Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
El gobierno iraquí está poniendo al país al borde de una nueva guerra civil. En menos de un mes, Bagdad ha lanzado un feroz ataque contra un campo donde se llevaba a cabo una sentada sunní de protesta pacífica, causando 44 muertos; ha ejecutado en un solo día a 21 supuestos terroristas sunníes y ha suspendido las licencias de diez canales por satélite, de los cuales se estima que nueve eran favorables a los sunníes.
El mensaje del Primer Ministro Nuri Kamal al-Maliki a la extremadamente desafecta minoría sunní de su país, que resiste con un creciente sentimiento de desesperanza uniéndose a las batallas entre las fuerzas de Maliki y los extremistas, fue: «¡A por ellos!».
El país sigue inmerso en el caos tras años de horrenda guerra civil que enfrenta a la minoría sunní contra el reciente dominio chií. Diez años después de la invasión dirigida por EEUU, la mayoría de la gente sigue padeciendo con grandes carencias de agua y electricidad. Los servicios sanitarios y educativos iraquíes, en otro tiempo las joyas del Oriente Medio, son meros esqueletos de su pasado. Y el desempleo y la pobreza han alcanzado niveles de record.
La promesa de compartir el poder ayudó a que la guerra se desinflara, pero es muy probable que el puro agotamiento tuviera más que ver con la calma relativa de años recientes que con cualquier liderazgo político sensato.
El gobierno ha fracasado a la hora de abordar todos los graves problemas que afectan a las comunidades sunníes -e incluso a algunas chiíes-. Entre ellos se incluyen: exclusión del proceso político, con retrasos habituales en las elecciones; ausencia de reformas reales en la punitiva, salvaje y ampliamente ejecutada «desbaazificación» y en las leyes antiterroristas; poder cada vez más centralizado en manos del Primer Ministro; y brutal actuación policial, con arrestos masivos, juicios injustos y tortura endémica en las prisiones iraquíes. Pero desde principios de 2012, los sunníes han venido desafiando el statu quo persistiendo en las protestas, abrumadoramente pacíficas, a pesar de las violentas incursiones de las autoridades estatales.
Fue en ese ambiente donde las fuerzas de seguridad SWAT [armas y tácticas especiales, en sus siglas en inglés] de Maliki, junto con el ejército y la policía federal, llevaron a cabo un ataque armado contra uno de los campos donde se desarrollaba una protesta pacífica desde hacía bastante tiempo, en el pueblo sunní de Hawija. Los hallazgos preliminares de un comité parlamentario informaron de 44 personas asesinadas y 104 heridas, mientras el gobierno declaraba que habían muerto tres oficiales de la policía. Sorprendentemente, el ataque se produjo tras varios días de negociaciones con los manifestantes, a los que el gobierno acusó de dar cobijo a un grupo de combatientes que habían matado a un soldado y se habían llevado las armas que había en un puesto de control cercano.
Pero el gobierno no ha hecho público descubrimiento alguno de la presencia de armas ni de asesinos. En un aparente reconocimiento de que el ataque había llegado demasiado lejos, Maliki anunció el nombramiento de un comité ministerial encabezado por el viceprimer ministro sunní, Saleh al-Mutlaq, para que llevara a cabo una investigación. Pero parece que el comité se ha creado más bien para intentar aplacar a la comunidad sunní con compensaciones para las víctimas que para llevar a cabo intento alguno de averiguar lo que sucedió realmente o quién ordenó el ataque, y mucho menos para castigar a los responsables. El comité no cuenta en estos momentos ni con investigadores ni con recursos para reunir pruebas, por lo que sólo los ministros mismos podrían dirigir la investigación.
Cuando le pregunté a Mutlaq si iban a entrevistar a las fuerzas de seguridad acerca de quién ordenó el ataque, movió la cabeza, casi divertido, ante la pregunta. Husain al-Shahristani, el viceprimer ministro chií que integra también el comité, me dijo en una reunión en Bagdad de la pasada semana: «No espere mucho de nosotros. Realmente no disponemos de tiempo para dedicarnos a este asunto». Los esfuerzos del gobierno para barrer bajo la alfombra el espantoso suceso sólo servirán para enfurecer aún más a la agraviada minoría sunní.
Los asesinatos masivos de Hawija pueden haber sido un mensaje más sangriento a los manifestantes sunníes de lo que incluso Maliki quería, pero no hubo nada accidental en su decisión de ejecutar a 21 supuestos terroristas, cuyas identidades y delitos siguen siendo desconocidos para el público.
Tras el clamor popular después de las revelaciones de abusos a las mujeres detenidas y del arresto de varios guardaespaldas del popular ministro de hacienda sunní, el gobierno prometió en enero que reformaría el sistema judicial, incluyendo la revisión de los casos de 6.000 personas que, en función de las leyes antiterroristas del país, siguen detenidas, en algunos casos desde hace años, aunque no han sido juzgadas e incluso se ha ordenado liberarlas, de iniciar una investigación ante las extendidas acusaciones de confesiones forzosas y de estar dando credibilidad a informantes secretos.
Autoridades de alto nivel prometieron incluso una moratoria en la condena a muerte hasta que se hubieran revisado todas las condenas dictadas. Pero, al parecer, el gobierno decidió hacer una demostración de fuerza frente a la escalada de ataques terroristas, más frecuentes en las barriadas chiíes, que mataron a 712 personas en abril, el mes más letal desde 2008. Así pues, reanudó las ejecuciones, generando un nuevo ciclo de protestas y condenas.
Aunque las carreteras están en hechas un desastre y los escombros de los bombardeados edificios cubren las calles de Bagdad, el gobierno ha encontrado recursos para equipar la Comisión de Comunicación y Medios con material de vigilancia de última generación. Muyahid Abu al-Hail, el director del Departamento para la Regulación de los Medios Audiovisuales, alardeó orgullosamente de que cuenta con un amplio equipo que controla continuamente la programación de más de quince estaciones de satélite en el país, y de una oficina llena de carpetas de archivos sobre sus competencias.
El 29 de abril, la comisión suspendió las licencias de diez emisoras porque promovían puntos de vista sectarios que contribuían a la violencia, según dijo Abu al-Hail, pero hasta ahora no ha mostrado informe alguno que pueda documentar esa acusación. La inclusión de una pequeña emisora chií entre las nueve emisoras prohibidas «prosunníes», incluida Al-Jazeera, no hizo más que enmascarar este descarado esfuerzo para silenciar a las cadenas de información sunníes que se han mostrado críticas con el gobierno. También ha efectuado numerosos ataques contra la cobertura de las protestas por los medios, además del anuncio del pasado año de que iban a cerrar 44 emisoras que operaban «ilegalmente».
No hay duda de que los medios iraquíes son extremadamente partidistas, y que las emisoras sunníes y chiíes se dejan llevar a menudo por burdas desinformaciones que avivan las tensiones sectarias. Pero un gobierno preocupado de reducir esas tensiones habría dedicado más tiempo a emprender esfuerzos verdaderos para solucionar los problemas comunitarios en vez de silenciar las preocupadas voces.
El previsible resultado de estas medidas ha sido una mayor radicalización de la comunidad sunní, con milicias recién formadas jurando defenderla. Maliki necesita un nuevo manual de instrucciones que incluya lecciones sobre liderazgo y reformas que puedan unir al país sobre la base de la protección de la libertad de todos sus ciudadanos y no seguir, como hasta ahora, desgarrándolo.
Sarah Leah Whitson es directora de Oriente Medio de Human Rights Watch.
Fuente original: http://www.nytimes.com/2013/05/16/opinion/global/how-baghdad-fuels-iraqs-sectarian-fire.html?pagewanted=all&_r=0