Georges Charpak y Roland Omnès, Sed sabios, convertíos en profetas Ed. Anagrama. Barcelona (España), 2005 Traducción de Javier Calzada Es muy probable que el título de este ensayo produzca temblores (y horrores) en más de un lector. Es posible que si se ojea al azar el volumen y se lee el texto de Jawaharlal Nehru […]
Georges Charpak y Roland Omnès, Sed sabios, convertíos en profetas
Ed. Anagrama. Barcelona (España), 2005 Traducción de Javier Calzada
Es muy probable que el título de este ensayo produzca temblores (y horrores) en más de un lector. Es posible que si se ojea al azar el volumen y se lee el texto de Jawaharlal Nehru que lo cierra (p. 253), sin tener en cuenta tiempo y contexto -«¿Quien podría permitirse ignorar la ciencia hoy? En cada instante debemos buscar su ayuda… ¡El futuro pertenece a la ciencia y a aquellos que se profesan sus amigos!»-, pueda verse aquí una sospechosísima declaración de cientificismo que parece olvidar a estas alturas de la jugada la otra cara, la cara más amarga de la empresa tecnocientífica; puede uno discrepar de aproximaciones excesivamente rápidas, confusas y poco meditadas (Heidegger, pp. 159-161) -o, por contra, acaso generosas en exceso (Nietzsche, 155-159)-; puede señalarse que algunos pasos hubiera sido necesario argumentarlos con mayor lujo de detalles («Como ha mostrado el físico Wolfgang Pauli, el mundo de los átomos y su mecánica cuántica son claramente incompatibles con la teoría kantiana de las categorías», p. 154), tesis que parecen coincidir con otras declaraciones poco afortunadas: «Las ciencias necesitan de la prueba para demostrar su grado de fiabilidad, mientras que la filosofía es una montaña de papeles» (Georges Charpak, El País, 16 de abril de 2005), o, en fin, puede parecer impropio de dos inteligencias tan poderosas como las de Charpak (premio Nobel de Física en 1993) u Omnès (físico teórico de relieve) que escriban, negro sobre blanco y sin más matices, que fue «así como Marx imaginó conocer con seguridad los conceptos que describen exactamente la sociedad, así como ciertas leyes que permitirían predecir su curso» (p. 56), aunque puedan ser pertinentes sus críticas a afirmaciones de Althusser en su presentación del libro I de El Capital.
No importa, incluso tampoco importa en demasía la tesis sobre mutaciones -digamos, filosófico-histórica- que sostienen los autores de este ensayo: ha habido tres grandes mutaciones en la historia de la humanidad: la primera fue el comienzo de la era neolítica, hace unos 12.000 años, tras el último período glaciar; la segunda, el surgimiento de la ciencia experimental hace unos 400 años, con la obra de Galileo y Newton, y estamos ahora inmersos en la tercera de ellas. Es igual. Cabe destacar, en cambio, algunas de sus tesis, posiciones y desarrollos. Los siguientes, por ejemplo:
1. Los autores creen que «sin haber penetrado realmente en el significado de la ciencia, no es posible entender nada del mundo moderno que vaya más allá de una comprensión superficial. Esta es la idea básica del presente libro y su razón de ser» (p. 9). No hay posible discrepancia sobre este punto, más teniendo cuenta la perspectiva moral que mantienen: el capítulo 7º, que cierra la primera parte del ensayo, finaliza con una cita de Rabelais: «La ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma» (p. 139).
2. No es descabellado afirmar, como hacen los autores, que el sentimiento experimentado por quienes se acercan a la comprensión de algunas leyes de la naturaleza es un sentimiento próximo a lo sagrado, ni tampoco reconocer que la aproximación a los ámbitos disputados por la filosofía y la teología no siempre se encuentran candidatos a la altura de las circunstancias «para afrontar las perspectivas actuales o los desafíos presentes» (p. 11).
3. Charpak y Omnès ven con claridad la importancia que el tema de la ciencia y la religión están adquiriendo, y va a adquirir, en muchos debates y en muchas comunidades. Viendo la riqueza del movimiento de las ideas en la Edad Media árabe, se preguntan, ¿cómo entonces se ha secado la fuente de genios como Alhazén (inventor de la cámara oscura) y por qué, desde entonces y con reconocidas excepciones (el premio Nobel Abdus Salam, fundador del Instituto Internacional de Trieste), el pensamiento científico ha languidecido en el mundo musulmán? La respuesta, con la que coinciden, ha sido avanzada por Ahmed Zewail, premio Nobel de Química en 1999, y titular de la cátedra Linus Pauling del California Instituye of Technology: la influencia de tendencias oscurantistas, hostiles por principio a toda investigación científica y a todo conocimiento de este orden» (p. 195). En definitiva, el fundamentalismo religioso, de allí pero también de aquí, estaría taponando cualquier perspectiva de mejora no sólo en el desarrollo de la ciencia en ciertas áreas sino en la comprensión ciudadana de resultados asentados.
4. En la tercera parte de su ensayo, los autores dan numerosas ideas a favor de una educación a la altura de nuestro tiempo, una educación para la paz que persiga la alfabetización científica de todos los niños del planeta, con interesantes y estimulantes descripciones pedagógicas («Retrato de una alumna: Soumia o la «recuperación escolar»», pp. 240-242).
5. La critica matizada pero rigurosa que Charpak y Omnès trazan a determinadas construcciones filosóficas ilustra, e ilustra mucho. Por ejemplo, al uso ideológico que hace Richard Dawkins de su idea didáctica sobre el gen egoísta (pp. 131-132) o a las tesis de Michael Ruse sobre la libertad humana como ilusión y a la consideración del pensamiento como simple juego de mecanismos (pp. 132-137), con una muy notable aclaración de nociones usadas alegremente en contextos muy diversos, y no siempre con intenciones ingenuas, como linealidad o no linealidad: una ecuación es lineal cuando la suma de dos de sus soluciones también es una solución; un mecanismo es lineal cuando al sumarse sus datos iniciales podemos predecir su resultado final sumando los respectivos resultados (el flujo de la sangre en los capilares es lineal, pero no lo son la mayoría de los fenómenos biológicos).
Pero, desde mi punto de vista, lo esencial de este ensayo de estos dos grandes físicos no es todo lo anterior, sin ningún menosprecio a sus posiciones, sino la deslumbrante aproximación (pp. 77-130), una buena forma de empezar la lectura del ensayo, sin formalismo matemático alguno, amparándose en figuras geométricas elementales y con nociones básicas sobre composición de vectores, que realizan a la mecánica cuántica, una de las teorías más complejas de la física contemporánea y con mayor número de implicaciones filosóficas extraídas, no siempre documentadas y con base en la compresión real de los resultados científicos aceptados. No me resisto a reproducir un paso de sus conclusiones: «¡Cuántas cosas no se han dicho y escrito a propósito de un supuesto conflicto y de una incompatibilidad fundamental entre las leyes cuánticas y el sentido común!
Algunos trabajos de lógica suficientemente desarrollados han permitido reconciliarlos, pero una vez más es la decoherencia la que ha trabado los últimos nudos. Sin entrar en temibles meandros, basta sin duda mencionar que, después de la transmutación de las leyes mediante la decoherencia, no sólo se convierte en clásico cuando puede decirse acerca del mundo sensible, sino que su correspondiente lógica se aproxima al sentido común» (p. 129).