cargo de las fuerzas de Saddam, azuzadas por Estados Unidos, y los desesperados y suicidas intentos de la revolución iraní por defender a su […]
Diecisiete años después de un conflicto de ocho años, que dejó como saldo millón y medio de jóvenes muertos, resulta que Irán ganó la guerra. En medio de la invasión a cargo de las fuerzas de Saddam, azuzadas por Estados Unidos, y los desesperados y suicidas intentos de la revolución iraní por defender a su país, el ayatola Jomeini insistía en que el mundo debía aceptar que Hussein era el agresor. Ahora, Irak lo ha admitido.
El nuevo gobierno, encabezado por chiítas -aquí conviene agradecer a Estados Unidos, por supuesto-, ha admitido alegremente que sí, que Irak fue el agresor, que Saddam tenía la culpa. Los iraquíes eran los malos y los iraníes los buenos. Se trató de una guerra de espejos.
A lo largo del enfrentamiento, que duró de 1980 a 1988, en el que Saddam atacó poblaciones con gases por primera vez desde el igualmente épico conflicto de 1914 a 1918, los occidentales respaldamos a Hussein. Le proporcionamos armas, fotos aéreas, gases. Fueron principalmente los alemanes, claro, pero también los estadunidenses. Los costos corrieron a cargo de esa famosa democracia del Golfo y amiga de Estados Unidos: el reino de Arabia Saudita.
Ahora recuerdo que al comienzo de la guerra Saddam bautizó a su agresión como «guerra torbellino». Iba a pulverizar a la recién nacida, ingenua y expansionista República Islámica, lo cual fue la razón por la que apoyamos a Saddam. Queríamos destruir el poder de Jomeini y, tal vez, devolverle su trono al moribundo Shah.
Los iraníes, con estricto sentido de realidad, llamaron aquello «guerra de imposición», que era exactamente eso. Le suplicaron a Naciones Unidas que emitiera una condena contra Saddam. Lo único que obtuvieron fueron llamados a la contención, del mismo tipo de los que emplea el Departamento de Estado cuando se trata de otras zonas «sensibles», donde corren riesgo sus aliados, Israel-Palestina y Uzbekistán, por ejemplo.
El hecho de que el principal agresor de todos -Saddam Hussein Tikriti- sea hoy tratado con desprecio y burla es sólo parte de la ironía. Para él, aparecer en la primera página del popular periódico británico The Sun en calzoncillos es menos denigrante que para sus compatriotas el ser apilados desnudos sobre el suelo, obligados a usar pantaletas de mujer o ser mordidos por perros, o simplemente ser asesinados a tiros en los puestos de control o despedazados en ataques suicidas. Para utilizar una jerga de sicología barata, los iraquíes lo han «superado». Y no, no necesitan «pasar la página». A la mayoría de ellos no les importa si Saddam está vivo o muerto. Lo que quieren es electricidad, seguridad, un verdadero Estado. Aún no tienen nada de esto.
Es muy típico de nosotros los occidentales pensar que Hussein continúa siendo nuestro enemigo real, en momentos en que Irak puede producir atacantes suicidas y un ejército -probablemente formado a partir del ejército iraquí de Hussein- cuya misión sea agredir a soldados estadunidenses y británicos. Sí, Saddam tuvo la culpa. El fue la razón por la que invadimos ilegalmente a Irak. ¿No es cierto? Se pone todo cada vez más aburrido. Armas de destrucción masiva; nexos con el 11 de septiembre de 2001; ataques posibles en 45 minutos. Tal vez nada de eso haya sido cierto. Pero ahora podemos decir lo que no dijimos antes: invadimos Irak ilegalmente -éste puede ser nuestro nuevo leitmotiv-, porque Saddam invadió Irán. ¿Qué puede ser mejor que esto?
The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca